Peter Straub es un escritor norteamericano casi exclusivamente dedicado al género terror. Nació en 1943 y aún vive. Es contemporáneo a Stephen King, aunque bastante menos famoso que éste: en las librerías de Rosario apenas se consigue alguna de sus obras.
Escribió varios libros junto a King, y éste llegó a decir, en su ensayo Danza Macabra, que la novela Fantasmas, publicada a principios de los setenta, era uno de los mejores libros de terror de la segunda mitad del siglo veinte. Straub También escribió poesía, pero por lo que más se lo conoce es por su literatura de “fantasía oscura”- como le gusta decir a Mariana Enriquez-, por la que ha ganado varios premios.
No hay muchos más datos sobre él en google- al menos no en castellano.
Pero quería hablar de Fantasmas, la novela a la que hace mención King, que acabo de terminar y que me encantó. Me hechizó, diría.
Tengo que confesar que al principio le tenía cierto prejuicio. Si bien los cuentos de Casa sin puertas me habían gustado- fue lo primero que leí de Straub: un libro tremendo, que recomiendo leer-, el nombre de esta novela no sonaba muy sugerente… ¿Qué historia de fantasmas asusta hoy en día? Las fórmulas de las historias de fantasmas ya están caducas. Cualquier aficionado al terror lo sabe. Oscar Wilde se reía de ellas hace más de cien años.
Sin embargo, no fue como esperaba. Fantasmas es una novela impresionante, y esto por varias razones. En primer lugar, los personajes de Straub son sucios y profundamente realistas: están bien metidos en lo que el filósofo Feinman llamaría “el barro de la historia”, con lo cual la aparición de lo fantástico se vuelve mucho más impactante. Straub sigue acá la fórmula de Roger Caillois: para que la realidad se desmorone y sintamos ese impacto, el mundo de ficción tiene que ser verosímil. Y los personajes de Fantasmas lo son: los personajes de Straub dan la impresión de ser mucho más reales que los del universo de King.
Pero hay otra razón, quizás la principal, por la que creo que la novela es tan atrapante: el clima del libro. Es el clima –o más bien la atmósfera- lo que hechiza al lector.
Estamos en Milburn, una pequeña ciudad del estado de Nueva York que está atravesando el invierno, poco antes de llegar la Navidad. Unos cuantos viejos de clase alta se juntan en un caserón, en una reunión de amigos que tiene algo de sociedad secreta –se hacen llamar “la Chowder Society”- , y se cuentan historias de terror alrededor del fuego del hogar. Afuera hace frío, nieva constantemente (en un principio hace acordar al principio del Eternauta, con los protagonistas jugando a las cartas en una buhardilla, protegidos del clima, mientras afuera nieva y nieva y el clima va destruyendo a la gente), y uno de los viejos, Sears James, cuenta una historia de su pasado: la historia de un niño abusado llamado Feny Bates. Es una historia inquietante. A partir de ahí el libro, como el clima, se oscurece. Los protagonistas ya no serán los mismos.
El apellido de este personaje no es una casualidad. La novela tiene innumerables referencias Otra vuelta de tuerca de Herny James, y de hecho, parece ser toda una reescritura de la misma – aunque incorpora también elementos de muchos otros clásicos entre los que se destaca claramente “La caída de la casa Usher”.
Toda la novela se va desarrollando en ese paisaje nevado y frío del invierno de Milburn, tan hermoso como desolador. La ciudad es un protagonista más, y detrás de toda la narración parece estar en juego la idea de que el paisaje, como el clima, nos determina. O más aún: de que es dueño de nosotros, juega con nosotros, y su belleza, su desolación, su blancura fantasmal, nos puede hechizar y petrificar como la mirada de Medusa. El monstruo, acá, parece no ser más que un producto del invierno feroz de Milburn.
Pascal Quignard cita a Platón cuando éste dice que entre la belleza y el espanto no hay distinción, porque ambos nos dejan estupefactos, inmovilizados, petrificados. De Medusa, como de las sirenas, hay que cuidarse de mirarles a los ojos y de escuchar su voz. Algo parecido sucede con Milbunr:
“Se tenía la sensación de que si uno permanecía bastante tiempo escuchando se oiría el silbido de la nieve decir que estaba esperándolo a uno para atraparlo y transmitirle algún secreto terrible, un secreto capaz de convertir la vida de cualquiera en tinieblas”.
“Si los días eran amenazadores, las noches eran feroces. El viento rugía alrededor de las esquinas de las casas, sacudiendo persianas y ventanas dobles y dos o tres veces por noche una violenta ráfaga se aplastaba contra las paredes como una ola inmensa y con fuerza suficiente para hacer temblar todas las luces. Y a menudo sentía la gente común de Milburn que mezcladas con todos esos golpes y silbidos afuera había voces, voces que no podían contener su regocijo”.
Como sucede con películas como El resplandor o series como Game of Thrones, uno se encuentra aquí envuelto por el relato: durante todo el tiempo que duró la lectura no pude dejar de sentir que yo mismo estaba adentro de uno de esos caserones, calentándome al fuego, y protegiéndome de los terrores que acechaban afuera.
Mientras leía me acordé de algo. Algo que nos sucedió Azul (mi compañera) y a mí hace ya un tiempo.
Hará unos cinco años, cuando apenas nos conocíamos, nos fuimos a Bariloche en vacaciones de invierno. La idea era quedarnos una semana- ya teníamos el vuelo reservado-, pero el día anterior a la fecha de vuelta se produjo una tormenta de nieve tan fuerte que cerraron el aeropuerto. La tormenta siguió al día siguiente, y al otro, y al otro, y nos tuvimos que quedar una semana más.
Si bien yo había ido a Bariloche en mi viaje de egresados, jamás había visto nevar, y nunca en mi vida había sentido un frío tan intenso- hacía más de veinticinco grados bajo cero y caminar al aire libre durante un rato, aún con el mejor abrigo, hacía que te doliera la cabeza. De manera que sin plata, sin poder volver, con la ciudad cerrada, y sin conocernos demasiado, deambulábamos todo el día por ahí un poco desorientados, tratando de pasar el tiempo.
Nos terminamos alojando de unos viejitos que nos alquilaron una habitación en su casa. Arriba, en el techo de la habitación, había un pequeño desván. Si mirabas la casa desde afuera, veías que no podía haber mucho espacio en ese desván- a lo sumo podían entrar unas cajas-, pero durante la primer noche, y sin confesárnoslo el uno al otro, escuchamos muchos ruidos que venían de ahí. Ruidos de madera crujir: era como si algo se moviera y caminara ahí arriba. En duermevela, imaginaba que había alguien o algo encerrado, que nos miraba… ¿Pero quién, o qué, podría estar ahí, en un espacio tan chico, con ese frío?
No pude dormir en toda la noche. Azul tampoco.
Al otro día le pedimos a la señora que nos alquilaba si nos podía abrir el desván. Ella se río, y nos dijo que las casas de madera solían crujir con las tormentas de nieve. Que en todas las casas era así. Solo bastó eso, esa risa, para que nos quedemos tranquilos y todo volviera a la normalidad.
Pocas veces sentí tanto miedo como esa noche.
Esa misma sensación, esa misma paradójica sensación de intimidad y desolación a la vez, de estar adentro de una casa cuyas maderas crujen con el viento y por la que las ventanas dejan pasar sonidos que son como el susurro de un muerto, eso es lo que genera en toda su intensidad esta gran novela de Peter Straub.
Escribió varios libros junto a King, y éste llegó a decir, en su ensayo Danza Macabra, que la novela Fantasmas, publicada a principios de los setenta, era uno de los mejores libros de terror de la segunda mitad del siglo veinte. Straub También escribió poesía, pero por lo que más se lo conoce es por su literatura de “fantasía oscura”- como le gusta decir a Mariana Enriquez-, por la que ha ganado varios premios.
No hay muchos más datos sobre él en google- al menos no en castellano.
Pero quería hablar de Fantasmas, la novela a la que hace mención King, que acabo de terminar y que me encantó. Me hechizó, diría.
Tengo que confesar que al principio le tenía cierto prejuicio. Si bien los cuentos de Casa sin puertas me habían gustado- fue lo primero que leí de Straub: un libro tremendo, que recomiendo leer-, el nombre de esta novela no sonaba muy sugerente… ¿Qué historia de fantasmas asusta hoy en día? Las fórmulas de las historias de fantasmas ya están caducas. Cualquier aficionado al terror lo sabe. Oscar Wilde se reía de ellas hace más de cien años.
Sin embargo, no fue como esperaba. Fantasmas es una novela impresionante, y esto por varias razones. En primer lugar, los personajes de Straub son sucios y profundamente realistas: están bien metidos en lo que el filósofo Feinman llamaría “el barro de la historia”, con lo cual la aparición de lo fantástico se vuelve mucho más impactante. Straub sigue acá la fórmula de Roger Caillois: para que la realidad se desmorone y sintamos ese impacto, el mundo de ficción tiene que ser verosímil. Y los personajes de Fantasmas lo son: los personajes de Straub dan la impresión de ser mucho más reales que los del universo de King.
Pero hay otra razón, quizás la principal, por la que creo que la novela es tan atrapante: el clima del libro. Es el clima –o más bien la atmósfera- lo que hechiza al lector.
Estamos en Milburn, una pequeña ciudad del estado de Nueva York que está atravesando el invierno, poco antes de llegar la Navidad. Unos cuantos viejos de clase alta se juntan en un caserón, en una reunión de amigos que tiene algo de sociedad secreta –se hacen llamar “la Chowder Society”- , y se cuentan historias de terror alrededor del fuego del hogar. Afuera hace frío, nieva constantemente (en un principio hace acordar al principio del Eternauta, con los protagonistas jugando a las cartas en una buhardilla, protegidos del clima, mientras afuera nieva y nieva y el clima va destruyendo a la gente), y uno de los viejos, Sears James, cuenta una historia de su pasado: la historia de un niño abusado llamado Feny Bates. Es una historia inquietante. A partir de ahí el libro, como el clima, se oscurece. Los protagonistas ya no serán los mismos.
El apellido de este personaje no es una casualidad. La novela tiene innumerables referencias Otra vuelta de tuerca de Herny James, y de hecho, parece ser toda una reescritura de la misma – aunque incorpora también elementos de muchos otros clásicos entre los que se destaca claramente “La caída de la casa Usher”.
Toda la novela se va desarrollando en ese paisaje nevado y frío del invierno de Milburn, tan hermoso como desolador. La ciudad es un protagonista más, y detrás de toda la narración parece estar en juego la idea de que el paisaje, como el clima, nos determina. O más aún: de que es dueño de nosotros, juega con nosotros, y su belleza, su desolación, su blancura fantasmal, nos puede hechizar y petrificar como la mirada de Medusa. El monstruo, acá, parece no ser más que un producto del invierno feroz de Milburn.
Pascal Quignard cita a Platón cuando éste dice que entre la belleza y el espanto no hay distinción, porque ambos nos dejan estupefactos, inmovilizados, petrificados. De Medusa, como de las sirenas, hay que cuidarse de mirarles a los ojos y de escuchar su voz. Algo parecido sucede con Milbunr:
“Se tenía la sensación de que si uno permanecía bastante tiempo escuchando se oiría el silbido de la nieve decir que estaba esperándolo a uno para atraparlo y transmitirle algún secreto terrible, un secreto capaz de convertir la vida de cualquiera en tinieblas”.
“Si los días eran amenazadores, las noches eran feroces. El viento rugía alrededor de las esquinas de las casas, sacudiendo persianas y ventanas dobles y dos o tres veces por noche una violenta ráfaga se aplastaba contra las paredes como una ola inmensa y con fuerza suficiente para hacer temblar todas las luces. Y a menudo sentía la gente común de Milburn que mezcladas con todos esos golpes y silbidos afuera había voces, voces que no podían contener su regocijo”.
Como sucede con películas como El resplandor o series como Game of Thrones, uno se encuentra aquí envuelto por el relato: durante todo el tiempo que duró la lectura no pude dejar de sentir que yo mismo estaba adentro de uno de esos caserones, calentándome al fuego, y protegiéndome de los terrores que acechaban afuera.
Mientras leía me acordé de algo. Algo que nos sucedió Azul (mi compañera) y a mí hace ya un tiempo.
Hará unos cinco años, cuando apenas nos conocíamos, nos fuimos a Bariloche en vacaciones de invierno. La idea era quedarnos una semana- ya teníamos el vuelo reservado-, pero el día anterior a la fecha de vuelta se produjo una tormenta de nieve tan fuerte que cerraron el aeropuerto. La tormenta siguió al día siguiente, y al otro, y al otro, y nos tuvimos que quedar una semana más.
Si bien yo había ido a Bariloche en mi viaje de egresados, jamás había visto nevar, y nunca en mi vida había sentido un frío tan intenso- hacía más de veinticinco grados bajo cero y caminar al aire libre durante un rato, aún con el mejor abrigo, hacía que te doliera la cabeza. De manera que sin plata, sin poder volver, con la ciudad cerrada, y sin conocernos demasiado, deambulábamos todo el día por ahí un poco desorientados, tratando de pasar el tiempo.
Nos terminamos alojando de unos viejitos que nos alquilaron una habitación en su casa. Arriba, en el techo de la habitación, había un pequeño desván. Si mirabas la casa desde afuera, veías que no podía haber mucho espacio en ese desván- a lo sumo podían entrar unas cajas-, pero durante la primer noche, y sin confesárnoslo el uno al otro, escuchamos muchos ruidos que venían de ahí. Ruidos de madera crujir: era como si algo se moviera y caminara ahí arriba. En duermevela, imaginaba que había alguien o algo encerrado, que nos miraba… ¿Pero quién, o qué, podría estar ahí, en un espacio tan chico, con ese frío?
No pude dormir en toda la noche. Azul tampoco.
Al otro día le pedimos a la señora que nos alquilaba si nos podía abrir el desván. Ella se río, y nos dijo que las casas de madera solían crujir con las tormentas de nieve. Que en todas las casas era así. Solo bastó eso, esa risa, para que nos quedemos tranquilos y todo volviera a la normalidad.
Pocas veces sentí tanto miedo como esa noche.
Esa misma sensación, esa misma paradójica sensación de intimidad y desolación a la vez, de estar adentro de una casa cuyas maderas crujen con el viento y por la que las ventanas dejan pasar sonidos que son como el susurro de un muerto, eso es lo que genera en toda su intensidad esta gran novela de Peter Straub.
También disponible:
[…] CUANDO EL PAISAJE NOS MIRA: RESEÑA DE “FANTASMAS” / Yamil Trevisan […]
[…] CUANDO EL PAISAJE NOS MIRA: RESEÑA DE “FANTASMAS” / Yamil Trevisan […]