I
En el año 1926 Freud le escribe una carta dedicada a Romain Rolland, reverenciándolo como artista y como apóstol del amor humanitario. Dice que al conocerlo quedó profundamente sorprendido por la fuerza y voluntad del escritor francés. Un año después, 1927, en su estudio El porvenir de una ilusión, Freud intentó pensar lo que el hombre común concibe como religión, es decir, “el sistema de doctrinas que por un lado le explican con integridad los enigmas de este mundo y por otro le aseguran que la Providencia guardará su vida y recompensará en una existencia posterior las eventuales privaciones que sufra en esta”. Freud se inclinaba a considerar las necesidades religiosas como una derivación del desamparo infantil y de la nostalgia que un padre protector suscita. En diciembre de ese mismo año, Rolland le contesta a Freud por carta e indica allí una crítica a su último libro. Le dice que le hubiera gustado verlo analizar el sentimiento religioso espontáneo, la sensación religiosa, el hecho simple y directo de la sensación de lo eterno, que bien pudiera no ser eterno sino más bien sin límites perceptibles y como oceánico. El siguiente libro de Freud, El malestar en la cultura, publicado en 1929, comienza respondiendo a esta crítica. Freud reconoce que esa carta de Rolland lo puso en un verdadero aprieto, dado que él jamás había experimentado tal sentir. “No logro descubrirlo en mí”, escribe Freud, y tampoco cree posible describir las manifestaciones fisiológicas de tal sentimiento. Freud caracteriza lo oceánico como un sentimiento de indisoluble comunión, inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Y para tratar de entender analíticamente dicho sentimiento propone pensar la vía evolutiva del Yo, “instancia que originalmente incluye todo y luego desprende de sí un mundo exterior”. Nuestro actual sentido yoico, escribe Freud, no es más que un residuo atrofiado de un sentimiento más amplio, de envergadura universal, que correspondería a una comunión más íntima entre el yo y el mundo circundante. El problema se desarrolla entonces entre los límites del yo y el mundo exterior, la demarcación del primero respecto del segundo. Dicha frontera se presenta engañosa, debido a que el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con el Ello[1] , al cual viene a servir como de fachada. Los límites del yo con el mundo exterior no son inmutables, por ende, puede arriesgarse esta hipótesis: el sentimiento oceánico correspondería a una temprana fase evolutiva del yo donde el adentro y el afuera se confundían, donde lo externo permeaba continuamente y lo interior pulsaba sobre las cosas del mundo.
II
La mañana del viernes 16 de abril de 1943 el químico Suizo Albert Hoffmann entró en contacto casi por accidente con una sustancia con la que venía experimentado en su laboratorio. Anotó en su diario: “En el curso de la tarde me he visto obligado a interrumpir mi trabajo y volver a casa para cuidarme por hallarme preso de una insólita agitación acompañada de ligeros vértigos: al llegar, me tendí y quedé sumergido en un estado de semi embriaguez muy agradable, caracterizada por una actividad extrema de la imaginación. Al cerrar los ojos vi desfilar, como en un caleidoscopio, un rosario ininterrumpido de fantásticas imágenes, de un relieve y riqueza de colorido extraordinarios”.
Hoffmann aisló el ácido lisérgico al que condensó con una amina secundaria, la dietilamida, y lo fijó agregándole tartatro neutro, que lo hace soluble en agua. A partir de allí, el Laboratorio Sandoz enviaba a diferentes partes del mundo ampollas de LSD a quienes lo solicitaran con fines científicos y experimentales.
Por aquel entonces se sostenía que el LSD actuaba primero sobre el inconsciente y que el fenómeno subsecuente era expresión de la acción del inconsciente sobre la conciencia. Desde el punto de vista psicológico se sostenía que tanto el LSD como la mescalina actuaban ayudando al paciente a asociar recuerdos conscientes con representaciones menos conscientes, más fácilmente de lo que es capaz de hacer en estado de vigilia. Observaban que, si bien parte del Yo se anula o se mantiene ocupado en fantasías, una parte permanece atenta y vigilante —aquella denominada por Fenichel como Yo observador— manteniendo cierto control sobre lo que ocurre y pudiendo registrarlo, lo que explicaría que luego pueda reproducirse como recuerdo. Esto les permitía afirmar que tanto el LSD como la mescalina actuaban sobre algunos sectores del Yo mientras otros sectores permanecían integrados, posibilidad que no se daba con otras drogas o con la hipnosis. Los mecanismos mediante los cuales dichas sustancias producen una aminoración de la angustia y de los síntomas obsesivos permanece aún en debate científico.
La mescalina es el principio activo de un cactus conocido popularmente como peyote. Fue aislada e identificada en laboratorio por Heffter en el año 1896. Sin embargo, el uso del cactus se remonta a la época previa a la conquista española, sobre todo por los indígenas del norte de México. Se usaba para curar el dolor de las piernas aplicándolo sobre ellas, e ingiriéndolo originaba la propiedad de predecir o prever cualquier acontecimiento,[2] como por ejemplo determinar el momento en que atacarían los enemigos. El uso del peyote se difundió desde el Norte de México, pasando por el río grande y llegando al sur de EEUU posiblemente a comienzos del siglo XVII. Según el antropólogo Slotkin, la tribu Menominis, creía que, al comer el peyote bajo un ritual adecuado, se incorporaba algo del Gran Espíritu, del mismo modo que el cristiano cree introyectar ese poder al ingerir la hostia. Las primeras auto experiencias con mescalina en EEUU se realizaron en el año 1895 y más tarde Havelock Ellis publicó una nota sobre los fenómenos de la intoxicación mescalínica en sus auto experiencias.
III
Puede afirmarse, según el psiquiatra argentino Alberto Tallaferro, que uno de los primeros autores que se ocupó con seriedad y constancia de la utilización de drogas para la producción de psicosis artificiales fue Kraepelin, quien en el año 1883 estructuró un plan para el uso sistemático de sustancias para tal fin, sosteniendo la hipótesis de que existían aspectos de los fenómenos psicológicos elementales —la alucinación, la intuición delirante, el neologismo, la frase interrumpida— que podían estudiarse bajo el efecto de dichas sustancias. A partir de allí se ha discutido durante décadas si la sintomatología producida por intoxicación es igual o semejante a la de los esquizofrénicos, pero lo que queda claro es el motor que guiaba dichas experiencias: producir artificialmente aquello que en los enfermos mentales se desataba, por decirlo de algún modo, de forma espontánea o producto de un desarrollo patológico.
En Argentina, a mediados del año 1950, un grupo de psicoanalistas nucleados en la APA investigaron con el uso de sustancias estimulantes o coadyuvantes en los tratamientos que realizaban. Las experiencias con ácido lisérgico combinado con psicoanálisis se llevaron a cabo al mismo tiempo que se investigaban los nuevos psicofármacos. Se experimentaba con una terapia combinada de análisis con una sesión mensual prolongada bajo los efectos del LSD, en presencia del analista. Quienes decidieron investigar el asunto fueron Luisa Álvarez de Toledo, Alberto Fontana y Francisco Pérez Morales. La hipótesis que sostenían era que el LSD, al disminuir la represión, le permitía al analista un acercamiento más directo a las defensas fundamentales del sujeto, que, al ser vivenciadas e interpretadas, podían modificarse. La psiquiatría contemporánea, basada en la idea de Reich sobre la coraza caracterológica, sostuvo una terapia de modificación del carácter, algo a lo cual el psicoanálisis freudiano se rehusaba.
Los trabajos de los analistas arriba mencionados encontraron fuertes resistencias dentro de la APA. Por un lado, los resquemores morales, teóricos y prácticos, y por otro, el problema político: que se le diera un uso indiscriminado por fuera de lo terapéutico, punible por ley. Jorge García Badaracco fue analizante de Luisa de Toledo durante 4 años y por un lapso de 2 años trabajaron con LSD. Badarracco se graduó en medicina y durante la década de 1950 se formó en París con Henry Ey y asistió al seminario de Lacan desde 1951 a 1953. En 1958, de regreso a la Argentina, ejerció el cargo de presidente de la APA, cargo que volvió a ejercer en 1980 y 1984.
Relató que el trabajo con Toledo era extenuante, dado que las sesiones se prolongaban hasta 6 horas. Bajo el efecto de la sustancia se conversaba sobre lo que él iba sintiendo: “Yo me sentía una catedral, una especie de megalomanía. La identificación directa, como el esquizofrénico que se identifica con un objeto y se siente por ejemplo una piedra. Se podía estudiar ese tipo de fenómenos psicóticos. Durante sesiones posteriores, con dosis mayores, tenía la sensación de hundirme en el mar, aparecían cosas relacionadas a la muerte, a la profundidad, al silencio. Me impactó mucho que una sustancia química pudiera activar y movilizar representaciones mentales, emociones, estados anímicos. Recuerdos y vivencias de la infancia, quizá olvidados. La posibilidad de conectarme con profundidades que uno piensa que los pacientes pueden tener y que uno ni se aviva si no ha pasado por alguna experiencia personal que pueda tener algo que ver con eso. Indudablemente me provocaron una modificación, apertura y vivencias que llevaron a un cambio. Aún tienen cierta vigencia para mí, estoy encantado de haber hecho esas experiencias”.
Los tres analistas arriba mencionados fueron separados de la APA dado que, como contó Marie Langer, “nos unimos en la decisión porque la huida de la realidad exterior se nos había hecho demasiado evidente y escandalosa”.
Sobre finales de los años ‘60 las sustancias empleadas se declararon ilegales en Argentina, siguiendo a otros países en el mundo y las experiencias quedaron interrumpidas. Las drogas alucinógenas quedaron fuera de la clasificación misma de psicofármacos y una época de experimentación sobre los modos de percibir y de significar parecía llegar a su fin.
IV
Freud escribió “La represión” como parte de los llamados textos metapsicológicos en el año 1915. Allí sostenía que esta, como operación psíquica y como concepto teórico, representaba el pilar fundamental sobre el cual descansaba todo el edificio del psicoanálisis. La esencia de la represión, escribió,“es rechazar y mantener alejados de la consciencia a determinados elementos y no representa un mecanismo de defensa originariamente dado, sino que el mismo surge luego de haberse establecido una precisa separación entre la actividad anímica consciente e inconsciente”. Supuso Freud una represión originaria, primitiva, en que a la representación de una pulsión se le negaba el acceso a la consciencia. Dicho rechazo producía una fijación, es decir, dotaba a la representación psíquica del carácter de inmutabilidad. Dicha representación ejercería desde entonces una atracción permanente sobre todo aquello con lo que es dable entrar en contacto. Aquello reprimido primitivamente se halla dispuesto a acoger todo lo rechazado por la consciencia. Pensémoslo como un punto de atracción: el punto desde donde algo es aspirado, efecto de dicha represión originaria que aspira las otras represiones que se producirán luego.
Se abren a partir de ella una serie de ramificaciones psíquicas sobre la cual actúa lo que llamó represión secundaria o propiamente dicha. La represión, como mecanismo psíquico, no impide que las representaciones reprimidas se organicen, creen ramificaciones y establezcan relaciones entre ellas. De algún modo crecen en la oscuridad y encuentran formas de expresión que producen un extrañamiento radical en el sujeto, dando la sensación de algo ajeno, es decir, en tanto reprimidas escapan al control voluntario del sujeto. Con esto quiere decir Freud que no es cierto que la represión mantenga alejadas de la consciencia a las ramificaciones de lo originariamente reprimido. Dichas ramificaciones, a medida que se distancia del núcleo reprimido, encuentran la forma de deformarse y a partir de allí encuentran el acceso a la consciencia. En ello radica la regla de la asociación libre: se invita al paciente a producir ramificaciones de lo reprimido, que por estar deformadas pueden burlar la censura. La ocurrencia del paciente es el material sobre el cual se edifica una traducción consciente de la idea reprimida.
Freud halló en el chiste una operación mediante la cual se produce una modificación en el funcionamiento de las fuerzas psíquicas, permitiendo una suerte de trasmutación del displacer en placer. El chiste como una suerte de medio técnico a partir del cual se conmueve la represión de una representación produciendo el levantamiento de la misma. Sin embargo, dicho levantamiento es pasajero, volviendo a restablecerse al poco tiempo.
La dinámica de la represión supone un juego de fuerzas permanente, un camino parecido al de Sísifo, que, una vez llegado a la cumbre de la montaña, la piedra que empujó hasta allí vuelve a rodar cuesta abajo, haciendo que deba empujarla nuevamente. El mantenimiento de la represión supone un gasto energético continuo, debido a la presión que ejerce lo reprimido, que busca el modo de expresarse. Levantar una represión, creía Freud, supone un ahorro de energía. Y creía, además, que durante el dormir se experimentaba una suerte de aminoración de la función censora, que mediante la formación del sueño como producto psíquico el contenido reprimido encontraba cierta figuración.
V
La denominación Estados Modificados de Conciencia (EMC) se ha ido convirtiendo progresivamente en un concepto, aunque no existe en la actualidad consenso respecto de cuáles son los mecanismos psíquicos implicados en los mismos ni tampoco una teoría que unifique criterios terapéuticos para su instrumentalización. A los EMC se puede acceder mediante el uso de diferentes sustancias o prácticas. Se pueden emplear psicoactivos (como el peyote, la mescalina o la ayahuasca) a partir de prácticas sonoras mediante cuencos, a través de la danza o de ciertas prácticas físicas sometido a altas temperaturas como algunas formas del yoga o la meditación, realizando ayunos prolongados o ejercicios que incluyen una forma de respiración denominada hiperventilación. Se pueden experimentar a su vez en diferentes contextos: ceremoniales, psicoterapéuticos o simplemente recreativos. Quien accede a dichos estados puede estar solo, acompañado o en grupos. De lo dicho se desprende una suerte de dispersión respecto al hecho de poder caracterizar de forma unívoca a los EMC.
Según el psicoanalista entrerriano Domingo Nanni los factores que configuran los EMC son los siguientes: a) una nítida disociación funcional del Yo observador, b) significativo incremento de su función de autobservación, c) activación de un diálogo interior, d) un estado regresivo con conservación de las funciones del Yo observador. Según Nanni, lo que se indica como regresión en el último punto se corresponde con la activación de sectores primitivos de la vida psicosomática, que regularmente se hallan no concientizados, es decir, que no están presentes en la conciencia pero que, mediante determinadas condiciones, pueden encontrar la vía de acceso. Según la primera tópica freudiana, serían contenidos preconscientes. Es ese estado de ampliación del campo de la conciencia el que, para Nanni, hace posible a modo de resultado, la captación de fenómenos y estados personales tanto integrados como no integrados.
Los fenómenos no integrados representan, quizá, uno de los asuntos más problemáticos respecto del uso de sustancias o prácticas que producen modificaciones en la conciencia. Puede afirmarse, incluso, que es uno de los mayores temores en quienes realizan por primera vez una ceremonia con plantas sagradas: la posibilidad de que emerja un contenido o una sensación corporal inmanejable y que desestructure el psiquismo de tal modo que la persona sufra consecuencias permanentes en su salud. La sospecha de que determinadas sustancias producen un rebajamiento de la función censora o de la represión como mecanismo adaptativo y/o funcional al sujeto es aquello que se presenta como problemático, es decir: si la conciencia ha rechazado por intolerables determinados contenidos y los mismos han permanecido en dicho estado, es porque representan una fuente de displacer tal que acceder a los mismos de una forma abrupta implicaría un colapso subjetivo de secuelas inesperadas. Sería necesario incluir en este ensayo un apéndice con testimonios de quienes se ofrezcan a darlos, para intentar una mayor penetración en este asunto. Por el momento sólo podemos apuntarlo como prejuicio.
Retomemos por un momento el asunto de los estados no integrados. El pediatra y psicoanalista inglés D. Winnicott desarrolló el concepto de Sostén (holding) atribuyéndolo a un atributo que desarrolla la función materna. Winnicott utilizaba la palabra sostén para referir a todo lo que la madre es y hace en ese período del infante que caracteriza como de dependencia absoluta. El término proviene del verbo to hold que significa sostener, amparar, contener. En el desarrollo emocional primitivo del infante el concepto de holding describe la función materna que permite la continuidad existencial del niño, la madre que sostiene al bebé con tranquilidad (sin miedo a dejarlo caer) adecuando la presión de sus brazos a las necesidades de su bebé, lo mece con suavidad, le susurra o le habla cálidamente, proporcionándole la vivencia integradora de su cuerpo. La hipótesis de Winnicott es que el sostenimiento facilita la integración psíquica del infante. Lo que hace Winnicott es describir las etapas tempranas del desarrollo infantil en relación con el funcionamiento de la madre. En este sentido y durante esta etapa recomienda concebir al bebé como un ser inmaduro que está constantemente al borde de una angustia inconcebible. Lo que mantiene a raya dicha angustia es la función materna: la capacidad de ponerse en el lugar del bebé y darse cuenta de lo que éste necesita en el manejo del cuerpo y por lo tanto de la persona. Para Winnicott la angustia inconcebible tiene sólo unas pocas variedades: a) fragmentarse, b) caer interminablemente, c) no tener ninguna relación con el cuerpo, d) no tener ninguna orientación. Se reconocerá a su vez que esto forma parte de las propiedades sintomatológicas de las angustias psicóticas.
Según este desarrollo el principal objetivo de la maduración infantil se resume en los diversos significados de la palabra “integración”. Dicha integración depende —Winnicott no se cansará jamás de subrayarlo— de la protección del yo infantil proporcionada por la función materna. Dicha protección permite erigir una personalidad sobre la base de una continuidad, del “seguir siendo”. Todas las fallas que interrumpan esa continuidad —fallas ambientales— provocan que el niño deba reaccionar. Esas reacciones, afirma Winnicott, si se reiteran persistentemente, quiebran el seguir siendo e inician una pauta de fragmentación del ser. Mientras el niño esté relajado —esto implica cierta previsión del ambiente, sin alteraciones inesperadas— no sentirá la necesidad de integrarse, ya que dicha función es realizada por el yo auxiliar que representa la madre. La angustia inconcebible o arcaica, según la terminología Winnicottiana, resulta del fracaso del sostén en la etapa de la dependencia absoluta. Si el niño debe reaccionar al ambiente que se le presenta caótico lo que aparece es una desintegración, es decir, una defensa. Dicha defensa tiene la ventaja de ser producida por el bebé y no por el ambiente, lo que en términos psicoanalíticos permitiría que se vuelva material analizable.
VI
La conciencia no es un carácter general de los procesos anímicos sino una función harto especial de los mismos, sostenía Freud. Es una función —la conciencia— de un sistema al que denominó P-Cc (preconsciente – consciente). Dicho sistema se halla situado en la frontera entre el interior y el exterior, es decir, está vuelto hacia los estímulos que provienen del mundo exterior y además envuelve a los otros sistemas psíquicos. Freud adhiere así a cierta anatomía “localizante” que ubica la sede de la conciencia en la corteza cerebral, es decir, sobre la superficie del cerebro.
En el capítulo IV de su libro Más allá del principio del placer, Freud especula acerca de los procesos excitatorios dentro del aparato psíquico, su decurso y sus implicancias. Dicho texto se enmarca en su programa de metapsicología, que incluye el ya citado La represión, junto con Duelo y melancolía, Pulsiones y destinos de pulsión y Lo inconsciente. La intención de esta serie de textos era esclarecer y profundizar los supuestos teóricos que se podrían colocar como base del sistema psicoanalítico. Fueron escritos todos en el espacio de seis semanas.
Es así que Freud supone al sistema P-Cc como aquel que no conserva ninguna huella mnémica de los procesos psíquicos sino tan solo es donde se hacen conscientes. Las huellas del proceso excitante, es decir el recuerdo, se producen en los sistemas vecinos cuando se propaga la excitación. La conciencia no puede almacenar recuerdos ya que pronto vería limitada su capacidad para recibir nuevas excitaciones. Las excitaciones psíquicas se gastan en el proceso de devenir conscientes.
El ensayo freudiano pulsa hacia aquello que sólo puede formularse de manera especulativa: cuál es el origen de la conciencia. Se representa entonces un organismo viviente en su máxima simplificación, una vesícula indiferenciada de sustancia excitable. La superficie de dicha sustancia estaría vuelta hacia el exterior y serviría de órgano receptor de las excitaciones, pero pronto vería modificada su estructura por el incesante aflujo —ataque dice Freud— de las excitaciones exteriores. Para no ser destruida por las mismas debe estar provista de un dispositivo protector contra las excitaciones. “Para el organismo vivo la defensa contra las excitaciones es una labor casi más importante que la recepción de las mismas”.
Lo que sucede con los organismos superiores es que aquello que inicialmente se encontraba en la superficie —la capa cortical— paulatinamente comienza a retirarse hacia el interior, pero algunas partes de ella permanecen en la superficie. Estas partes son los órganos de los sentidos, que contienen dispositivos específicos para la recepción de excitaciones. Sin embargo, una característica especial de dichos órganos es intentar siempre reducir las cantidades de excitación, tomando del mundo sólo pequeñas partes, comparándose con unos tentáculos que palpan la superficie de las cosas, pero luego se retiran de ellas. Aquellas excitaciones que proceden del exterior y que poseen una suficiente energía para atravesar la protección son las que Freud denomina como traumáticas. El concepto de trauma exige la relación a una defensa contra las excitaciones que ha fallado. Cuando el aparato anímico se ve inundado por grandes masas de excitación, la labor que emprende es la de dominarlas, es decir, ligarlas psíquicamente y procurar su descarga. Así queda signado el sentido económico del trauma: designa aquellos sucesos que aportan, en brevísimos instantes, un enorme incremento de energía, haciendo imposible la supresión o asimilación de la misma por medios normales, provocando de este modo perturbaciones duraderas del aprovechamiento de la misma.
Como ya lo había esbozado anteriormente en La interpretación de los sueños, para Freud la principal función de la mente es la de dominar cualquier excitación, con el objetivo de restaurar el estado previo de reposo. Freud hizo derivar su idea de la primacía del principio del placer sobre los procesos anímicos de otra de Fechner, que la llamó tendencia a la estabilidad. Es decir, el principio del placer —esa tendencia del aparato anímico a mantener las cantidades de excitación en el menor umbral posible— se deriva del principio de constancia.
VII
Algunos años después de la publicación de la metapsicología freudiana, en 1954, y del otro lado del Atlántico, el escritor y ensayista británico (radicado en EEUU) Aldous Huxley escribe un ensayo titulado Las puertas de la percepción, donde da cuenta de los efectos producidos en él por la mescalina. En dicho ensayo se aboca no sólo a dar un testimonio de los efectos sensorios de la sustancia sino también a pensar lo que se conoce como EMC y la función de la conciencia en el ser humano. Allí se da cita con el escritor francés Henri Bergson y escribe que se debe atender con mucha seriedad lo que éste había considerado acerca de la memoria y los sentidos. Bergson sugería, a principios del siglo XX —es decir, contemporáneamente a la producción metapsicológica de Freud— que la función del cerebro, sistema nervioso y órganos de los sentidos es en principio eliminativa y no productiva. “Cada persona en cada momento es capaz de recordar todo lo que le ha pasado y de percibir cuanto está sucediendo en cualquier parte del universo. La función del cerebro y del sistema nervioso es el de protegernos de ser abrumados y confundidos por esa masa de inútiles e irrelevantes sensaciones, impidiendo el pasaje de lo que podríamos percibir o recordar simultáneamente en cualquier momento, dejando actuar, por el contrario, sólo una específica selección de lo que pueda ser prácticamente útil”. De acuerdo a tal teoría, escribe Huxley, cada uno de nosotros sería algo así como potencialmente inteligencia libre, pero en la medida que somos animales nuestro lema es sobrevivir a toda costa. Para que la supervivencia biológica sea posible —continúa— la inteligencia libre tiene que ser embudada mediante la válvula reductora del cerebro y sistema nervioso. Lo que aparece entonces en el extremo interno de la conciencia representa una suerte de goteo de la percepción, algo parecido a esa imagen que proponía Freud de los tentáculos que sólo rozan la superficie de las cosas.
A Huxley se le pidió una vez que intentara dar cuenta, sucintamente, de una imagen que permitiera figurarse el efecto del consumo de mescalina en el organismo humano. Éste pidió al entrevistador que se imaginara viviendo como dentro de un tonel de madera con algunos orificios, cada uno destinado a los órganos sensoriales, pero principalmente para la visión, quizá el sentido más activo y sensible de todos. Al tomar mescalina es como si nos quitaran el tonel, decía Huxley. Esto, para el aparato psíquico supuesto por Freud, representaría un exceso de excitación tal que debería hacer grandes esfuerzos por dominarlas. Sería profundamente traumático en el sentido de que la magnitud superaría con creces la capacidad de asimilación.
VIII
¿Cómo podría definirse la esencia del trabajo analítico, su finalidad, su “hacia dónde”? La pregunta siguiente sería: ¿mediante qué medios se puede alcanzar dicho objetivo? Las cuestiones técnicas formaron parte de las principales inquietudes de Freud en su búsqueda de transmitir lo que consideró una práctica imposible. Podríamos arriesgar, como primer intento, que la apuesta a una cura analítica es una transformación: transformación de lo inconsciente en consciente. “La eficacia de nuestra terapia no va más allá de la medida en que le es posible transformar lo inconsciente en consciente” escribió Freud, en La XVIII Conferencia de introducción al psicoanálisis. La transformación de ese contenido exige tiempo para desarrollarse. En palabras de François Jullien, “se realiza sin marcas ostensibles, a la vez que entabla una mutación global. No puede evaluarse sino a posteriori, cuando por fin un bloqueo se ha levantado y constatamos sorprendidos el resultado”.
Si de lo que se trata en un análisis es de que se muevan cosas en uno mismo de modo que ya no seamos retenidos atrás y podamos avanzar, la pregunta ahora nos lleva hacia la posición de quien escucha. ¿De qué modo opera su trabajo para alcanzar dicho objetivo en el analizante? ¿Opera por instrucción, por sugerencia, influyendo al analizante de modo que pueda ir más allá de sus inhibiciones? De todas estas operaciones se ocupó Freud, a través de sus fracasos en la dinámica de sus transferencias (a veces influía, sugería, a veces se identificaba con sus pacientes o familiares). Y en ese derrotero distinguió algo esclarecedor: Si el analista le transfiere su saber al paciente, “comunicándoselo”, develando el sentido de lo que le sucede, eso no puede tener mucho resultado más que como puesta en marcha de una cura —según la expresión de Jullien—. Si se le hace saber al paciente el sentido de su síntoma, el paciente sabrá entonces algo que antes no sabía y sin embargo lo sabe tan poco como antes. Es ahí donde Freud aclara que existen distintos géneros de conocimiento y que no todos poseen el mismo valor psicológico. “El conocimiento del analista y el del paciente no pueden tener el mismo efecto”, subrayaba Freud. El analista lo que puede comunicar es la existencia de determinados procesos psíquicos, pero no puede develar el sentido que tienen los mismos, pues ese conocimiento le pertenece al paciente. “El conocimiento de dicho sentido”, escribe Freud, “se halla basado en una transformación interna del paciente, que sólo mediante una labor psíquica continuada puede conseguirse”.
Recuerdo que cierta vez, con mi anterior analista, hablábamos sobre el tiempo de la sesión, sobre el tiempo dedicado a cada paciente. Ella dijo algo relativo a que algunos pacientes necesitan tiempo para desplegar sus asuntos y que ese tiempo estaba en estrecha vinculación con la angustia que produce hablar. Me dejó pensando en la palabra paciencia, en que, si el analista se precipita, se atolondra, aquello que la asociación libre va abriendo en el paciente, puede fácilmente obturarse. El trabajo que realiza el analizante puede ser favorecido, ciertamente, por la labor del analista, puede ser inducido, estimulado —como decíamos anteriormente— pero el analista no puede forzar la marcha del trabajo que el paciente necesita hacer.
Para ilustrar esta idea, el filósofo francés François Jullien en su libro Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis toma un desarrollo de Mencio que habla del camino del agua: “hasta que no haya colmado la cavidad que está en su paso, el agua no va más lejos”. Es imposible, dice Jullien, saltar etapas, forzar la comprensión. En cambio, cada vez que ha llenado la cavidad encontrada el agua se desborda por sí sola para avanzar. Y que lo mismo ocurre con la mente: a partir de lo que ha empezado a aclararse en nosotros gracias al esfuerzo, luego la iluminación alcanzada se propaga y se infiltra en los menores rincones y se comunica poco a poco, por todas partes.
La pregunta con la que finalizamos este ensayo y que será el punto de partida del siguiente es más o menos así: ¿pueden los estados ampliados de conciencia favorecer el trabajo analítico en el sentido de aportar material —que en condiciones habituales se muestra inaccesible— para a posteriori ser integrado psíquicamente en una dirección propiciatoria a la salud del sujeto? ¿Qué riesgos se corren a la hora de trabajar con sustancias coadyuvantes en tratamientos terapéuticos bajo la premisa de que de ese modo se avanza con mayor facilidad o se obtienen resultados en tiempos breves? ¿Pueden las sustancias psicodélicas ser puestas al servicio de la lógica capitalista en el sentido de que su uso propicie una mayor productividad en el sujeto?
[1] En conversación con el psicoanalista Juan Pablo Hetzer, éste me señaló que cuando Freud mostró cómo opera la represión en términos tópicos, económicos y dinámicos, intentaba asegurar la idea de función, es decir, de la necesariedad de esa fuerza de contracarga, que opera no sólo de un modo defensivo sino también produciendo estabilidad en el sujeto.
[2] Freud concebía la idea de un núcleo patógeno al cual no se puede acceder de manera directa, sino por medio de asociaciones laboriosas, produciendo una especie de cercamiento del contenido reprimido. Cercarlo implicaba errarle, es decir, tramando contacto con lo reprimido de modo sesgado, oblicuo, como si el trabajo terapéutico consistiera en una espiral que a medida que avanza, puede ir produciendo la activación de contenidos desconocidos para el sujeto. Lo fundamental aquí radica en la progresión paulatina del trabajo psíquico: sólo así se vuelve realmente terapéutico para el sujeto.