UNA REALIDAD ENRARECIDA: RESEÑA DE “FLORES QUE SE ABREN DE NOCHE” DE TOMÁS DOWNEY / Yamil Trevisan

El 15 de enero de 2022, estaba encerrado en mi departamento porque tenía Covid, porque afuera había una ola de calor extrema, y porque además estaban quemando las islas y se respiraba un humo terrible en el aire. Ese día leí por primera vez a Tomás Downey. Su segundo libro de cuentos: El lugar donde mueren los pájaros. Fue una situación extraña: la lectura disparó una sensación de irrealidad que ya desbordaba de por sí en aquel momento.

Generalmente no puedo leer con fiebre. Quiero decir: he intentado hacerlo, pero después no me acuerdo de nada y además me cuesta un esfuerzo horrible. A este libro, sin embargo, lo leí de corrido. Sé la fecha exacta y sé que fue así porque lo tengo anotado en mi diario (tengo anotado, también, ese mismo día, una noticia que salió en Rosario 3 acerca de “una vecina que se tomó con humor las temperaturas extremas y decidió cocinar un huevo frito al rayo del sol”), y me sucede aún ahora que cada vez que intento acordarme de ese enero, siento que los cuentos de El lugar donde mueren los pájaros están mezclados como un caldo en mí con mis propios recuerdos, y me resulta inseparable de la situación social enrarecida que estábamos —y aún estamos— viviendo. 

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Tomás Downey es un tipo jovencísimo: tiene treinta y nueve años. Vive en Buenos Aires y lleva ya tres libros de cuentos publicados. El primero, Acá el tiempo es otra cosaInterzona, 2013—, ganó el premio del fondo nacional de las artes. En 2017 publicó El lugar donde mueren los pájaros, ganador también de varios premios nacionales, y por último, el año pasado apareció en las librerías Flores que se abren de noche (los dos últimos publicados en Fiordo). Además de escritor, es guionista y traductor —ha traducido, entre otras cosas, un libro hermosísimo de Kelly Link, Pasan cosas más extrañas—, da talleres literarios, y también fabrica cerveza artesanal. La marca de la cerveza se llama La bestia.

Se lo suele ubicar en el género fantástico, en el terror, o también en la ciencia ficción. Él prefiere hablar —con razón— de realismo enrarecido. Si bien es cierto que utiliza elementos fantásticos y de la ciencia ficción, éstos no son nunca centrales, sino que aparecen de manera lateral, como una protuberancia, como un estiramiento de lo verosímil con la que se la tienen que ver sus personajes. Lo extraordinario, la pequeña pieza que irrumpe la realidad —unos bichos extraterrestres que caen del cielo sin que nadie lo espere, la posibilidad concreta de revivir a alguien en una empresa que se dedica a la reanimación—, es rápidamente absorbida por la neurosis y  la burocracia de la realidad cotidiana, y los relatos se desarrollan en ese plano, de una manera parecida, por ejemplo, a lo que sucede en la serie Black Mirror (“Los reanimados”, dice la narradora del extraordinario cuento La paciencia, “son útiles para las tareas mecánicas. Muchos trabajan en fábricas, en limpieza. O en seguridad. También son buenos para quedarse quietos muchas horas. Hay negocios que los usan de maniquí”)

Ha declarado que sus influencias cercanas son Mariana Enriquez, Luciano Lamberti, Samanta Schweblin. Más atrás se puede leer, claramente, a Julio Cortázar y a Raymond Carver.

Después de leer El lugar donde mueren los pájaros me encontré con que había salido hacía pocos días a la venta de su último libro, Flores que se abren de noche.

Flores que se abren de noche es muy bueno. Ya no se trata acá de cuentos cortos, como en sus dos primeras obras, sino de otro formato: son cuatro pequeñas novelitas de poco más de treinta páginas, cada una conteniendo todo un universo (uno se pregunta por qué no se escribe más en este formato, por qué hay tan pocas cosas intermedias entre un cuento corto o una novela de trescientas páginas). Lo recomiendo como se recomienda una película o una serie de Netflix o HBO: no podés no leerlo.

Y quizás la asociación con una serie o una película no sea casual, ya que Downey viene del cine, y eso se nota. La prosa seca, corta, directa, que no se explaya mucho en descripciones, los caracteres psicológicos de los personajes trazados a partir de las acciones, el hecho de que esta sea el músculo que sostiene los relatos, el cuadro a cuadro en el que se desarrolla, todo ese conjunto de cosas hace que la percepción de sus historias sea muy cinematográfica: es como si estuviéramos viendo una película de cine indie. Pequeñas películas de cine independiente de ciencia ficción, y de terror argentinas: eso parecen los relatos de este libro. Bien filmadas y con poco presupuesto.

 ¿Qué más puede pedir un lector?

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Los niños siempre han experimentado con los animales. Hay una relación de cercanía, de identificación, entre el niño y el animal, que se pierde a medida que crecemos.

Stephen King cuenta en Danza macabra que cuando era niño un amigo suyo había descubierto un gato muerto en un terreno cercano a la escuela. Cada vez que se encontraban, a la salida, y caminaban juntos de vuelta a sus casas, volvían al lugar donde estaba el gato muerto y lo observaban. Querían ver cómo se deterioraba, cómo se lo comían los gusanos, qué olor salía. Investigaban la muerte: “Éramos como científicos, y el gato que habíamos encontrado era nuestro objeto de experimento”.

El cuento que cierra el libro, Hombrecitos, me llevó a pensar en lo que dice King. Catalina tiene un hombrecito, una mascota que resulta ser un adulto de tamaño pequeño. El hombrecito habla castellano neutro y su única función parece ser complacer a su dueña. De golpe, enseguida entrado el relato, nos encontramos frente a esta situación y nos preguntamos con ansiedad qué va a hacer esta niña triste e inestable con su pequeño hombrecito.

En otro cuento, un CET —se trata de unas cosas extrañas que cayeron del cielo, unos bichos en formas de tubos que no tienen cara ni ningún tipo de orificio—, es adoptado como mascota por la pareja protagonista. En La paciencia, lo reanimados son, también, seres raros que lindan en ese límite difuso entre la mascota y el par humano, con los que “sus dueños” no saben bien qué hacer.

Más allá de que el núcleo superficial de los relatos lo encarnen la mayor de las veces parejas y familias y parezca que se trata de una situación carveriana, por debajo de esta superficie se dibuja muchas veces una relación más oscura: esa tierra extraña de experiencia en la que viven los niños con los animales, esa relación ambigua, transicional, sórdida y tierna, maravillosa y oscura, que constituye la relación entre el niño y sus mascotas y, más fundamentalmente, la relación de experimentación del niño con sus juguetes.

Esta es la tierra que parece explorar Downey en casi todos estos cuentos, a un nivel implícito, en los sótanos de sus historias. Los relatos mismos parecen los productos de un niño que experimenta con sus juguetes, con sus personajes. ¿Qué pasaría si nos invaden unas naves espaciales y de ellas salen unos ositos tiernos que bailan y ríen y nos hipnotizan? ¿Qué sucedería si una nube se engrandece y se engrandece hasta llegar al nivel del suelo durante semanas y meses? ¿Qué sucedería si las mascotas que les regalamos a nuestros hijos fueran hombrecitos pequeños?

Adaptación de portada: Juan Cruz Catena

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