Yamil me manda a mi teléfono un WhatsApp que no recibo porque mi aparato murió en el inodoro. Entonces le escribe a Leandro para que me lo transmita. Me propone escribir para la revista. El tema: mi encuentro con el psicoanálisis en Barcelona. Hago borradores intentando hilvanar un hilo, rescatando del olvido algunos trayectos. Me enredo en la paradoja de escribir borradores. Cuento con dos destinatarios que los van leyendo: Leandro y Yamil. Se establece así una correspondencia entre nosotros.
Jaques Lacan jugaba con las palabras letra y carta, que en francés son la misma.
Lo que sigue, es un intento por escribir esa carta, que en estos años en Barcelona, no me animé a escribir.
Entre el caos de la biblioteca de mi casa encuentro un cuaderno, en el interior hay: un collage, unos dibujos y algunos sueños del año 2016.
Sueño que estoy sola sumergida en un río de aguas marrones. Hay un puente por donde cruza un camión grande y viejo. Intento atravesarlo pero quedo a mitad de camino entre un lado y el otro. Antes del impacto, del accidente, me despierto.
Barcelona es una ciudad que limita con el mar mediterráneo al este, la sierra de Collserola al oeste, el río Llobregat al sur, y el río Besós al norte.
Desde el año 2012 vivo en esta ciudad en donde caminar hacia adelante puede equivaler a volver al punto desde donde partiste, una y otra vez. Un laberinto.
Vengo del litoral argentino, de su llanura, los relieves me desorientan y hay veces que me pierdo en lo discontinuo de las montañas. Algunos días extraño ver la línea nítida del horizonte con ese cielo inmenso, y la extranjeridad también es geográfica.
Cuando me fui de Rosario me llevé en la billetera un papelito con la dirección de correo electrónico de mi analista de entonces, le dije que le escribiría cuando llegase, lo hice después de dos años. También nos trajimos con Leandro un tocho de papeles de nuestra universidad, eso que se llama expediente académico. Yo desconfiaba de mi capacidad para cuidar de todo eso tan importante, ya que en Rosario me había olvidado dos veces mi diploma, una en un locutorio, y otra en una verdulería. Ambos locales eran contiguos en calle Mendoza, a la altura de Laprida, ahí por esa zona donde yo vivía en ese entonces. Teníamos también una carpeta, de esas que le gusta armar a Leandro de “papeles importantes”, contenía certificados de prácticas, y trabajos en instituciones por las que habíamos pasado.
Al llegar a Barcelona escribimos en una libretita, una lista con las referencias y direcciones de instituciones de psicoanálisis en la ciudad, las fuimos marcando en un mapa de papel. Un mapa que yo no sabía leer. En ese entonces me perdía porque era una recién llegada y porque además me desoriento en todos lados, menos en el pueblo donde nací. Soy de las que caminan para ver hacia dónde se mueve la flechita cuando uso el Google Maps, que en ese momento no existía.
Teníamos cierta idea, extraída no sé de dónde, de que el psicoanálisis habitaba en los consultorios de las zonas altas de la ciudad y un poco en soledad.
Sabíamos que una gran cantidad de analistas habían emigrado en épocas de dictadura en Argentina y es así como varias instituciones fueron fundadas por ellos. Tengo un recuerdo borroso de un encuentro con una mujer psicoanalista, bastante mayor, que nos dijo que teníamos que cambiar el chip, representó la idea con un ejemplo: “si aquí ustedes van a la verdulería tienen que decir ‘plátano’ en vez de ‘banana’” sugiriendo que nos resignáramos de encontrar grupos de estudio donde leer con pares, dijo que aquí las cosas no funcionaban de esa manera. ¿Cuántas palabras dejé de decir? ¿Cuántas perdí? “Fiaca” no es igual que “pereza”, y “extrañar” no es lo mismo que “echar de menos”, ¿y prolijidad? No se entiende y no tiene sustituto. La cuestión de los grupos de estudio parecía ser un poco cerrada. Y si bien Leandro alentaba la idea de rastrear las huellas de la biblioteca fundada por Masotta, pasaba el tiempo y yo sentía que una marea me arrastraba, alejándome poco a poco de la orilla del psicoanálisis.
Poc a poc es una expresión del catalán, lengua que me sorprendió, y que cuanto más era la presión que sentía por hablarlo, más me aferraba a mi acento santafecino, y a ese gusto por comerme algunas letras. Trabajar varios años en una escuela infantil hizo que me soltara un poco con el idioma, pero al igual que esos niños que entienden todo y no dicen ni mú, me quedé en ese umbral, en ese litoral, entre la oreja y la boca. Aún así no enmudecí. Gran parte de la plata que tenía la gastaba comprando lanas y no podía parar de tejer.
Leandro fue como un amarre que me sostenía en el movimiento de la vertiente de agua. Él tenía otro suelo (o al menos yo lo suponía) y eso le permitía estar buscando, proponiendo, invitando a construir espacios. Es así como concurrimos a algunos, y luego armamos otros. Yo elegía quedarme en la sombra, hacerme la distraída. Leandro era algo así como la variable constante, y para él a su vez lo fue el psicoanálisis. Yo, en cambio, necesité territorializarme primero, hacerme un poco de este lugar, trazar mi mapa, para luego reencontrarme. Quizás por eso, apenas llegué empecé a trabajar en una escuela con niños pequeños, porque tenía que aprender a escribir de nuevo. En catalán a la letra cursiva la llaman lletra lligada y aprender a escribirla es todo un desafío. La letra que liga.
Si bien Barcelona es la ciudad en donde más psicoanalistas hay dentro de España, el psicoanálisis habita en los márgenes, en la periferia del mapa. Al principio de mi estancia me avergonzaba un poco decir que mi formación era psicoanalítica. Percibía la creencia de que se consideraba caduco, antiguo, de otra época. Los discursos hegemónicos están en concordancia con lo que Barcelona es (en cierto aspecto) como ciudad, con esa pretensión siempre vanguardista, sus constantes fluctuaciones de personas que van y vienen, sumado a cierto hermetismo catalán y otras características más complejas como una guerra civil y una larga dictadura hicieron del psicoanálisis, podría decirse, una práctica en la resistencia.
Con respecto a las escuelas nunca estuve muy orientada, cuáles eran las discusiones, los fundamentos teóricos de las divisiones, o los posicionamientos políticos en cuanto a las fisuras.
Después de algunas vueltas me apunté en una formación en la Sección Clínica de Barcelona, que reúne psicoanalistas que siguen la enseñanza de Jaques Alan Miller. Asistir a la escuela consistía en participar de seminarios clínicos y teóricos. Percibía cierta dirección en transmitir al “ultimísimo” Lacan, y me entristecía cuando Freud era sólo una referencia. En ocasiones me proponía traducir a Lacan desde Freud, intentando remitirme a sus conceptos. Es que tengo una manía por no perder el hilo de los orígenes.
Agradezco a la escuela el espacio para reencontrarme con mi deseo de leer y estudiar, también el hallazgo de algunos conceptos y textos millerianos esclarecedores. Fueron muelle en la corriente en la que estaba sumergida. Los escuché decir “hacer escuela”, me gusta la idea, pero como toda estructura cerrada me agobia y mi estancia allí no podía ser más que entrando y saliendo.
En uno de esos seminarios, escuché a un profesor decir que el concepto de letra en Lacan instaura una topología de litoral. A partir de ahí es que ando intentando captar algo de ese término y es así como estoy en la búsqueda de algunas referencias.
Desde mis aproximaciones a las teorizaciones lacanianas yo suponía que la letra era como la versión mejorada del significante. Hay un texto escrito con un título largo del año 1957 titulado “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud” hay allí todo un desarrollo teórico pero no se logra diferenciar qué está del lado de la letra y qué del lado del significante o cuál es el territorio que comparten. Se sabe que en esos años los términos de la lingüística eran adoptados para representar el funcionamiento del inconsciente. La metáfora y la metonimia hacían eco del inconsciente como estructura de lenguaje. El significante es un concepto extenso que Lacan va elaborando a lo largo de muchos años. Son las palabras y las representaciones que nos evocan, los sonidos que se producen según como ubiquemos la lengua, los acentos, las entonaciones, son los dichos espontáneos que salen de la caja acústica de la boca. Nacen en la lengua materna y algunos de ellos se incrustan en el cuerpo coagulando una carga de goce.
La letra, al menos para mí, se presenta de manera más enigmática en su definición. Tal vez la zona común en donde se encuentran significante y letra sea allí donde lo que del significante es enigmático. ¿Será que algunos significantes se erigen como letras en el intento por ser escritos?
Después de varios años, en 1971 Lacan recibe una invitación a participar con un escrito sobre literatura y psicoanálisis en una revista. Responde a esa invitación con la elaboración de un texto que nombró con un neologismo: “Lituraterra”. Litura en latín tachadura-borradura y terra en francés tierra. “La letra es litoral entre saber y goce” escribe Lacan allí. La letra como zona de borde entre el saber y lo que el saber no logra cubrir, es decir, lo Real.
¿Por qué será que la letra va a parar a ese lugar? ¿Cuál sería la letra freudiana? ¿Será el sistema de inscripción de las percepciones? ¿Tendrá alguna referencia a la famosa pizarra mágica? ¿Es lo mismo inscripción y escritura? Por otra parte, ¡cuántas letras que aparecen en las teorizaciones de psicoanálisis!
En geografía se denomina litoral a la franja que hace de transición entre el ecosistema terrestre y el acuático.
Si el cuerpo y el lenguaje son dos ecosistemas diferentes y uno agujerea al otro ¿es la letra, en su función de litoral, la que hace el intento de ligadura?
Si así lo fuera, la letra permite un trabajo de escritura allí donde hay agujero. A modo de un bordado, una marca, un trazo.
Se configura entonces una geografía de litorales y paisajes bordados con rutas que bordean azarosos accidentes geográficos.
El mapa se conforma entre el juego de bordado-bordeado-borrado.
La letra es entendida como continuidad de un dibujo, como ese trazo específico que otorga consistencia y produce efectos de los decires por los que pasamos una y otra vez en las cadenas que formamos con los significantes como seres hablantes que somos.
Quizás el sueño sea el territorio en donde el inconsciente traza un dibujo, haciendo uso de su específica caligrafía para escribir aquello que está destinado a ser borrado, tachado. La letra funciona entonces como litoral. Viene a ocupar un lugar, un entre, estableciendo recorridos, delimitando una zona que toca por un lado el mundo de lo simbólico y por otro lo contundente de lo Real.
La letra, entendida como localizador de lo que no tiene lugar en el inconsciente, crea un territorio de materialidad, aún así, no es sólo una copia del significante, una imprenta, un calco. Tiene su impronta en el acto de ser escrita y en esa escritura toca puntos del cuerpo.
En esta búsqueda de localización de la letra, mientras intento pesquisar algo que haga cuerpo a este texto, sueño que mi hijo mayor me mira cantándome, precisamente, la letra de una canción: ¿Dónde estás corazón?
Si se trata de hacer literal del litoral, respondería:
Estoy en la tachadura, en el litoral, en el accidente, intentando escribir.
Jaques Lacan jugaba con las palabras letra y carta, que en francés son la misma.
Lo que sigue, es un intento por escribir esa carta, que en estos años en Barcelona, no me animé a escribir.
Entre el caos de la biblioteca de mi casa encuentro un cuaderno, en el interior hay: un collage, unos dibujos y algunos sueños del año 2016.
Sueño que estoy sola sumergida en un río de aguas marrones. Hay un puente por donde cruza un camión grande y viejo. Intento atravesarlo pero quedo a mitad de camino entre un lado y el otro. Antes del impacto, del accidente, me despierto.
Barcelona es una ciudad que limita con el mar mediterráneo al este, la sierra de Collserola al oeste, el río Llobregat al sur, y el río Besós al norte.
Desde el año 2012 vivo en esta ciudad en donde caminar hacia adelante puede equivaler a volver al punto desde donde partiste, una y otra vez. Un laberinto.
Vengo del litoral argentino, de su llanura, los relieves me desorientan y hay veces que me pierdo en lo discontinuo de las montañas. Algunos días extraño ver la línea nítida del horizonte con ese cielo inmenso, y la extranjeridad también es geográfica.
Cuando me fui de Rosario me llevé en la billetera un papelito con la dirección de correo electrónico de mi analista de entonces, le dije que le escribiría cuando llegase, lo hice después de dos años. También nos trajimos con Leandro un tocho de papeles de nuestra universidad, eso que se llama expediente académico. Yo desconfiaba de mi capacidad para cuidar de todo eso tan importante, ya que en Rosario me había olvidado dos veces mi diploma, una en un locutorio, y otra en una verdulería. Ambos locales eran contiguos en calle Mendoza, a la altura de Laprida, ahí por esa zona donde yo vivía en ese entonces. Teníamos también una carpeta, de esas que le gusta armar a Leandro de “papeles importantes”, contenía certificados de prácticas, y trabajos en instituciones por las que habíamos pasado.
Al llegar a Barcelona escribimos en una libretita, una lista con las referencias y direcciones de instituciones de psicoanálisis en la ciudad, las fuimos marcando en un mapa de papel. Un mapa que yo no sabía leer. En ese entonces me perdía porque era una recién llegada y porque además me desoriento en todos lados, menos en el pueblo donde nací. Soy de las que caminan para ver hacia dónde se mueve la flechita cuando uso el Google Maps, que en ese momento no existía.
Teníamos cierta idea, extraída no sé de dónde, de que el psicoanálisis habitaba en los consultorios de las zonas altas de la ciudad y un poco en soledad.
Sabíamos que una gran cantidad de analistas habían emigrado en épocas de dictadura en Argentina y es así como varias instituciones fueron fundadas por ellos. Tengo un recuerdo borroso de un encuentro con una mujer psicoanalista, bastante mayor, que nos dijo que teníamos que cambiar el chip, representó la idea con un ejemplo: “si aquí ustedes van a la verdulería tienen que decir ‘plátano’ en vez de ‘banana’” sugiriendo que nos resignáramos de encontrar grupos de estudio donde leer con pares, dijo que aquí las cosas no funcionaban de esa manera. ¿Cuántas palabras dejé de decir? ¿Cuántas perdí? “Fiaca” no es igual que “pereza”, y “extrañar” no es lo mismo que “echar de menos”, ¿y prolijidad? No se entiende y no tiene sustituto. La cuestión de los grupos de estudio parecía ser un poco cerrada. Y si bien Leandro alentaba la idea de rastrear las huellas de la biblioteca fundada por Masotta, pasaba el tiempo y yo sentía que una marea me arrastraba, alejándome poco a poco de la orilla del psicoanálisis.
Poc a poc es una expresión del catalán, lengua que me sorprendió, y que cuanto más era la presión que sentía por hablarlo, más me aferraba a mi acento santafecino, y a ese gusto por comerme algunas letras. Trabajar varios años en una escuela infantil hizo que me soltara un poco con el idioma, pero al igual que esos niños que entienden todo y no dicen ni mú, me quedé en ese umbral, en ese litoral, entre la oreja y la boca. Aún así no enmudecí. Gran parte de la plata que tenía la gastaba comprando lanas y no podía parar de tejer.
Leandro fue como un amarre que me sostenía en el movimiento de la vertiente de agua. Él tenía otro suelo (o al menos yo lo suponía) y eso le permitía estar buscando, proponiendo, invitando a construir espacios. Es así como concurrimos a algunos, y luego armamos otros. Yo elegía quedarme en la sombra, hacerme la distraída. Leandro era algo así como la variable constante, y para él a su vez lo fue el psicoanálisis. Yo, en cambio, necesité territorializarme primero, hacerme un poco de este lugar, trazar mi mapa, para luego reencontrarme. Quizás por eso, apenas llegué empecé a trabajar en una escuela con niños pequeños, porque tenía que aprender a escribir de nuevo. En catalán a la letra cursiva la llaman lletra lligada y aprender a escribirla es todo un desafío. La letra que liga.
Si bien Barcelona es la ciudad en donde más psicoanalistas hay dentro de España, el psicoanálisis habita en los márgenes, en la periferia del mapa. Al principio de mi estancia me avergonzaba un poco decir que mi formación era psicoanalítica. Percibía la creencia de que se consideraba caduco, antiguo, de otra época. Los discursos hegemónicos están en concordancia con lo que Barcelona es (en cierto aspecto) como ciudad, con esa pretensión siempre vanguardista, sus constantes fluctuaciones de personas que van y vienen, sumado a cierto hermetismo catalán y otras características más complejas como una guerra civil y una larga dictadura hicieron del psicoanálisis, podría decirse, una práctica en la resistencia.
Con respecto a las escuelas nunca estuve muy orientada, cuáles eran las discusiones, los fundamentos teóricos de las divisiones, o los posicionamientos políticos en cuanto a las fisuras.
Después de algunas vueltas me apunté en una formación en la Sección Clínica de Barcelona, que reúne psicoanalistas que siguen la enseñanza de Jaques Alan Miller. Asistir a la escuela consistía en participar de seminarios clínicos y teóricos. Percibía cierta dirección en transmitir al “ultimísimo” Lacan, y me entristecía cuando Freud era sólo una referencia. En ocasiones me proponía traducir a Lacan desde Freud, intentando remitirme a sus conceptos. Es que tengo una manía por no perder el hilo de los orígenes.
Agradezco a la escuela el espacio para reencontrarme con mi deseo de leer y estudiar, también el hallazgo de algunos conceptos y textos millerianos esclarecedores. Fueron muelle en la corriente en la que estaba sumergida. Los escuché decir “hacer escuela”, me gusta la idea, pero como toda estructura cerrada me agobia y mi estancia allí no podía ser más que entrando y saliendo.
En uno de esos seminarios, escuché a un profesor decir que el concepto de letra en Lacan instaura una topología de litoral. A partir de ahí es que ando intentando captar algo de ese término y es así como estoy en la búsqueda de algunas referencias.
Desde mis aproximaciones a las teorizaciones lacanianas yo suponía que la letra era como la versión mejorada del significante. Hay un texto escrito con un título largo del año 1957 titulado “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud” hay allí todo un desarrollo teórico pero no se logra diferenciar qué está del lado de la letra y qué del lado del significante o cuál es el territorio que comparten. Se sabe que en esos años los términos de la lingüística eran adoptados para representar el funcionamiento del inconsciente. La metáfora y la metonimia hacían eco del inconsciente como estructura de lenguaje. El significante es un concepto extenso que Lacan va elaborando a lo largo de muchos años. Son las palabras y las representaciones que nos evocan, los sonidos que se producen según como ubiquemos la lengua, los acentos, las entonaciones, son los dichos espontáneos que salen de la caja acústica de la boca. Nacen en la lengua materna y algunos de ellos se incrustan en el cuerpo coagulando una carga de goce.
La letra, al menos para mí, se presenta de manera más enigmática en su definición. Tal vez la zona común en donde se encuentran significante y letra sea allí donde lo que del significante es enigmático. ¿Será que algunos significantes se erigen como letras en el intento por ser escritos?
Después de varios años, en 1971 Lacan recibe una invitación a participar con un escrito sobre literatura y psicoanálisis en una revista. Responde a esa invitación con la elaboración de un texto que nombró con un neologismo: “Lituraterra”. Litura en latín tachadura-borradura y terra en francés tierra. “La letra es litoral entre saber y goce” escribe Lacan allí. La letra como zona de borde entre el saber y lo que el saber no logra cubrir, es decir, lo Real.
¿Por qué será que la letra va a parar a ese lugar? ¿Cuál sería la letra freudiana? ¿Será el sistema de inscripción de las percepciones? ¿Tendrá alguna referencia a la famosa pizarra mágica? ¿Es lo mismo inscripción y escritura? Por otra parte, ¡cuántas letras que aparecen en las teorizaciones de psicoanálisis!
En geografía se denomina litoral a la franja que hace de transición entre el ecosistema terrestre y el acuático.
Si el cuerpo y el lenguaje son dos ecosistemas diferentes y uno agujerea al otro ¿es la letra, en su función de litoral, la que hace el intento de ligadura?
Si así lo fuera, la letra permite un trabajo de escritura allí donde hay agujero. A modo de un bordado, una marca, un trazo.
Se configura entonces una geografía de litorales y paisajes bordados con rutas que bordean azarosos accidentes geográficos.
El mapa se conforma entre el juego de bordado-bordeado-borrado.
La letra es entendida como continuidad de un dibujo, como ese trazo específico que otorga consistencia y produce efectos de los decires por los que pasamos una y otra vez en las cadenas que formamos con los significantes como seres hablantes que somos.
Quizás el sueño sea el territorio en donde el inconsciente traza un dibujo, haciendo uso de su específica caligrafía para escribir aquello que está destinado a ser borrado, tachado. La letra funciona entonces como litoral. Viene a ocupar un lugar, un entre, estableciendo recorridos, delimitando una zona que toca por un lado el mundo de lo simbólico y por otro lo contundente de lo Real.
La letra, entendida como localizador de lo que no tiene lugar en el inconsciente, crea un territorio de materialidad, aún así, no es sólo una copia del significante, una imprenta, un calco. Tiene su impronta en el acto de ser escrita y en esa escritura toca puntos del cuerpo.
En esta búsqueda de localización de la letra, mientras intento pesquisar algo que haga cuerpo a este texto, sueño que mi hijo mayor me mira cantándome, precisamente, la letra de una canción: ¿Dónde estás corazón?
Si se trata de hacer literal del litoral, respondería:
Estoy en la tachadura, en el litoral, en el accidente, intentando escribir.