Mi mamá volvió de su internación con un poster de Osvaldo Laport. Lo tenía doblado y arrugado en la mano cuando se bajó del auto de mi tía. Al verme parado en la vereda esperándola, levantó el brazo libre y lo movió de un lado a otro como si yo estuviera muy lejos, a muchos metros de distancia.
Se la notaba diferente: no era la misma que posaba en las fotos del comedor con la corona de reina de los bomberos y un ramo de rosas. No parecía ni siquiera una mujer joven. Había adelgazado, tenía el pelo corto y canoso, y al saludarme sonreía con una expresión ausente, como si estuviera media dormida y me viera borroso.
Al poster lo pegó en el comedor, con cinta adhesiva, al lado de la repisa donde estaban sus fotos y las fotos familiares, de manera que cualquiera que entrara en mi casa podía ver a Laport de frente, con el cuerpo brilloso cubierto por un taparrabos, una lanza en las manos y una expresión agresiva, como si lo desafiara a pelear en la calle. Debía haberlo sacado de una revista Gente vieja, porque Más allá del horizonte había terminado hacía como seis años. Ahora Laport estaba en Campeones de la vida y hacía de “Guevarita”, un ex campeón de boxeo malhablado que se vestía con calzas amarillas o naranjas y andaba siempre en cueros. Cuando volvimos a vivir juntos, no hubo una noche que nos perdiéramos la novela. Porque si mi mamá había vuelto enamorada de Laport, yo en ese entonces soñaba con ser boxeador.
Confieso que si bien había visto las películas de Rocky –a cuarta la alquilé tres veces–, nunca pensé en que podía ser una posibilidad real dedicarme al boxeo hasta que no lo vi a Laport con los guantes puestos. Durante muchos días –cuando ella todavía estaba internada– había intentado entrenar. Peleaba con mi sombra en el patio de la casa de mi tía. Pero me aburría mucho, y además sentía que no aprendía nada: era muy difícil copiarle lo golpes a Laport –yo había escuchado en un programa de chimentos que tenía un instructor de boxeo real–, porque casi nunca estaba en el ring, y además me daba vergüenza que mi tía me viera dando golpes al aire en el patio de su casa.
Por eso fue una gran sorpresa, como un signo del destino, enterarme en la escuela que el empleado de la pollería Señor pollo, un chico tímido que se llamaba Darío Lepora, practicaba boxeo, y hasta había peleado de verdad en una pelea amateur en la Sociedad Italiana. Era la única persona del pueblo que debía saber boxeo.
Darío debía tener unos veinticinco años, pero parecía de muchos más. Era cabezón, de un pelo negro grueso que le salía casi directamente de las cejas, y tenía toda la cara picada de viruela, como si hubiese apoyado durante la noche su cara en una almohada de clavos y todavía le quedaran las marcas. Era petiso, de cuello ancho, y nunca miraba a los ojos cuando hablaba. El día que fui a hablarle esperé a que se fuera toda la gente y le dije, sin demasiado preámbulo, que quería ser boxeador y quería que me enseñara.
–¿Cuántos años tenés? –me preguntó. Tenía una voz clara, liviana, que no coincidía con su apariencia.
–Tengo doce años, señor –dije.
–¿Tu mamá sabe que querés arranca boxeo?
Darío sabía quién era mi mamá. En un pueblo de cuatro mil habitantes debía saber, también, los problemas que ella tenía. Por supuesto que yo no le había consultado nada.
–Sí, señor.
–No hace falta que me digas “señor”– me dijo.
No sé porqué le hablaba como si estuviera en el servicio militar.
–Por ahora no te lo recomiendo –dijo–, sos muy chico para arrancar.
–Por favor– dije–, señor, yo le voy a pagar.
Sabía dónde mi mamá guardaba la plata de la pensión.
–Esperá un año y arrancás.
Debió ver mucha decepción en mi cara, porque después de unos segundos me dio su dirección y agregó que “podía acercarme a ver cómo era” si quería. Me miró por primera vez a los ojos y sonrió. Era una sonrisa serena, iluminada. Una sonrisa que uno no se hubiera esperado en una pollería a esa hora de la mañana.
–Gracias…– dije, y estuve a punto de agregar “señor”, pero pude frenarme a tiempo.
Esa noche, como siempre, miramos con mamá Campeones de la vida – un capítulo triste, en el que Laport se enteraba de que tenía un problema cerebral que le podía impedir seguir peleando–, y comimos unos panchos. Mi mamá – es decir, aquella mujer adormilada que se parecía levemente a mi mamá–, había vuelto sin apetito y sin ganas de cocinar, y a la noche, las veces que mi tía no nos traía la vianda, comíamos lo único que yo sabía hacer: huevos pasados por agua, sánguches de fiambre y panchos. Me podía llegar a comer seis panchos seguidos en aquella época.
Cuando me fui a acostar tardé en dormirme. A mis doce años me costaba mucho dormir. Una vez que estaba en la cama y cerraba los ojos pensaba en cosas horribles. Pensaba en algo que había leído en una revista, acerca de que el sol se iría a apagar en unos cuantos millones de años. Me imaginaba ese momento y veía una oscuridad absoluta, interminable, y sentía que mi cuerpo desaparecía o se desintegraba en la nada, entonces abría los ojos y me tocaba para constatar que seguía ahí y no me había desmaterializado. Otras veces, al cerrar los ojos, me imaginaba que una jauría de perros se me venía encima: uno me mordía la panza, otro los dedos de las manos, otro la cara. Sentía que esas partes del cuerpo me ardían y me iba desmenuzando de a poco, y tenía que volver a abrir los ojos y mirarme para comprobar que seguía entero. Pensaba en la fragilidad del cuerpo humano, en las miles de formas en las que podía morirme, en la cantidad de muertos que había en el cementerio, y en que esa cantidad aumentaba cada día más y más y más. Cosas por el estilo.
Pero esa noche no pensé en nada de eso. Se me vino a la cabeza Darío, su cuello ancho y su cara reseca, su voz clara, líquida, y su sonrisa, que ahora veía vaga y lejana, y de alguna manera, no sé cómo, sentí que ninguna de aquellas cosas podían pasarme nunca.
El gimnasio de Darío era un galponcito de chapa, sin ventanas, iluminado solamente por una bombilla de luz. Estaba dividido en dos: en un lugar se encontraba el ring – en vez de estar rodeado con sogas, estaba delimitado por tres paredes grises y una sola soga–, y en la parte restante había una bolsa colgada del techo, una pelotita cielo-tierra y en el medio un espacio libre como para hacer ejercicios. En un rincón del gimnasio, en el piso, un equipo de música dejaba escuchar la radio.
Darío estaba saltando la soga. Pegándole a la bolsa había un tipo al que se presentó como el Chaqueño. Lo conocía de vista: lo había visto trabajando de albañil en una casa vecina a la mía. Era pelado, de piel rojiza y tenía los brazos largos como los de un mono. Debía tener unos cuarenta años. Al verme entrar sonreía como si hubiera contado un chiste verde y estuviera esperando que uno le encontrara la gracia y se largara a reír con él.
–Así que este es Oscar de la Hoya –dijo.
–Oscar a la Olla –respondió Darío riendo.
Nunca supe porqué le decían Chaqueño. Que yo sepa, siempre había vivido en el pueblo.
Ese primer día de entrenamiento Darío puso un Cd grabado de grandes éxitos de Rodrigo y me mandó a saltar la soga durante diez minutos. Después hicimos abdominales, más tarde levantamos pesas con los brazos y finalmente ellos se subieron al ring a guantear mientras a mí me hicieron observarlos y Darío me iba explicando cosas.
–Los pies siempre moviéndose, los pies siempre moviéndose –repetía como un mantra, mientras caminaba y daba saltitos en el ring–. Y los brazos en guardia, arriba. Arriba, siempre en guardia.
De vez en cuando lanzaba un golpe al aire y hacía un leve silbido
Le hizo una seña al Chaqueño para que empezaran a pelear. El Chaqueño se puso el cabezal y se ajustó los guantes.
–Dos rounds –dijo.
Fue la primera vez que vi una pelea en vivo. El Chaqueño, más grande, más rápido y más agresivo que Darío, le pegó mucho más que éste a él, y al final de los dos rounds, Darío respiraba con dificultad y tenía todo el cuerpo y la cara colorados. El Chaqueño, en cambio, estaba como si nada.
–Así se pelean los hombres –dijo Darío sonriendo. Tenía los dientes manchados de rojo.
Hablaba poco durante los entrenamientos. Se limitaba a darnos indicaciones y a hablar de los boxeadores que le gustaban: Alí, Monzón, Nicolino Locche. Era evidente que le gustaba la historia del boxeo. Su preferido, sin lugar a dudas, era Mike Tyson. Comentaba, fascinado, que el impacto de una derecha de Tyson equivalía a que te chocara un camión de frente a veinticinco kilómetros por hora. No sé de dónde había sacado ese dato.
Pero en general se mantenía ensimismado, y yo creo que prefería que entrenemos en silencio, escuchando música. Lo que, por supuesto, era imposible, ya que el Chaqueño nunca paraba de hablar.
–El gato Mosconi se la banca –largaba, por ejemplo.
Ni yo ni Darío sabíamos de quién estaba hablando. Siempre contaba anécdotas de gente que solo él conocía. Interrumpía los golpes que le estaba dando a la bolsa y me miraba:
–Al gato Mosconi le reventaron el tabique en un boliche de Tortugas, se levantó y siguió peleando como si nada. Que te rompan el tabique y seguir peleando: eso es bancársela.
Daba unos golpes más y se interrumpía otra vez.
–Porque acá en esta zona hay dos tipos solamente que se la bancan nomás: el Gato Mosconi y yo. Si al Gato le pegás con un martillo en la espalda, de sorpresa, por ejemplo (estoy hablando del Gato grande, no del hermano), te aseguro que se levanta y te caga a trompadas. Hay que bancársela, un martillazo en la espalda.
–Pero eso no pasó –decía Darío–, eso es algo que vos suponés.
El Chaqueño volvía a pegarle a la bolsa con fuerza.
–Hay gente que piensa que se la banca, que practica boxeo, por ejemplo– echó una mirada de reojo a Darío–, pero que si le decís “vamos afuera” son unos cagonazos. Los patovas que traen a los boliches –dijo, volviéndose a mí–, para decirte un ejemplo, que supuestamente saben artes marciales, sipalki, karate, todas esas mariconeadas, a esos te los agarra un gato Mosconi, y así flaco como lo ves, te los tumba de un solo golpe.
Y así seguía, a pesar de que nadie le preguntara nada:
–Bancársela es que te rompan las bolas de un rodillazo y levantarse y seguir peleando. Y después a la noche echarte tres polvos con alguna negra, con los huevos hinchados y la pija morada. Eso es bancársela.
–Bancársela es escucharte a vos hablar al pedo –dijo Darío, riendo.
El Chaqueño escupió al piso.
–Bancársela –siguió diciendo– es que a un negro pobre como yo le den bolas tantas minas.
Me resultaba incomprensible a mí que un tipo como el Chaqueño, con esa nariz tan ancha, esa sonrisa de guasón y esos brazos largos que le caían a los costados como si estuvieran muertos, pudiera llegar a tener éxito con las mujeres.
–Pura labia –dijo indicándome con un dedo sus labios carnosos y sacando su lengua roja afuera como una víbora. Después miró a Darío de reojo – Yo no soy como otros, que le tienen miedo a las mujeres.
Darío no le respondió nada. Siguió intentando darle a la pelotita cielo-tierra sin demasiada energía ni dirección. Se encorvó tanto que parecía querer taparse la cara con sus hombros. Yo me sentí desanimado con ese último comentario. Era como si me hubieran golpeado, como si hubiera caído en la lona y estuvieran contándome hasta diez y supiera que, por más que contaran hasta treinta o cuarenta, no me iría a levantar nunca.
Esa noche, cuando volví a mi casa, vi a mi mamá mirando el televisor en la cocina con el volumen al máximo. Lía Salgado hablaba con una pareja que discutía. El titular era “Te dejo porque estás viejo”. Agarré el control remoto, bajé el volumen, y me le puse en frente. Mi mamá corrió la cabeza para seguir viendo. No sé porqué le dije lo que le dije. Fue un impulso.
–Darío va a venir a comer a casa –dije–, el sábado a la noche.
Ella tardó en responderme.
–¿Qué Darío? –preguntó.
Le expliqué que se trataba de mi profesor de boxeo. Siguió sin comprender. Le conté que estaba practicando boxeo con el chico que atendía Señor Pollo.
–Bueno –dijo finalmente, sin sacar la vista del televisor.
–Darío –dije– es amigo de Osvaldo Laport.
Mi mamá, entonces, me miró. Me echó una mirada larga, indescifrable. Quizás había sorpresa, pero en ese momento no pude darme cuenta.
––¿De Laport?
–Sí… es amigo porque Laport le pidió instrucción de boxeo para hacer de Guevarita. Justo en ese momento Darío entrenaba en Buenos Aires.
–Yo siempre lo vi en la pollería, no me acuerdo de que lo hayan reemplazado atendiendo –dijo como pensando en voz alta.
–Vos no fuiste todos los días del año a la pollería. Estuviste internada.
–Tenés razón –dijo ella, como si se la hubiera iluminado de golpe una gran verdad– ¿El sábado?
–El sábado.
–Está bien –dijo ella.
Collage: Santiago Grunfeld
Al día siguiente fui a entrenar. Cuando terminamos, esperé a que el Chaqueño se fuera, y mientras Darío se desataba las vendas de las manos, me acerqué y le dije que mi mamá quería invitarlo a comer.
Se le abrieron los ojos grandes y se puso colorado como un tomate.
–El sábado, me dijo, te espera para comer. Quiere conversar con vos.
La cara roja se volvió pálida. Parecía haber visto un fantasma. Desvió la mirada hacia el piso. Tenía las cejas fruncidas y se le veían en la frente grandes arrugas de preocupación, que yo no había notado hasta entonces.
–¿Estás seguro? –preguntó.
Le dije que claro, que cómo no iba a estar seguro, que ella me venía insistiendo hacía rato pero que yo siempre me olvidaba. Que a mi mamá le encantaba el boxeo y le encantaba verme entusiasmado y que quería agradecérselo en persona.
Darío seguía mirando al suelo mientras yo hablaba.
–Lo único –dije–, es que ella cree, no sé porqué, que sos amigo de Laport. Cree que lo entrenaste para la novela-
Frunció un poco más el ceño.
–Si te pregunta si vos lo conocés, decile que sí, nada más –dije, haciéndole la seña del dedo en la sien.
Él no dijo nada. Pareció estar sopesando la situación profundamente durante un rato, mientras volvía a desatarse las vendas.
–A veces se le meten cosas en la cabeza que no se las puede sacar nadie –agregué.
Darío, entonces, se levantó de la silla. Tenía el cuerpo tenso. Se le notaban todas las venas de los antebrazos. Se acercó caminado hacia dónde yo estaba, y sentí su olor fuerte, a transpiración, a ropa húmeda.
–Nos vemos el sábado, dale –dijo, con una voz en la que me pareció notar algo de felicidad.
–Nos vemos el sábado –repetí, sin animarme a mirarlo a la cara.
La noche en que Darío vino a comer a casa llovió. Esa tarde, desde el mediodía, había sido un día de sol radiante, primaveral, de esos días en los que parecen decir “acá nunca más va a haber un día feo, quédese tranquilo”, pero por alguna razón extraña, por la tarde el cielo se fue volviendo gris y el clima se tornó pesado y agobiante. Para la hora en que tenía que llegar Darío caía una lluvia finita y violenta, como los golpes de algunos boxeadores plumas que yo detestaba.
Yo estaba nervioso. Cuando sonó el timbre me sobresalté.
Darío estaba en la puerta, con un pilotín verde con la capucha puesta, una botella de coca–cola en una mano, y lo que parecía una bandeja de bifes de pechuga envueltos en nylon en la otra.
–¿Cómo andás, campeón? –me dijo, sacándose la capucha. Intentó sonreír, pero me di cuenta de que no pudo. Tenía una seriedad de hielo, por más que quisiera disimularlo. Parecía a punto de dar un examen.
Le llevé una toalla, se secó un poco la cara y pasó.
Mi mamá estaba en el comedor, sentada en el sillón mirando tele. A pesar de que le había recordado la invitación todo el día, se había pasado la tarde durmiendo y recién se acababa de levantar. Daba la impresión de que se había olvidado. En todo caso, no había preparado nada para comer. Previniendo la situación, yo había sacado del freezer dos paquetes de salchichas y había ido a comprar pan para panchos. La televisión estaba puesta en El canal de la música. Sonaba una canción de Cae en ese momento.
Los presenté.
–Darío: mi mamá. Mamá: Darío.
Mi mamá tardó unos segundos en reaccionar. Dio vuelta la cabeza y lo miró durante un buen rato. Después dijo:
–¿Llueve mucho?
–Un montón –respondió Darío.
Mi mamá arrugó la cara como si le acercaran un trapo sucio a la nariz. Si había algo que no le gustaba, era la lluvia. Darío, al ver esa expresión, pareció desalentarse. Desvió la mirada hacia la pared, hacia el poster de Laport. Debió haberse acordado de que yo le había dicho, porque, prudentemente, no dijo nada.
–¿Hacemos unos panchitos? –dije.
El diminutivo, no sé porqué, sonó mal. Pareció quedar sobrevolando en el comedor como un polvillo que no se quería ir. Decidí ponerme a cocinar y dejar que la situación se desarrollara sola. Me fui a la cocina, abrí la alacena, saqué la ollita que usaba siempre para hervir y me detuve un tiempo bastante largo en abrir con el cuchillo un paquete de salchichas. Pude notar, de reojo a través de la puerta, que Darío permanecía quieto, parado exactamente en el mismo lugar en el que estaba cuando entró y los presenté, mirando el poster de Laport. Mi mamá cambió de canal.
–¿Abro la coca? –pregunté desde la cocina.
–Dale –respondió Darío.
La comida transcurrió así, con monosílabos. Mi mamá comió en silencio, sin sacar la vista del televisor, y al final hicimos de cuenta que ella no estaba y nos pusimos a hablar de boxeo con Darío. Si bien estaba nervioso, al final lo noté relajado y hasta llegó a mirarme a los ojos. En un momento, cuando ya habíamos comido y Darío ya se estaba levantando para irse, apareció en la televisión una publicidad de Campeones de la vida, y mi mamá, que no había dicho casi nada hasta entonces, de pronto habló.
–Así que lo conocés a Laport –dijo.
Hubo un leve gesto de contrariedad en la cara de Darío. Me miró a mí y volvió a mirar hacia un costado.
–Un poco –dijo después de unos segundos.
–¿Y qué tal? –preguntó ella– ¿Cómo es?
Darío pareció pensarlo un rato.
–Buen tipo.
–¿Buen tipo?
–Buen tipo, buen tipo –repitió Darío.
–Me imagino –dijo ella.
Los ojos de mi mamá parecieron despertarse de repente y se volvieron dos rayas negras y finas. Volvía a ser la de antes.
–¿Aprendió bien boxeo? ¿Fue tan buen alumno como mi hijo?
Darío asintió. Movió la cabeza de arriba–abajo una y otra vez.
–Le costó un poco –dijo, después de parecer pensarlo un rato–, pero algo aprendió.
–Algo aprendió –repitió ella.
Después dijo:
–Pero contame algo, algún detalle, alguna cosa de él. Mi hijo me dijo que eran amigos.
Darío bajó la mirada. Carraspeó. Después empezó a hablar.
Yo no sé, hasta el día de hoy, por qué dijo lo que dijo, ni de dónde sacó todo eso, pero lo cierto es que, después de veinte años, todavía me acuerdo palabra por palabra de lo que le respondió a mi mamá como si lo hubiera escuchado ayer.
–Osvaldo Laport –dijo– es una persona simpática. Un tipo que siempre, cuando lo ves entre la gente, está sonriendo y que no tiene problemas con nadie. Pero en la intimidad es alguien completamente diferente.
Mi mamá lo escuchaba atentamente.
–Cuando salíamos de los entrenamientos a veces nos íbamos a comer a un bar, y él se ponía serio y me hablaba de la vida, de su mujer y sus hijos, y de las novelas que había hecho, pero al final yo siempre me terminaba dando cuenta de que no era feliz. Una vez, una mañana que llegué a dónde hacían la novela, él no había aparecido. Todos lo estaban esperando. Tuve un mal presentimiento. Había pasado más o menos media hora y fui a buscarlo a su casa. Toqué la puerta, pero nadie me respondió, hasta que en algún momento, no sé porqué, me pareció que él estaba y que estaba pasando algo malo.
–Fue una intuición –dijo mi mamá.
–Sí. Exacto. Entré, entonces, porque la puerta estaba abierta, y me encontré con un salón, una especie de living dónde había un sillón y un televisor y me costó verlo entre medio de esos muebles, a oscuras, sentado en el sillón, agarrándose la cabeza y mirando hacia abajo. “Qué pasa Osvaldo, ¿estás bien?”, le pregunté. Sabía que no estaba bien, pero hablaba como si estuviera viendo la cosa más común del mundo.
Noté que le temblaban los labios. Parecía a punto de largarse a llorar. Yo también sentí ganas de llorar. Mi mamá no le sacaba los ojos de encima.
–Me quedé parado, en frente suyo, a uno o dos metros de distancia, y le dije: “Osvaldo, el entrenamiento te espera. Guevarita te espera. Están ahí. Sin vos no van a empezar a filmar”. Él seguía con la cabeza hacia abajo. Me pareció que lloraba despacito. Le daba vergüenza llorar delante mío. “Osvaldo, ¿qué te pasa?”, le dije. “Me pasa que perdí el rumbo”, me respondió él, “que no sé dónde estoy parado. Me levanto cada mañana, y digo: tengo todo esto, soy un actor conocido, soy un boxeador, hice y voy a hacer de protagonista en un montón de novelas, ¿pero qué sentido tiene? ¿para qué?”
Darío se detuvo. Tomó un vaso de coca y tragó con dificultad.
–Cuando miré hacia arriba, vi la soga. Estaba ahí, colgada, lista para… Pero no dije nada. Hablé como si no la hubiera visto. “Osvaldo”, le dije, agarrándolo del brazo, “vamos, vamos, arriba. Ya va a pasar. Esto va a pasar, como todo”. Lo levanté de un brazo, y él se dejó llevar como si fuera un nene, fuimos hasta la cocina y le di un vaso de agua.
–Bien hecho. Un vaso de agua hace bien en esos momentos –dijo mi mamá.
–“Osvaldo”, le dije- continuó-, “te tenés que mejorar”. “Eso de ahí…”, indiqué la soga con la cabeza, “no es una opción. No es una opción. Hay que vivir. Hay que hacerse cargo de lo que nos tocó, por más que sea a veces todo tan horrible. Sos un boxeador, podés ser campeón. Sos un campeón de la vida”– dijo Darío con un hilo de voz, como si lo tuviera a Laport en frente suyo.
Agachó la cabeza, se agarró la cara con sus dos manos llenas de venas, y se quedó en silencio. Se había puesto a llorar, parecía. Mi mamá tenía los ojos empañados y amagó a levantarse a consolarlo, pero dudó, y finalmente se quedó dónde estaba sentada.
Yo seguía sintiendo un nudo en la garganta, pero ni loco me largaba a llorar en frente de mi mamá y de mi profesor de boxeo.
–No me imaginé que estaba tan mal –dijo mi mamá después de unos minutos de silencio.
Darío sacó las manos de su cara. Tenía los ojos colorados.
–Se me está haciendo tarde, me parece –dijo.
Yo miré el reloj de la pared. Eran las doce menos cuarto.
Se levantó, buscó el piloto que estaba colgado en la silla, siempre con la cabeza gacha, como si temiera, al levantarse, chocarla con algo. Mi mamá también se levantó. Se acomodó el pelo hacia el costado, de un modo bonito, delicado, y le preguntó si no se quería quedar un poco más, que podían ir a comprar helado.
Pero Darío hizo un gesto que no con la cabeza y nos dijo que lo perdonemos, que se tenía que ir. Saludó con una inclinación de la cabeza a mi mamá, y a mí me dijo “choque ese puño”, y yo cerré los dedos, levanté el brazo y le choqué la mano, pero cuando lo hice noté que su puño estaba flojo, flojo como el de un moribundo, o como el de un gladiador que sabe que en unos segundos va a tener que salir a una batalla que no tiene ninguna posibilidad de ganar.
Me dieron ganas, en ese momento, de pedirle que no se fuera, que se quedara en mi casa a mirar una película con nosotros, que se quedara a dormir en el sillón del living. Pero no le dije nada. Solamente lo vi marcharse por la puerta por la que había entrado, con la cabeza gacha y los hombros caídos, y hundirse en la noche sin lluvia ya, llena de humedad. Lo mire por la ventana. Un refucilo cruzó el cielo y después tronó. La casa pareció moverse.
–¿Querés que compremos un helado? –dijo mi mamá.
Era la primera vez que la escuchaba con hambre desde que había vuelto.
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