1. Gabriela se enamora de un convicto y le escribe cartas. No son cartas de amor. Son cartas donde narra su vida en la residencia de escritores El Rancho, en México, estado de Chihuahua, casi en la frontera con Estados Unidos.
2. Una de las cartas habla del desierto. El desierto rodea las cabañas de la residencia, ubicadas en el extremo oeste de El Rancho y se extiende hasta donde alcanza la vista. Es lo primero que Gabriela ve al despertar y lo último al acostarse, y en las cartas escribe que a diferencia de las creencias comunes, que lo consideran más bien estático, el desierto cambia constantemente. Escribe: el desierto es como el mar. El desierto es como un cuadro que sigue pintándose. El desierto es como una galaxia en movimiento sinfónico. Gabriela manda la carta desde la biblioteca pública de El Rancho, que es uno de sus lugares preferidos y tiene estafeta postal. No recibe contestación.
2. Otra de las cartas habla de su vida. Dice que no sabe cómo terminó ahí, que ella, en realidad, no es escritora, que ser escritor es otra cosa, algo que no podría definir, pero en todo caso ella no lo es. No lo será nunca. Tiene que aceptarlo. Después pasa a contarle que vive en Almagro. Que una vez tuvo un novio que se enfermó y murió. Que el fantasma de ese novio se le suele aparecer bajo la forma de un temblor en el lado izquierdo del pecho. Que lo dejó cuando estaba muriéndose. Que la madre de su novio se la encontró de casualidad, una tarde, en el supermercado, y le pegó una cachetada. Que nunca volvió a ese supermercado y un poco más casi no volvió a salir en absoluto excepto a horas francamente disparatadas. Gabriela mete la carta en un sobre y la manda. No recibe contestación.
3. Desde que llegó a la residencia esas cartas son lo único que escribe. Tampoco puede dormir, no sabe si es el efecto del desierto sobre ella, si es la luz incandescente o su mente un poco frágil, pero la verdad es que duerme de a rachas, y experimenta la mayor parte del tiempo lo que se llama “despertares nocturnos”. De día casi no habla con sus compañeros de residencia, para los cuales esos tres meses son una especie de estudiantina, y que se mueven en bloque de acá para allá, juntos en las clases, juntos en el bar, juntos sirviéndose huevos revueltos y salchichas y fruta en el buffet del desayuno. Últimamente es incapaz de disfrutar nada ni de sentir ternura por ninguna cosa, su corazón se enfría a un ritmo acelerado, ya no es ella o algo en ella ha cambiado junto al desierto circundante y no puede, ahora, encontrarse en ninguna parte, tiene calor y frío a la vez, tiene miedo de no sabe qué cosa, a veces sale a caminar.
4. A veces sale a caminar. Camina sin una dirección precisa, escapando de eso que estaba todo alrededor (con lo cual más que escapar lo que hace es internarse en la boca misma del monstruo) y después de un tiempo encuentra un objetivo, los cerros que pueden verse hacia el este: cerros de piedra afilada donde van a destriparse las pocas nubes gorditas que atraviesan el cielo.
5. Detrás de esos cerros corre un río, cuenta Gabriela en su carta, el Kalima, en cuyo afluente hombres de otro siglo hundían las piernas para buscar pepitas de oro y se derrumbaban allí mismo de extenuación, diarrea, fiebre amarilla, el golpe de un pico, de una pala, de azadones o piedras planas del río en la nuca. Hombres desesperados. Consumidores de rapé y prostitutas. Eso quiere hacer ella: ver el río, escribe, hundir las manos en ese río en cuyas aguas todavía debían flotar algunos sedimentos de oro o partículas casi invisibles de los huesos de sus buscadores. Pero cada vez que avanza hacia los cerros, los cerros parecen correrse más allá, como en el cuentito sobre la utopía. Una vez atravesó la estación de servicio que marcaba el límite de El Rancho y caminó por el desierto, con su sombrero de paja comprado en una feria de artesanos y sus zapatillas Nike blancas y dos horas después (debidamente comprobadas en el reloj) la distancia que la separaba de los cerros era a todas luces la misma.
6. Gabriela escribe el nombre de su convicto y manda la carta. No recibe contestación.
7. Ricardo Luna se llama el convicto, y está preso por allanamiento de morada en la cárcel de Morales, a unos pocos kilómetros de El Rancho. Gabriela se enteró de su existencia hojeando distraída en la biblioteca pública el periódico local: Voces de El Rancho. Pasa mucho tiempo en esa biblioteca. Cuando debería estar escribiendo, o en las clases que dicta el profesor Monroe, en las que sus compañeros leen lo que producen en la residencia y reciben sus correspondientes devoluciones, Gabriela se encierra en la biblioteca que es antigua y alta y fresca y está atendida por una viejita de saco y modales amables y una cadenita que le sostiene los lentes, y lee sin parar libros sobre la historia y la fundación de El Rancho, sobre los buscadores de oro y sobre los crímenes horrendos que se cometieron ahí en el siglo pasado, todos relacionados con la búsqueda del oro, con prostitutas y con caballos.
8. Y en una de esas visitas abre aburrida el diario local y encuentra la foto de Ricardo Luna. La foto está en la última página, que es donde suele ubicarse la sección de los policiales. Es una foto granulada, en blanco y negro (¿porqué estaría granulada y en blanco y negro?): Ricardo en cueros, con pantalón largo, descalzo, los brazos esposados detrás de la espalda, arreado por dos policías locales más bien chaparros y con sombreros de cowboy. Parece una foto tomada en 1972, pero estamos en el 2011. Gabriela lo hojea, para cerciorarse: sí, mayo del 2011. Todas las fotos son granuladas y en blanco y negro, y el diseño es definitivamente perimido, como si en las oficinas de El Rancho todavía trabajaran con letras de plomo.
9. También hay una foto de la máscara, blanca y con grandes agujeros para los ojos, confeccionada al parecer con el viejo método infantil de pegar papeles con engrudo en la superficie de un globo. “Arrestan al enmascarado mirón”, dice el titular de la noticia. Ricardo Luna, vecino de la localidad de Morales, ha sido apresado ayer por una de sus víctimas y entregado a las autoridades locales.
10. Esa misma noche profundiza en la historia con una rápida búsqueda en el teléfono. Luna tenía treinta y dos años. Era el encargado de limpieza en las oficinas de Hogulu, una empresa de internet que tenía su sede a las afueras de Morales: trabajaba ahí desde las ocho de la noche, el momento en que los empleados se retiraban, hasta las dos de la mañana, cuando volvía su casa, en Castro, al sur de la ciudad, cenaba algo rápido, en general hamburguesas que compraba en un MacDonalds, se ponía una máscara, saltaba los techos y se metía en la vivienda de sus vecinos para espiarlos. Nada más. No asesinaba, no violaba, no robaba, no hacía más que mirarlos, en cueros y con una gran máscara de cartón.
11. Una anciana lo sorprendió en el comedor cuando se dirigía al baño en mitad de la noche y lo persiguió con un cuchillo. El enmascarado mirón huyó, pero en el camino rompió una puerta ventana y se cortó con un pie, que sangró todo a lo largo de las sucesivas veredas rumbo a la autopista. Ahí el rastro de sangre desapareció de un momento para el otro, como si el sospechoso hubiera alzado vuelo.
12. Los medios inventaron historias, una más disparatada que la otra, en las que intervenían los extraterrestres o donde Luna era parte de una secta satánica, hasta que al final un viejo vaquero se lo topó en el pasillo de su cuarto, lo molió a palos y lo entregó a la policía.
13. No había mucho de qué acusarlo, más allá de allanamiento de morada: nunca había cometido un crimen, por lo menos comprobable. En su casa encontraron videos: a veces Ricardo grababa en una pequeña cámara portátil, en el viejo formato de mini dvd, a la gente que dormía. Había más de ciento cincuenta horas, y ahora un policía miraba el material en la búsqueda de algo que pudiera incriminarlo. Ricardo estaba en prisión preventiva en Morales, hasta que un fiscal lo acusara formalmente y se determinara la fecha de un juicio y una fianza, que naturalmente sería incapaz de pagar.
14. ¿Qué es? Es un poeta, piensa Gabriela.
15. Mira la foto, los grandes ojos desamparados, con la sensación de irse quebrando por dentro, como un glaciar quebrado a fuerza de un hacha (y no puede no recordar entonces la definición de la literatura que hacía Kafka, el hacha con la que rompemos el glaciar en nuestro interior) y con la sensación también de caerse adentro de la foto, de meterse entre el blanco del granulado, integrarse y mirar el mundo desde ahí.
16. Dramática, lírica, en las lustradas mesas de madera de la biblioteca pública de El Rancho, piensa: he ahí al verdadero poeta, el verdadero escritor, el verdadero artista. No como ella y los salames de la residencia que consideran la literatura como carrera académica, cabezas calvas en la corte. Piensa en tantos libros inútiles en los estantes, en esos que nadie toca, en sus padres sicoanalistas, en los ejemplares de su primera novela que trajo para regalar. Piensa en el desierto y en que tiene ganas de coger. Unas ganas increíbles. Si no coge pronto va a explotar como un globo.
17. No coge: se va a dormir.
18. Un poeta, eso es, piensa otra vez antes de dormir, poesía sus prácticas nocturnas, y los salames de la residencia detrás de la notita de mierda en el diario de mierda, la beca de mierda, el premio de mierda y la residencia de mierda en la que estaba pasando sus días, un camino solitario que ni siquiera precisaba de la publicación, solo de alcanzar el punto atmosférico del cosmos por haber hecho algo que mereciera existir, ocupar un espacio y tener peso en lo que se llama, comillas comillas, realidad.
19. Mirar a la gente dormida, buscar en sus palabras el secreto, rodear el secreto como un felino rodea eso que le eriza los pelos. La única persona en todo el condado o en todo el país, incluso, que podía darle alguna respuesta. Un poeta verdadero. Ahí estaba. A su disposición, piensa. Se levanta entonces y escribe la primer carta, en una hoja A4 de las que abundan en su cabaña.
20. A la noche siguiente, después de las clases (a las que no asiste) sale de su cabaña y del predio universitario donde está apostada y camina hasta el Parador, el único bar / restorán / salón de baile del pueblo, un edificio de paredes cubiertas por madera terciada y olor a grasa frita, familias devorando montañas de papas y salchichas, un trío que toca rancheras mexicanas en el escenario, despacito entraste en mi alma / como se entra en la carne una bala. Sobre la puerta principal, la cornamenta enredada de un ciervo. Se sienta y pide una cerveza oyendo las rancheras, que le parecen preciosas, a lo mejor porque no nació ahí y todo eso es extraño para ella, y en algún momento de la noche se siente observada desde alguna parte y busca al culpable y ahí lo tenemos: veinticuatro años o menos, sombrero de cowboy, parado con una rodilla flexionada, jeans apretados, tomando con tranquilidad una botellita de cerveza rubia.
21. Sus miradas se cruzan y el cowboy, flaco y fibroso, seco, como si no hubiera tenido tiempo de adquirir en toda su vida un milímetro de grasa, se acerca hacia ella entre los que bailan apretujados frente al escenario, sin dejar de mirarla, con la botellita en la mano, como si se deslizara sobre el piso de madera o como si bailara, también él, al ritmo de la música.
22. A la mañana siguiente, al despertar, lo primero que ve, bañado por la luz blanca del desierto a esa hora, son las nalgas redonditas y mordisqueables del cowboy, que duerme ostensiblemente bocabajo.
23. Durante el lapso de la residencia, Gabriela escribe y despacha veintiséis cartas. Ninguna recibe contestación. De ninguna guarda una copia. Sus compañeros, con los que ha empezado a hablar, tímidamente, la empujan a “pensarlas como un libro”. Uno le dice que son, definitivamente, una performance, un acto artístico que implica su cuerpo e incluso su vida, lo que la vuelve real. Uno habla de Capote. Dicen: deberías ir a conocerlo. Gabriela frunce el ceño. Ni en pedo, dice.
24. Todavía siente temblores por el sacudón de la noche anterior, que vuelven como ramalazos lisérgicos a su cuerpo. Tremenda paliza le ha dado ese cowboy.
25. Podría ir a verlo, se dice después. Y esa noche, dudando entre volver o no al bar y encontrarse con su cowboy, se dice que no. Mejor no. No piensa visitar en la cárcel a Ricardo Luna. Nada de “pensarlo como libro”. Por una puta vez, va a limitarse a vivir sin obtener beneficios, literarios o de cualquier otra clase.
26. Esa noche sale, efectivamente, y vuelve con el cowboy a su cabaña.
27. A la mañana, en su carta diaria, habla del cowboy, a quien ve una o dos veces por semana y con el cual se limita a coger, aunque a veces habla, y el cowboy le cuenta que tiene un lagarto, que su mascota es un lagarto, y le dice: El Rancho está muriendo, desde hace años, algo que nadie podría explicar pero que todo el mundo siente. Gabriela lo entiende a la perfección. A veces van a dar vueltas en la vieja moto del chico, toman la ruta y viajan durante un hora entera. El cowboy es silencioso y enigmático y coge bastante bien; Gabriela sospecha que no es la primer escritora de esas residencias que está con él. Escribe una carta sobre su infancia en el barrio de Almagro, cuando era chica y sus padres tenían pacientes a la misma hora: tenía que meterse en su cuarto y hacer un silencio casi absoluto, y podía escuchar, a su derecha, a un paciente, y a su izquierda a otro, y una vez, ya a los catorce años, comenzó a tomar nota de lo que decían y ese fue el germen de su novela, la novela que escribiría casi veinte años después y que le granjearía el fugaz paso por el ojo de la tormenta literaria argentina, del que salió entera pero desanimada.
28. Escribe y manda una carta casi exclusivamente dedicada a la biblioteca, a la bibliotecaria, al olor de los libros, a los que van a sentarse ahí para usar el internet o leer el diario, viejitos en general, vestidos con ropa clara, que se saludan, parcos, con un asentimiento de cabeza.
29. El final de la residencia se acerca, peligrosamente rápido.
30. Gabriela sigue sin ir a clases, y en el almuerzo y en la cena se sienta con una ucraniana que no habla una palabra de español y cuyo inglés es más bien persa, y comen juntas en silencio, sin mirarse, y después salen juntas a fumar un cigarrillo mirando el desierto y después se van cada una para su lado sin saludarse. Sobre eso escribe una carta, y la envía y piensa que en una semana va a estar de nuevo en Buenos Aires, que volverá a sus clases, a la vida de la que quiso separarse para escribir una nueva novela, de la que no escribió una maldita palabra, y esa noche, con el cowboy encima, en la despedida traqueteante que se merecía, siente que las cosas en su vida son demasiadas y que podría reventar literalmente, en medio de ese desierto, pero no pasa nada.
31. Dios y el Diablo hacen una apuesta. El Diablo convence a Dios de poner a prueba a Job, que era feliz porque tenía todas esas cosas, y Dios acepta. Le da al Diablo la posibilidad de sacárselo todo, excepto su vida.El Diablo resfriega las manos y lo primero que hace es derrumbar la casa de Job con todos sus hijos adentro. Alguien se lo cuenta así: “y entonces vino un gran viento del otro lado del desierto y azotó las cuatro esquinas de la casa, y ésta cayó sobre los jóvenes y murieron; sólo yo escapé para contárselo a usted”.
32. El gran viento del desierto. ¿Porqué recuerda eso mientras el cowboy se mueve encima suyo? ¿Quién es este tipo? ¿Dónde estoy?
33. Entonces el cowboy se pone los jeans (no usa calzones, ha comprobado ella, nada más que los jeans sobre la piel) y se va. Ni siquiera la saluda. Gabriela se duerme y despierta a una hora indeterminada, las tres o las cuatro o la cinco de la madrugada y al despertar ahí está el amigo Ricardo Luna, parado en mitad del cuarto, mirándola, con la máscara puesta, una nueva máscara, supone, ya que la otra se debe haber quedado como evidencia en los archivos policiales, y ésta debe estar húmeda, todavía. No se pregunta si es un sueño, ni una alucinación: Ricardo Luna está ahí. Lo escucha respirar. Su torso sube y baja.
34. ¿Quién sos?, le pregunta, sabiendo la respuesta, pero él no dice nada.
35. No tiene miedo. Ricardo no va a hacerle daño: lo sabe. Piensa en qué decir. Este es uno de esos momentos que no olvidará. Todo suena tonto si lo piensa un poco.
36. ¿Hablé?, le pregunta entonces. ¿Hablé dormida? La máscara asiente. ¿Qué dije? ¿Se entendió algo?, pregunta Gabriela. La máscara hace un gesto: no. No se entendió nada.
37. Gabriela siente que su vida está desplegada frente a ella como una vieja sábana percudida. Siente que el aire vibra como el hielo seco contra la hoja de un cuchillo. La máscara se acerca hasta quedar a unos centímetros. Gabriela está desnuda. La luna implacable del exterior entra en la cabaña.
38. Una mano suave, casi femenina, le toca la cara.
39. La mano se retira. La máscara se va. Ve sus pies descalzos y su espalda desnuda desaparecer en la oscuridad. Gabriela se queda sola.
40. Después de un momento, su respiración se normaliza.
Brillante narrativa Luciano Lamberti!
La carta y el cuento llega a destino.Felicitaciones a Ubik revista por esta belleza.
Muchas Gracias Yael! Luciano es un genio, gracias por visitar y comentar!