Estoy desgarrado o incómodo y a veces bocanadas de vida.
Barthes, R.
Por este único hueso que no se regenera
no estoy muerta
pero espero.
Audre Lorde
Se dice que a la antropóloga estadounidense Margaret Mead le preguntaron cuándo fue el inicio de la civilización. Un poema de Claudia Masin publicado en UbikRevista (https://ubikrevista.com/2023/07/lo-que-tarda-un-hueso-roto-en-soldarse-claudia-masin/) lleva por título la respuesta que dio: Lo que tarda un hueso roto en soldarse
“Cuentan
que se puede poner fecha al inicio
de la civilización: empezó
con el primer hueso quebrado y soldado.
Esa soldadura habla. Dice: tuvo que haber
alguien que cuidara, que no dejara morir, alguien
que hiciera por aquel que fue herido
todas las cosas que él no podía, alguien que le proveyera
el alimento y el agua. Una vez
me preguntaste: cómo va a hacer este cuerpo mío,
al que se le saltan los huesos
por debajo de la piel, casi a la vista,
cómo voy a hacer con un cuerpo
así de flaquito, así de endeble,
para aguantar lo que se viene.
Pienso en tus huesos casi visibles, casi
rompiéndose, el comienzo de la civilización no fue la guerra,
fue alguien casi animal, casi humano,
que se quedó despierto vigilando el sueño de un herido
igual de animal, igual
de humano, fue alguien
que esperó lo que tarda un hueso roto
en soldarse (…)”[1]
Este fragmento de poema puede ser el aire que se respira en No alcanza con rugir al mundo, de Ezequiel Caminiti, editado por CR ediciones. Puede ser el preludio, el telón que subyace de fondo en toda la trama, o su final. Fácilmente podríamos ir hacia la tendencia del sentido e ir a ubicar quién cuida y quién es cuidado en esta historia, pero la cosa no es tan visible, nunca la cosa es tan visible.
¿Quién cuida a quién? Aspecto de reflexividad, de inversión. Uno está ahí donde no se ve, pues no es tan fácil ubicarse en un lugar, en una temporalidad. Lo que es una vez, no se da para siempre. Los lugares se mueven y se ocupan a la vez. ¿Quién no tiene una rotura sin soldar? ¿Quién no lleva la marca de una soldadura? Un hueso roto y juntura de partes, una herida y una cicatriz. Sabemos de la existencia de la fractura por la sutura. No hay posibilidad de suturar algo que no esté roto, aunque los términos no sean extrapolables. La soldadura es, entonces, el indicio de que hubo otro que ingresó a la historia.
Fotografía: Carolina Saez
Comencemos por los nombres. El protagonista no es sin Carolina, y Carolina no puede vivir sin el protagonista.
No alcanza con rugir al mundo es un escrito que toma la forma de pregunta. Nos lleva de la mano o el brazo, serenamente pues sabe a qué nos enfrentamos, hacia la intimidad de las preguntas que le dirige a Dios, al tiempo, a los médicos, al tarot. El protagonista tiene preguntas porque es, antes que nada, quien sobrevive. Y quien sobrevive es, antes que nada, aquel que debe seguir viviendo. Es, antes que nada, aquel que arriesga, sin grandes dramas, la vida.
El autor hace preguntas, no espera respuestas. Nos traslada hacia el corazón del enigma; “¿Cómo decir lo que jamás quisieras a la persona que amas?”
No alcanza con rugir al mundo es un grito suave, con la certeza de que nadie puede oír, pero aún así, un libro que grita en todas partes. ¿No es acaso el grito ese primer sonido con el que recibimos al mundo? Las fauces abiertas, el dolor visceral, el llanto, son las marcas del inicio de la vida.
No alcanza con rugir al mundo es la metáfora perfecta que encontró el autor para ponernos en aviso, de entrada, como una especie de advertencia en la puerta de ingreso, de que no vamos a salir de la misma manera una vez que ingresemos al libro. Como no se sale de la misma manera de un amor o una pérdida, lo que es lo mismo. Nos pone de frente con una enseñanza que no pretende ser tal: no hay nada que aprender del dolor. Solo podemos vivirlo, gritarlo, vociferarle, hacerle preguntas, intentar desviarnos de su alcance. Pero en última instancia, nos quedamos solos ante su presencia y es ahí donde elegimos. Ezequiel Caminiti eligió hacer todo eso que mencionamos: gritar, vociferar, preguntarle a Dios, al destino, al tiempo, a las cartas y convertirlo en escritura.
“¿Qué sería de Dios sin nosotros?”.
“¿Acaso no estamos todos esperando el milagro que justifique nuestra vida?”
En las páginas de este libro el autor se vuelve creyente y detractor. Se vuelve un hijo que reclama la protección de un padre. Deja de ser amado y pasa a ser amante, porque es, antes que nada, alguien que pierde. El mito cuenta que Orfeo cruza el río de los muertos, desciende al inframundo para buscar a Eurídice pero falla en la tarea que le habían encomendado los dioses. Su deseo de ver fue el causante de haberla perdido por segunda vez. Demasiado humano e incauto, es descubierto en su irrefrenable desesperación tratando de capturar lo que ya no está. Desde entonces será imposible entender que nadie puede mirar de frente a la muerte sin soportar consecuencias perturbadoras.[2]
Nos muestra el balcón, el momento del día, nos convierte en espectadores del pedazo de cielo que miraba Carolina. Nos muestra el atardecer. Nos hace mirar sus ojos tristes. Vemos la escena, nos traslada a ese momento indescifrable en que Orfeo pierde a su amada. “¿Cómo escribir entre los escombros, entre el barro y los charcos, juntando, acá y allá, los restos de lo que había sido un día a día?”[3]
Nos sumerge a un tiempo que se le escapa, que se le cuela como arena en las manos .”La relatividad del tiempo es aplastante”. Escribe las fisuras, los desgarros. Narra ese momento en que el mundo se descuajeringa, se desencaja y quedamos fuera de tiempo.
El protagonista anota en su cuaderno, escribe, lleva un registro de las palabras. Hace una historia clínica, escribe los vestigios, las ruinas. Escribe un cuerpo que duele y rie, un cuerpo al anochecer y al despertar. Intenta oradar el dolor, cercarlo, repetirlo hasta el cansancio, “quizá, a fuerza de repetirlo, se aplaque el dolor”.
Freud en los años de la primer guerra mundial escribe una serie de textos, a uno de ellos lo titula De guerra y muerte. Allí transforma un viejo apotegma, y dice esto: si vis vitam, para mortem. Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte. “Soportar la vida sigue siendo el primer deber de todo ser vivo”, agrega.
El protagonista sabe y por eso escribe, le anticiparon un saber, lo llamaron a solas, le dieron la injusticia de saber que pasaría pronto, también en ese saber cabe la incerteza, es que no se puede saber cuándo. “Hasta que aguante el cuerpo”, le dicen. En ese intersticio que deja la incerteza, se cuela la vida. Dice Barthes a propósito del duelo: estoy desgarrado o incómodo y a veces bocanadas de vida. Porque la vida es un riesgo incalculado y arriesgar la vida no significa enfrentar la muerte y sobrevivir, sino mas bien es esa pequeña e incalculable cifra inserta en la vida misma donde la existencia se desplaza hacia esa frágil linea que podemos llamar deseo.
Eso dice Ezequiel Caminiti en sus páginas: “Ella no vive, juega.”
Fotografía: Carolina Saez
*Extracto del poema 2 de noviembre de Stella Diaz Varín.
[1] Extracto del poema Lo que tarda un hueso en soldarse de Claudia Masin.
[2] Fragmento del capítulo “El crimen de Orfeo” de El duelo, la infición del mundo (falofanías, espectros, marionetas, visiones, sueños, reliquias) de Patricia Fochi editado por Otro Cauce.
[3] Los llanos, Federico Falco. Editorial Anagrama.