UN`ESTATE ITALIANA / Yamil Trevisan

A fines de enero, después de llegar de un viaje y antes de volver a Rosario y al trabajo, pasé unos días por el pueblo, por la casa de mis viejos. Una noche- una de esas noches calurosas y vacías típicas de principios de año-, consumido todavía por la fiebre mundialista, miré toda la serie documental sobre Bilardo que está en HBO Max, y después seguí con lo que la plataforma me recomendaba a continuación: el documental que se llama Diego Maradona.

En realidad, me dieron ganas de mirarlo porque en el último capítulo de Bilardo: el doctor del fútbol, aparece el Diego en un video casero, grabado para el casamiento de la hija del Narigón, y no sé por qué me emocioné. Se trataba de un video cortito, donde Maradona aparecía simplemente diciendo: “Quiero que seas feliz: sos una gran mujer, una gran amiga (por momentos se veía que iba leyendo un apunte), y creo que al Narigón le va a hacer bien tener ‘un hijo’ más (se refería al futuro esposo), y que me va a poder suplantar a mí, que dicen siempre que fui el hijo que nunca tuvo”.

No sé bien porque me emocioné, si por la sencillez del mensaje y ver que una persona como Maradona- probablemente, en ese momento, el hombre más famoso del mundo- era capaz de tener un gesto tan sencillo y amable como ese saludo, en un video personal que no iría a ver más nadie que la hija de Bilardo, o por el hecho de que hiciera referencia sin ningún tipo de drama ni vergüenza a los dichos acerca de que él era el hijo que Bilardo nunca tuvo. El Diego parecía feliz con esa idea.

No es fácil afirmar una filiación, y no sé por qué sucede eso. Es así. Parte de la naturaleza humana. Asumirse como “Hijo de…” es la conclusión de un largo proceso, lleno de malentendidos e inconsistencias. Hay un libro fundamental que trata este tema: Superyó y filiación, de Haimovich, Kreszes y otros psicoanalistas. La filiación, dicen allí los autores, es un lazo inconsistente: no está dado de antemano, ni por la biología, ni por el nombre, pero dado que como seres humanos tenemos necesidad constantemente de consistencia, de salir de la orfandad, intentamos responder a ese vacío de la ley simbólica identificándonos a un destino, o a un mandato. Necesitamos algo que responda a la pregunta acerca de quiénes somos, de dónde venimos. El superyó sería- estoy parafraseando a grandes rasgos, probablemente falseando la rigurosidad con que trabajan estos autores- una apuesta a la consistencia.

Volviendo a la filiación, a su inconsistencia: no está dado de antemano que seamos hijos de alguien. Incluso cuando ya lo somos, renegamos de eso: ¿no es algo universal la vergüenza que siente un niño por sus padres, cuando empieza a crecer? ¿No nos muestran, los relatos de iniciación, las historias del llamado género coming of age, que a todo joven, a todo adolescente, le es preciso patear el tablero y dejar atrás su origen y el lugar del que salió e ir en la búsqueda de otro origen, de otros padres?

A veces pasamos toda la vida en esa búsqueda.

Las filiaciones del Diego, sin embargo, siempre parecieron estar articuladas. Siempre mostró devoción por sus padres- al punto tal que forman parte de nuestra cultura y aparecen mencionados incluso en la canción- himno del campeonato ganado, Muchachos-, se reconocía como “el hijo que Bilardo nunca tuvo”, pero más allá de eso, en el ámbito del fútbol, Maradona supo ubicarse en un lugar histórico y social determinado. Él “se debía” a la gente, “se debía” a su país. Después del Barcelona- un pasaje disonante en su carrera- Maradona elige el sur de Italia, y se va a jugar, ya reconocido como el mejor futbolista del mundo, a un equipo chico de una ciudad pobre, una de las ciudades más pobres de Italia. Se hace adoptar y es adoptado por el Nápoli.  

Después de los minutos iniciales llegó mi viejo, que había terminado su paseo con el perro y se sentó conmigo a ver el documental. Cuando pasaron imágenes del ‘86 exclamó, con un tono de sorpresa: “¡Yo tenía veintidós años en ese mundial!”. Hace un tiempo que a la hora de mirar películas y series, cuando ve a los actores que tiene más o menos su misma edad- como le sucedió con Tom Cruise en Top Gun Maverick-  y ve lo que han cambiado con el tiempo, se queda asombrado por cómo se ven ahora, y se dice en que a él también le pasan los años. “¡Mirá cómo está ese tipo! ¡Era tan jovencito!”.

El documental está centrado en el paso de Maradona por el Nápoli y la premisa de la película parece ser que el largo período que pasó en el club- del `84 al `91-, fue la condensación de toda su vida, de la misma manera que en las grandes novelas como El sonido y la furia o El limonero Real hay un capítulo fuera de serie, casi alucinatorio, dónde se cuenta de manera concentrada toda la historia.

Maradona juega en el Nápoli y se convierte en el mayor goleador de la liga italiana y de la liga europea. Lleva al equipo a algo que nunca había logrado: ganar los scudettos de la Serie A 1987 y Serie A 1990, la Copa Italia 1987, la Copa de la UEFA 1989 y la Supercopa 1990. Se convierte prácticamente en un Dios para los napolitanos.

Sobre el final de ese período maravilloso y destructivo- fueron los años donde se encadenó a su adicción y su vida se descarrió de forma definitiva- sucede el mundial de Italia `90. Éste es el centro neurálgico de la historia.Argentina llega a semifinales y se encuentra frente a frente con el equipo local, ese gran equipo de Italia del ’90 que era, además, el favorito para ganar la copa. El partido, sorprendentemente, se juega en Nápoles. Antes de jugar Maradona habla con los medios y le pide al público napolitano que se ponga del lado argentino.

-Yo no le puedo pedir más de lo que le pedí a Napoles en estos seis años, pero…- dice el Diego, de manera cariñosa, como esas personas que se saben amadas y saben que pueden pedir cualquier cosa por amor-, si quieren verme contento, me dará mucho gusto que hinchen por Argentina. Cuando Nápoles necesitó a Maradona, yo siempre di la cara.

Otra vez allí, como había sucedido cuatro años atrás en la semifinal contra Inglaterra, Maradona se ubica en el centro de la historia política y social de un país, y llama, sin disimulo, a rebelarse a los napolitanos contra su nacionalidad (sabiendo, por supuesto, por su propia experiencia como ciudadano de Nápoles, que históricamente el sur siempre había sido considerado paria por el Norte).

Con el mundial ´90 sucede algo especial. Hace un tiempo escuché a Goycochea decir que la gente se acercaba a saludarlo y a felicitarlo por ese mundial y por los penales que atajó, con lo que Goyco concluía que en la memoria de la gente ese campeonato fue tan épico que se siente como un mundial ganado. Todavía me acuerdo del relato que hacía mi viejo, cuando yo era chico: “Llegamos con nada, era un equipo de mierda…, se perdió el primer partido contra Camerún, Pumpido se quebró: un desastre. Y después ganamos el resto de los partidos de pedo, sufriendo, empatando y por penales, o por una jugada de gol, como en los octavos contra Brasil. Todavía me acuerdo del gol del Cani con el pase de Maradona: debe haber sido el gol que más se gritó en la historia de este país. Y llegamos a la final, y ahí sí que merecíamos ganar. Ahí sí que nos cagaron”.

Ese equipo de Argentina y ese campeonato del `90, y el relato de mi viejo, que recuerdo haber escuchado más de una vez con el mismo tono de tristeza atenuada, asentada con los años, una tristeza resignada que iba acompañada por un chasquido con la lengua y  la expresión arqueada de las cejas que mi viejo tiene cuando cuenta cosas que no son como deberían haber sido, me quedó tan marcado que aún ahora, al ver la imagen del Diego llorar cuando recibe la medalla, o al escuchar la canción Un estate italiana, se me hace un nudo en el pecho y siento una nostalgia inmensa, inabarcable. 

Sé que no soy el único que lo siente. Cuando ganamos la final de Qatar, hace dos meses, mi amigo Pika- que nos había invitado a ver el partido en su casa, la sede oficial para ver los últimos encuentros del mundial- había impreso, sin decirnos, de sorpresa, la letra de la canción del mundial ´90. Nos la repartió a cada uno después de terminada la final y puso en Youtube el tema al máximo para que lo cantemos: “¡Notti magiche/Inseguendo un goal/
Sotto il cielo/ Di un’estate italiana!”

Hay algo de ese mundial, de la música, de las imágenes ya famosas de los goles y de las atajadas, del Diego llorando y puteando, hay algo de todo eso que no viví- porque apenas tenía cinco años y no recuerdo nada-, que me toca en lo más profundo, incluso más que otras finales que he vivido. “Yo le hago caso a las emociones que sentí, y yo viví la felicidad con Messi y con Maradona no”, me dijo mi amigo Pablo la otra noche, mientras tomábamos cerveza y volvíamos a hablar por enésima vez del mundial pasado. Es cierto, pero hay un tipo de emoción que no tiene que ver con lo vivido, que se transmite de otra manera, como lo que nos sucede cuando escuchamos música, cuando nos toca la música.

La música, dice Borges citando a Oscar Wilde, “nos revela un pasado personal que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no nos ocurrieron y culpas que no cometimos”. Algo parecido nos sucede, a quienes no lo vivimos, con el mundial `90. Y esto me hace volver a un punto que Haimovich no deja de trabajar en el libro que cité anteriormente: en toda transmisión paterno-filial hay algo que escapa al saber, algo que indudablemente se transmite pero que es refractario a todo conocimiento, a toda palabra, un don imposible de devolver, una deuda que se desliza de manera silenciosa de una generación a otra y que no se puede pagar. 

Este documental sobre Maradona está tan bien hecho que en algún momento parece que ese secreto inefable se nos va a develar, que nos va a hacer entender esa sensación confusa que tenemos los argentinos con algunas partes de nuestro pasado. Que nos va a revelar el pasado detrás del pasado.

***

Ilustración: Juan Cruz Catena

Tengo la sensación, con todo esto que escribí, de que no llego a decir lo que quiero decir. Que no llego atrapar la emoción casi física que me dejó el documental. “Escucho una música y no la logro tocar”, decía Piglia.   

Confieso, también, que a medida que escribía este texto me sucedió algo extraño. Cuando terminé el primer borrador, lo llevé al taller literario que hago con Luciano Lamberti. Era la primera vez que llevaba algo autobiográfico, algo que no fuera un cuento. Lamberti, entonces, riéndose, remarcó que yo hablaba de la filiación pero no había hecho mención al hecho de que Maradona había tenido un montón de hijos no reconocidos. “El lado oscuro de la filiación”, dijo riéndose. Recién ahí me di cuenta de que en todo lo que había escrito había estado, sin darme cuenta, “encubriendo” al Diego, convirtiéndolo en un héroe plano, sin manchas, y de hecho, reconozco que cuando empecé a ver el documental y se hizo una primera referencia a la relación entre Maradona y la mafia italiana, me dije: “No, no quiero ver esto. No quiero mirar este tipo de documentales amarillistas que te tiran abajo los ídolos”. Al final no fue así. El documental no es amarillista, y abarca esas zonas oscuras- muy oscuras- de la vida del Diego con una perspectiva y una investigación periodística bien sólida.

Pero me gustaría detenerme un segundo en eso que me sucedió cuando la película empezó: “No quiero ver…”. Me lleva a pensar en el relato que hay en La noche sexual, de Pascal Quinard, un pequeño relato de un mito:

“Los tres hijos de Noé se llamaban Cam, Sem, y Jafet. El agua se retiró. Salieron del arca. Repoblaron la tierra

El padre, Noé, al salir del arca, solo pensaba en una cosa: plantar una viña.

Tras haber bebido vino, embriagado, se adormeció en su tienda, soñó, se desnudó entre sueños.

Cam entró en la tienda y vio las cosas `vergonzosas y desnudas´ de su padre.

Avisó a sus dos hermanos que estaban fuera. Sem y Jafet agarraron el manto. Se lo colocaron sobre los hombros. Caminaron de espaldas y cubrieron las cosas vergonzosas de su padre con los rostros vueltos hacia atrás.”

Tengo anotado al lado de esa página: “El velo, fundador de la paternidad”.

Este fragmento que acabo de citar lo leyó Patricia Fochi en una de las últimas clases del seminario de la maestría de psicoanálisis que hice el año pasado. Tengo anotado entre los apuntes de esa clase: “El padre es una conjetura”.

Esto me lleva a otro fragmento, sobre la vergüenza, que leí hace unos días:

“No es extraño que el sujeto se sienta desnudado cuando enrojece de vergüenza: expone lo que posee de más íntimo, dejando de estar protegido por el velo fundador de su invisibilidad. Este velo, cuyo espectro material es este trazo de tejido con el que se confecciona el “cubre-sexo”, no es una cosa que vela algo invisible que preexista, sino un acto de “velamiento” por el cual se crea lo invisible: la invisibilidad del falo, necesaria para la emergencia del deseo, o es  dada  de una vez y para siempre, sino que debe recrearse sin cesar” (Alain Didier Weill)

***

Vuelvo al documental. A partir del momento en que Argentina deja afuera a Italia, el sistema judicial y mediático que protegía al Diego lo deja al descubierto. Lo desnuda. Todo el mundo sabía de la vida sexual desenfrenada que estaba llevando Maradona, del hijo que tuvo con Cristiana Sinagra, la amiga de su hermana, y que se negaba a reconocer, de su adicción, de su relación con la mafia, pero nadie decía nada. Cubrían los hechos vergonzosos de la vida del Diego con su silencio, como hacían los hijos de Noé con su padre. El Diego salía a desmentirlo en la televisión, y para los hinchas eso era suficiente. Pero a partir de ese partido ya nada fue lo mismo.

 Después de allí, hasta la camorra se aleja de él. Es puesto a prueba con el doping, da positivo, lo condenan a prisión, y tiene que irse de Nápoles de noche, solo, escapando con las pocas pertenencias que llega a agarrar: “Cuando llegué a Nápoles una multitud me vino recibir. Cuando me fui, me volví solo”, dice la voz en off de un Maradona grande, quebrado.

Muchos napolitanos, sin embargo, en aquel famoso partido contra Italia, respondieron a su llamado y apoyaron a la selección argentina. Y eso es algo tan sorprendente de ver, que es como si uno estuviera presenciando hacerse realidad un cuento maravilloso: Maradona logró llegar tan profundamente al pueblo napolitano que éste se cuestionó su nacionalidad, su historia y lo siguió como si hubiera sido llamado por un Dios, en un hecho que trasciende totalmente lo deportivo y que tiene, no solo un carácter social y político, sino religioso.  

***

-Qué tremenda la vida del Diego- dijo mi viejo cuando terminó la película, con ese tono leve de tristeza que tiene cuando habla de las cosas que no son como deberían ser. Había quedado tan conmovido como yo.

 Debían ser las dos de la mañana. Para ese momento corría un viento fresco, que se notaba no solo en la piel sino en el sonido de las hojas de los árboles del jardín. Afuera no había nadie, nada. Ni el ruido de un auto a lo lejos. Da la impresión, en las madrugadas de verano del pueblo, que el planeta está vacío y abandonado.

Era raro que él se quedara hasta tan tarde mirando una película conmigo. Siempre dice que las películas son para verlas en invierno, que en verano hace mucho calor para estar adentro encerrado mirando la tele.

Sin embargo, es muy cinéfilo. Sé que tal vez no se sentiría identificado con esa palabra, pero lo cierto es que antes de que existieran plataformas con Netflix o HBO Max, en la época en que todavía se estrenaban películas por televisión o había que alquilarlas en el video club, mi viejo miraba mucho cine. Es una de esas personas que vuelven a ver una y otra vez las películas que le gustaron. Scarface, Expreso de medianoche, Pelotón, son algunas de las que están entre sus favoritas, y las ha mirado tantas veces que estoy seguro que podría reproducir diálogos enteros de memoria.

A esas películas las vio con mi vieja en el cine, en Buenos Aires, cuando se estrenaron (Expreso de medianoche debía ser un reestreno, ya que es de unos años antes). Siempre cuentan eso, los dos: cuando se casaron, con la poca plata que tenían, se fueron a Buenos Aires de viaje de bodas, a mirar películas en el cine (hay que entender que en el pueblo nunca hubo cine, y para alguien que vive allí la experiencia de mirar una película en la pantalla grande es algo excepcional, extraordinario), a comer pizzas en las pizzerías de calle corrientes, a tomar helados, a los parques de diversiones. Mi vieja tenía dieciséis años y estaba embarazada de mí. Mi viejo tenía veinte.

-Como él había ido a la colimba allá y Buenos Aires era el único lugar que conocía, fuimos de viaje de bodas- dice mi vieja a veces. Le gusta volver a esos recuerdos. Se nota.

Casualmente, el otro día me enteré de que la música de Un´estate Italiana la compuso Giorgio Moroder, el mismo que compuso la música de Expreso de medianoche y de Scarface (también hizo la banda sonora de Flashdance y de otros clásicos de los `80, y fue, según dice Wikipedia, uno de los artistas más influyentes en la música disco).

Confieso que Expreso de medianoche, Scarface y Pelotón también son mis películas favoritas. Las vi tantas veces que podría reproducir los diálogos de memoria.


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