PESADILLAS DE PROVINCIA: RESEÑA DE “GENTE QUE HABLA DORMIDA” DE LUCIANO LAMBERTI / Yamil Trevisan

Descubrí a Lamberti a partir de un artículo del Radar, una breve reseña de La masacre de Kruguer que se titulaba “Luciano Lamberti y los monstruos que habitan en el inconsciente colectivo”. Como soy fan del terror, terminé de leer el artículo e inmediatamente salí a la calle a comprar el libro. La búsqueda no fue simple: acá en Rosario no lo tenían en ninguna librería. Lo tuve que comprar por mercado libre y esperar una semana. Para alguien con el tamaño de mi ansiedad, esa espera puede ser brutal.
La novela era tan buena que no podía creer que existiesen escritores argentinos de terror así en nuestro país. La leí hará unos cuatro o cinco años ya, y todavía me acuerdo de los paisajes pesadillescos de Kruguer y de ese clima frío, hermoso, hipnótico, del invierno en las sierras de Córdoba. Me acuerdo de una escena donde un tipo, un viejo que va a abrir su chocolatería bien temprano, cuando todavía es de noche y el frío es demoledor, ve de reojo a un vecino cruzando la calle desierta en cuatro patas. Todo un pueblo enloquecido, desquiciado, contado a modo de documental. La recomendé y la presté a todo el mundo, y a todo el mundo le gustó. A mi amigo Fede le gustó tanto que enseguida fue a comprarse La casa de los eucaliptos, otro de los libros de Lamberti, y cuando lo terminó y me lo prestó, lo leí de una pasada, en un solo día. Otra vez el terror, aunque esta vez en formato cuento.

Me sorprendió, decía, que existiese un escritor de terror como Lamberti y yo no lo conociera. Porque los aficionados al terror somos así, somos como moscas que cuando encuentran algo que les gusta nos pegamos a eso y queremos extraerle todo lo que tiene. Los fans de terror somos fetichistas, obsesivos, insaciables: siempre queremos que llueva y que truene, siempre queremos monstruos, cadáveres putrefactos y cuerpos destrozados —y mientras más putrefactos y más destrozados mejor— en medio de una buena historia, y cuando encontramos a alguien capaz de darnos algo así, no lo soltamos más. Como los “periodistas independientes” gritaban en la época de Cristina: “¡Queremos preguntar!”, nosotros podríamos juntarnos todos y gritar, con desesperación: “¡Queremos asustarnos!¡Exigimos asustarnos!”.

Lo busqué en Internet, a Lamberti, para verle la cara. Tenía que verle la cara. No sé qué me esperaba. Quizás, como en el cuento de Joe Hill (me refiero a“El mejor cuento de terror”, incluído en su antología Fantasmas), me esperaba a un asesino, a un loco, un tipo con una máscara y una motosierra. Y la primera foto que vi no me decepcionó: Lamberti aparecía casi de espaldas, con sus manos sobre una pequeña máquina de escribir y la cabeza dada vuelta hacia la cámara. Llevaba un cigarrillo en la boca y  tenía la mirada sobresaltada de furia, de locura, o lo que sea, como si lo hubieran interrumpido en un momento de inspiración, es decir, en un mal momento. Parecía Jack Torrance en El resplandor.

A los lectores nos gusta —como a todo el mundo—  alimentarnos de mitos. Nos encanta creer en las imágenes que se forman los escritores de sí mismos. Nos gusta ver a Cortázar fumando en un metro de París, perdido eternamente en el anonimato de la multitud, nos gusta la imagen anacrónica de Borges en medio de una biblioteca gigante y oscura, ciego, siempre ciego y viejo y borgeano; estamos muy dispuestos a prestarle crédito a la anécdota de que Stephen King trabajaba de sepulturero antes de hacerse famoso o a creer que Roberto Bolaño tenía la misma vida que uno de sus detectives salvajes.

Sin embargo, Lamberti no solo escribe terror. Y no es, como uno podría creer en un inicio- o al menos no solamente- un loco con una motosierra. Es un tipo con mucho sentido del humor que en las entrevistas que suele dar- que se pueden encontrar por Youtube-, reflexiona de una manera muy suelta y lúcida sobre el oficio de escribir y la libertad de géneros: los géneros literarios, dice, son fronteras difusas con las que hay que jugar. Ha declarado en alguna entrevista que sus autores favoritos son Faulkner y Ray Bradbury.

Lamberti lleva publicado un libro de poemas, San Francisco Córdoba y dos novelas más, Los campos magnéticos y La maestra rural, además de La Masacre de Kruger. También escribió una biografía novelada de Samuel Beckett llamada Los abetos, por China Editorial.

A principios de este año, en marzo, Random House publicó Gente que habla dormida, un libro de cuentos que reúne dos libros descatalogados y prácticamente inhallables, El asesino de chanchos, y El loro que podía adivinar el futuro—que Lamberti sacó hace unos años en Tamarisco, una editorial independiente que ya no existe y en Nudista— y un libro inédito, Pequeños robos a la luz de la luna.

La distancia de tiempo, extrañamente, no afecta a la unidad del libro. Cuentos como “Perras en pantalones de vestir” o “La naturaleza del amor” se relacionan muy bien con “La canción que cantábamos todos los días” o “El asesino de chanchos”, pertenecientes a otra época de su vida (extrañamente, también, los cuentos de La casa de los eucaliptos, todos fantásticos y de terror,  forman una unidad compacta, aunque muy diferente a la de este libro).

Y Gente que habla dormida quizás genere esa impresión de unidad porque los cuentos que incluye son variados: hay algunos relatos cerrados, clásicos, como “Jers” o “La canción que cantábamos todos los días” (este último una historia de terror indie perfecta -al mejor estilo del filme Déjame entrar-, uno de los mejores cuentos del género que he leído) y otros dónde lo fantástico está trabajado de otra manera, de una forma más abierta, por así decir, dónde las reglas clásicas ya no funcionan.

Quisiera detenerme en un cuento en particular, uno de los que más me gustó, “La mosca en la fruta”.El narrador nos cuenta en primera persona su adolescencia en San Francisco, Córdoba y los ritos de iniciación para hacerse hombre: las peleas —Moroni y Junco, unos pibes de la escuela, se suelen cagar a trompadas afuera de la clase de educación física y son como el paradigma de la puesta a prueba de la virilidad—, la masturbación —“Nos masturbábamos en manada. Eyaculábamos sobre pisos de tierra alisada o cemento. Recuerdo el olor: quisiera no recordarlo”—, las películas porno, y de nuevo las peleas. Una y otra vez, las peleas. Pasados los cuarenta años del protagonista, Moroni y Junco aún se siguen peleando, y ese elemento que no cambia, que se eterniza y que de alguna forma hace que esta historia se incline levemente hacia el género fantástico,  parecen ser el símbolo de los mismos años noventa, la falta de horizonte de los noventa en un pueblito del interior, la televisión prendida todo el día, la brutalidad machista y homofóbica sin sentido, los Guns N‘ Roses sonando en las calles desiertas. Los noventa, parece decirnos Lamberti, más que un fantasma que vuelve, es algo que nunca se ha ido, un país de zombies que jamás vamos a dejar atrás.

“Ahora tenemos cuarenta años y nos juntamos a comer asados descomunales y recordamos la época donde estuvimos a punto de morir. Odio los recuerdos. Odio esa mierda nostálgica. Odio el colegio dónde fuimos e incluso, en gran medida, odio a mis compañeros. Odio las juntadas de mis compañeros de secundaria. Son olorosas y brutales. Las odio. Y sigo yendo, cada vez que nos juntamos.

—¿Para qué vas? Me pregunta mamá.

—Qué sé yo para qué mierda voy, le digo.

Mamá está muerta.”

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