NOTAS AL MARGEN SOBRE EL SUPERYÓ / Yamil Trevisan

Siempre me llamó la atención que en su libro autobiográfico, Las palabras, Jean Paul Sartre dijera que no tenía superyó. La cita es esta: “ningún padre es bueno; no nos quejemos de los hombres, sino del lazo de paternidad, que está podrido… dejé detrás de mí a un muerto joven que no tuvo el tiempo de ser mi padre y que hoy podría ser mi hijo. ¿Fue un mal o un bien? No sé; pero acepto con gusto el veredicto de un eminente psicoanalista: no tengo superyó (1).  

En ese momento —lo leí cuando tenía veinte años y recién empezaba a estudiar psicología— me parecía absurdo que alguien dijera eso. No solo me decepcionaba porque suponía que Sartre, contemporáneo a Lacan y a Melanie Klein, tendría que haber sabido que el concepto de superyó no se refería solo a la autoridad del padre internalizada, sino que también resultaba desconcertante, ya que en el mismo libro dónde narraba su iniciación como escritor relacionaba el origen de ese oficio, más que con una libre elección, con una llamada que tenía mucho de mandato, con los designios oraculares de un todopoderoso abuelo, un alsaciano aficionado a las letras llamado Charles. 

“Me lanzó a la literatura” dice Sartre  “hasta el punto en que aún hoy me ocurre que me pregunte cuando estoy de mal humor, si no he consumido tantos días y tantas noches, llenado tantas hojas de papel con mi tinta, lanzado tantos libros que nadie deseaba al mercado, con la única y loca esperanza de gustarle a mi abuelo” (2).

Inmediatamente después escribe, desdiciéndose: “Sería una farsa: más de cincuenta años después me encontraría embarcado para cumplir la voluntad de un hombre muerto hace mucho tiempo”

Cuando uno lee esto, se pregunta de qué se resguarda Sartre, restándole crédito y desestimando como “farsa” la ocurrencia que acaba de tener ¿No trata de evitar —a la vez que la pone en evidencia— una filiación, una deuda con este hombre que le donó su biblioteca y su amor por las letras y dijo “este chico será…”?

Al contar su infancia, en este libro inaudito que es Las palabras (que le valió el premio Nobel en el año 1964) e intentar explicar quién es él, Jean Paul Sartre, nada más y nada menos que el filósofo de la libertad, se encuentra con su abuelo, con la mirada y la voz oracular de este hombre que dice “tú serás…” 

Hago una digresión: A la hora de tomar la palabra y  poner en movimiento los significantes del Otro, en el interior mismo de esa enunciación, aparece el. Lacan, sobre el final del Seminario 3, dedicado a las psicosis y al caso Schreber, identifica al “tú eres” con la forma fenoménica del superyó: “es el tú que en nosotros dice tú, ese tú que siempre se hace escuchar más o menos discretamente…” (3) (Alain Didier Weill dirá, más adelante, que al tomar la palabra a todo sujeto se le plantea una pregunta siderante, a la que no puede responder. “¿En qué estás justificado para hablar?” (4):   ésa es la pregunta superyoica por excelencia)

Hay diferentes modalidades del “tú eres”. Depende de cómo se articule la frase resultará el lugar que el sujeto tenga para responder: “Tú eres el que me seguirás”, por ejemplo, tiene un sentido. Es: “por lo menos, una elección, quizá única, un mandato, una devolución, una delegación, una inversión”. En cambio, “tú eres el que me seguirá”, sin la s, es meramente una constatación, “que más bien nos inclinamos a considerar una constatación penosa” (5).

¿No estamos, en Sartre, en el terreno del superyó?

A la hora de convertirse en escritor, se trata, indudablemente, de una llamada a ser que elige corresponder. En otras palabras, de una afirmación al “tú eres”.

 “Me han cosido los mandamientos debajo de la piel; si me paso un día sin escribir, me quema la cicatriz; si escribo con demasiada facilidad, me quema también. Esta ruda exigencia aún me pega hoy por su rigidez, por su torpeza: se parece a esos cangrejos prehistóricos y solemnes que lleva el mar a las playas de Long Island; sobrevive como ellos a unos tiempos cumplidos” (6).

Me parece muy precisa la metáfora: una exigencia vieja y solemne como un cangrejo prehistórico da la idea de un exterior, de un mensaje profundamente exterior y pulsional, una voluntad sin rostro y sin palabras (una imagen que recuerda a los paisajes fantásticos del final de La máquina del tiempo, de Wells).

¿No es esa exterioridad —la alteridad del “tú”— la que intenta suprimir cuando dice que “no tiene superyó”?

Sin embargo, el filósofo afirma y asume esa llamada del Otro. 

“La voz de mi abuelo, esa voz grabada que me despierta sobresaltado y que me hace ir a la mesa, es algo que no escucharía si no fuera la mía, si no hubiera tomado por mí cuenta, entre los ocho y los diez años, la arrogancia, el mandato llamado imperativo que había recibido con humildad” (7)

***

Alain Didier Weill, en un libro extraordinario llamado Los tres tiempos de la ley —al que llegué por recomendación de Patricia Fochi— distingue tres tiempos del superyó. 

Me interesa detenerme en el primero, en lo que Weill llama la forma arcaica del superyó, que no se identifica al imperativo categórico y a la censura, a lo que algún psicoanalista llamó “el saboteador interno”, sino a una orden terminante, radical, que sería traducible en estos términos: “Tú no eres más que eso”.

“El destino de un sujeto” dice el autor “puede estar guiado por una imposibilidad radical de decir: “No, yo no soy solo eso”, a Otro que, al encarnar para él el superyó arcaico, no deja de maldecirlo, de maldecirlo según una maldición silenciosa que lo encomienda a esta miseria: “tú eres solo eso (…), es decir,  “nada más que eso”. (8)

Que el destino de un sujeto pueda estar guiado por una imposibilidad de decir no a este mensaje —“tú no eres más que eso”— implica que este mensaje no solo lo incrimina de un modo radical y lo paraliza, sino que gobierna su realidad, la hace ser. Convierte la vida en destino petrificado. Quizás haga falta desplegar un poco más esto…

Hay una dimensión profundamente terrorífica en este nivel superyoico que analiza Weill. 

Este superyó arcaico, implacable, perseguidor, hace pensar, más que en un oráculo, en un monstruo, en aquellos monstruos que pueblan  la oscuridad y las pesadillas de los niños. Hace pensar en la versión fantasmal de superyó que investiga Melanie Klein a lo largo de su obra, en los primeros tiempos de la infancia. “La vida emocional del bebé está plagada de figuras terroríficas y persecutorias” (9), dice Klein en alguna parte.

En la segunda parte de IT, la famosa novela de Stephen King, el payaso monstruoso sobre el cual gira la trama se le aparece a los adultos a los que aterrorizó durante la infancia y los vuelve a llamar con los apodos degradantes e insultos que éstos habían sufrido de niños.  Con una voz y una forma particular que solo puede ver cada uno, atravesando el tiempo y el espacio (a esa altura los personajes se han mudado ya de Derry, la ciudad dónde fueron aterrorizados por el monstruo), los vuelve a fijar al objeto maldecido que encarnaron alguna vez en su infancia:“tú no eres más que esto”, dice el payaso, borrando con esa frase, en un instante, como si fuera un sueño, toda la vida posterior a Derry, reduciendo su supuesta adultez a una mera y endeble impostura. “Tú no eres más que esto y no te puedes escapar de mi mirada”.

El terror, dice Alain Didier Weill, consiste en que, aunque se emprenda la fuga, no es posible separarse de aquella mirada que me fija: el espacio y el tiempo no marcan verdaderas distancias. De la misma manera en que lo hace Freud en Inhibición, síntoma y angustia,  Weill se pregunta: ¿Cómo huir de aquello de lo que no estoy separado? Lo esencial de este modo arcaico de superyó quizás resida en esto: en la imposibilidad de fugarse —o más importante aún: de esconderse— de aquella mirada que me fija a un objeto maldecido. Y quizás el trabajo por hacer consista en construir o inventar algún tipo de fuga o de escondite. Porque ¿qué es lo que hace que en esta historia los niños logren salvarse sino la posibilidad de darse cuenta de que el monstruo no sabe realmente dónde están ellos o quiénes son en el fondo? En otras palabras, la posibilidad de responder: “no, no soy solo eso”, y de sustraerse de esa manera a la mirada omnisciente y petrificante, y renunciar al ser que ella les otorga.

***

Estamos muy lejos ya de Sartre. Más que de posibilidad de elección de un destino o de respuesta a un llamado, hablamos acá de imposibilidad de una fuga. El enunciado superyoico tiene un sentido puramente negativo, aplastante, persecutorio. Pareciera que estamos más cerca de la psicosis infantil, la melancolía y el autismo que de la neurosis…

 Ahora bien ¿Cómo se conectan estos fenómenos? ¿Hay una verdadera distinción? ¿Por qué, cuando abrimos una pregunta sobre el superyó nos encontramos con cuestiones tan disímiles como la persecución, la alucinación, la filiación, la demanda?

A la hora de intentar precisar algo sobre este concepto uno se siente un poco desorientado. Se encuentra con diferentes niveles, diferentes terrenos de experiencia clínica. A veces pareciera que el superyó se identifica, hasta el punto de quedar confundido, con lo que Lacan trabaja como demanda. Otras veces, sin embargo, nos deslizamos al terreno de lo persecutorio y lo terrorífico (hay un capítulo del libro de Weill, que se llama, de hecho, “El silencio del monstruo”) y nos acercamos sin darnos cuenta a las patologías más graves.

Quizás haya que sostenerse en este borde y no ceder a la tentación de esquematizar (tentación muy superyoica, por cierto). El concepto de superyó parece llevar consigo algo implícitamente maldito a la vez que se formula como parte del funcionamiento normal del aparato anímico ¿Cómo desplegar esta ambigüedad? 

Ilustración: Juan Cruz Catena

[1] Sartre, J.P, Las palabras

[2] Ídem

[3] Lacan, J, Seminario 3

[4] Weill, A.D, Los tres tiempo de la ley

[5] Lacan, J Seminario 3

[6] Sartre, J:P Las palabras

[7] Ídem

[8] Weill, A.D Los tres tiempos de la ley

[9] Klein, M Algunas reflexiones sobre La Orestíada


También disponible:

THEODOR REIK: EL PSICÓLOGO SORPRENDIDO / Yamil Trevisan
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