Verbo melancolía
Yo melancolizo tú melancolizas
Nosotros melancolizamos
Vosotros melancolizáis:
Es la vida intensa
Hermosa y fea
Cruel o dulce
Tierna y violenta
Son los deseos que se evaporan
Como agua de lluvia
Pero dejan huellas como rocas.
Es que nos morimos irremediablemente.
Es que las palabras se las lleva el viento
Si no se escriben en piedra en granito en papiro.
Es que estamos solos hasta cuando somos dos.
Cristina Peri Rossi
Encontramos en La tinta de melancolía de Starobinski algo que tomaremos como indicio o pista de un comienzo
Homero, quien se encuentra al inicio de todas las imágenes y de todas las ideas, nos hace comprender en tres versos toda la miseria del melancólico (…)
‘Pero cuando también aquél se hizo odioso a todos los dioses,
por la llanura Aleya iba solo vagando,
devorando su ánimo y eludiendo las huellas de las gentes’.
Parafraseando entonces a Starobinski, encontramos en la melancolía cierta soledad, un rechazo a la huella de lo humano, un lugar vagabundo y un vagabundear errante. Parecería que es la miseria lo que constituye una de las estofas de la melancolía. Podemos rastrear estas huellas en un párrafo del Seminario 6: El deseo y su interpretación donde Lacan en el apartado sobre el sueño del padre muerto va a plantear, refiriéndose a la historia de Edipo que
luego de haber agotado bajo todas sus formas la vía del deseo en la medida en que éste, para el sujeto, es no conocido, y bajo el efecto del castigo –¿por cuál crimen?, por ningún otro crimen que el de haber justamente existido en ese deseo–, se ve llevado al punto en que no puede proferirse otra exclamación que ese mè phynai, ese mejor no haber nacido, en el que desemboca la existencia que ha llegado a la extinción de su deseo.
Hay un errar en el vacío, lejos de lo humano, en un desierto que parece ser ilimitado. Moran las fauces abiertas que devoran toda la energía psíquica del yo ocasionando un empobrecimiento libidinal.
Ese dolor es próximo, pero está lejos de ser el mismo que el dolor de la existencia “cuando no la habita nada más que esa existencia misma, y cuando todo, en el exceso de sufrimiento, tiende a abolir ese término inextirpable que es el deseo de vivir”.
Una existencia que ha llegado a la extinción no es lo mismo que una vida que se confronta con el dolor de existir. Me interesa esa sutil diferencia.
Hay un dolor que parte de las marcas de la existencia. Hay un dolor que nos recuerda que… ¿Hay allí un cuerpo? Un cuerpo de hechuras, de tejidos, de palabra. Hay otro dolor de existir que se encuentra en estado puro, dirá Lacan aproximando una diferencia.
Ilustración: Santiago Grunfeld
¿Qué sucede en la melancolía?
Según Seglas, sienten el mayor dolor de no sentir nada. ¿Cómo es ese cuerpo, entonces? ¿Cuál es la diferencia entre el dolor de existir que nos liga a la vida y aquel dolor desligado del amparo, ese dolor des/esperado? Como sitúa Hassoun en La crueldad melancólica,
Es en el momento en que el tiempo se hace espera de eso que no puede más que faltar al llamado, de eso que no puede más que traicionar, que esta demanda se presenta como un pedido de socorro contra el desamparo melancólico que parece entonces sumergir al sujeto
Entonces, ¿es el melancólico un apasionado? ¿Es la melancolía una pasión triste? “La pasión nace de un encuentro peligroso, siempre asimétrico. Sólo uno es mantenido cautivo por un detalle que va a condensar —durante un tiempo– el conjunto de las causas del deseo”.
Ilustración: Santiago Grunfeld
Fragmentos melancólicos
I’ll workship like a dog at the
shrine of your lies. I’ll tell you my sins and you can
sharpen your knife.
Offer me that deathlees death
To keep the goodness on my side
She demands a sacrifice.
Destellos opacos de un desvelo melancólico. Un decir desvelado es aquel que no tiene miramientos por el pudor, sin tapujos, hostilidad a cielo abierto. Un yo ensombrecido como sitúa Freud en “Duelo y melancolía”, “el melancólico nos muestra todavía algo que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja de su sentimiento yoico, un enorme empobrecimiento del yo.”
No hay en el discurso melancólico rastros de lo erótico.
Aquello a lo que se confronta no es a una pérdida que le resulta insoportable sino a un desengaño perpetuo. Termina una y otra vez en un lugar mendigo, casi indigno. Entonces, cuando alguien queda atrapado en lo melancólico, una pobreza parece socavar el ser. Pierde las insignias, no tiene nada de donde agarrarse más que de ese lugar vagabundo, vago y de una vastedad que se vuelve puro vacío, desierto estéril donde hay nada. Agradezco a Patricia Fochi este señalamiento: “la pérdida del engaño no es una pérdida, es una vida sin sueño”.
Este “no saber” respecto de lo que se perdió es un rasgo fundamental que Freud señala en “Duelo y Melancolía” en tanto implicaría una pérdida de objeto que se sustrae de la conciencia. Aconteció una pérdida, un desengaño y consecuentemente una partición en el interior mismo del Yo. El mundo se empobreció y la libido que se retiró del objeto que representaba la persona amada no volvió a investir algo en el exterior, sino que recorrió un camino regresivo al yo herido por la pérdida.
Dice Starobinski en La tinta de la melancolía:
“Sin duda el cenotafio es el emblema más preciso de la melancolía, puesto que en él no hay vestigio material del ser desaparecido que disputamos al olvido”
El cenotafio es un monumento funerario donde no existe el cadáver de la persona a quien se duela. ¿Quién es entonces el muerto? ¿Quién es el enterrado? El no sabía que estaba muerto dirá Lacan. Un cadáver donde hurgar, un cadáver que se consolida en el teatro donde se desarrolla la escena: su propia desdicha. “Sabe cómo disecar la inervación del sufrimiento en sus más detalladas ramificaciones”. En ese anfitrión petrificado, frío, putrefacto, no encuentra sino su propia muerte anticipada.
Un vacío en lo profundo de la tierra, agujero cubierto de una nada aplastante. Un cenotafio es la mueca mal hecha de una pérdida que deja al sujeto suspendido en una pendiente hacia un deseo desfallecido que no termina de ingresar en la dialéctica pulsional. Dicho de otra manera, no ingresa en la dialéctica del intercambio, de aquella alternancia presencia-ausencia que Freud trabajó en los inicios de la vida de un niño con el Fort-Da. Se ensombrece cuando no se puede tolerar la distancia con el objeto. El dolor se encarna en las palabras y en el cuerpo, se hace llaga que no termina nunca de supurar y el lamento se vuelve eco, resuena lo mismo, aparece la repetición. Volver una y otra vez la mirada hacia allí. “El dolor se presentifica en las palabras” es un decir que parece ser pura escena. Quizás por ello Freud no dejó de remarcar que en esa serie de autorreproches y autodenigraciones, “le falta (o al menos no es notable en él) la vergüenza en presencia de los otros, que sería la principal característica de este último estado. En la melancolía podría detectarse casi el rasgo opuesto, el de una acuciante franqueza que se complace en el desnudamiento de sí mismo.”
Condena a una triste eternidad cada vez renovada por el desencuentro amoroso;“sujetado al otro, está constantemente encantado, sin nunca ser encantador. Al menos es así como se presenta: es el juguete, el títere, la víctima pasiva de su pareja a la que acusa de ser agente de su derrota siempre apasionada”. Como sitúa Manfred en La herencia freudiana y la tradición melancólica,
Las escenas de la tragedia y lo melancólico constituyen, en uno de sus aspectos, la expresión ejemplar de la condición humana, pero al mismo tiempo, presentan lo radicalmente inhumano, los límites de lo que la vida soporta antes de extraviarse en la locura o de que el dolor arrase los últimos parapetos que se le quieran oponer.
Ilustración: Santiago Grunfeld
Dolor desamparado: una herida abierta
Mitsprechen es el verbo con el que Freud
nombra al dolor: un entrometido en la conversación.
Desde el Proyecto, Freud va a vincular la melancolía con una pérdida “producida dentro de la vida pulsional”, incluso más adelante en el “Manuscrito G” va a decir que “la melancolía consistiría en el duelo por la pérdida de la libido”. Me interesa retener la idea de que habría algo similar a una hemorragia interna, de lo que se desprende más adelante que “en la melancolía el agujero está en lo psíquico”.¿De qué se trata este dolor abierto, dolor que no encuentra sutura y parece siempre mostrar una herida que no encuentra las operatorias de cicatrización?
Si un aspecto insiste en el psicoanálisis es lo que implica para alguien la pérdida del objeto. Ya en los inicios con “La vivencia de satisfacción”, Freud nos va a hablar del “inicial desvalimiento del ser humano”. Este desvalimiento implica no poder cancelar por sí mismo determinado estímulo y necesitar del auxilio ajeno que viene del Otro. ¿Es este desvalimiento la primera experiencia que nos confronta con la pérdida? El objeto que podría cancelar el estímulo está afuera, en otra parte, no le pertenece. El objeto está perdido en el origen, en el fundamento. Hay una confrontación inicial con una ausencia. Ahora bien, conservemos esta advertencia que nos hace Patricia Fochi en su libro El duelo, la infición del mundo (falofanías, espectros, visiones, sueños, reliquias): “los duelos son coyunturas especiales si podemos escuchar en su transcurso que no hay objeto alguno perdido ‘preexistente’ que garantice una operatoria psíquica en la que una ausencia se escribirá como pérdida”. Lo interesante de este punto que nos señala es que no toda ausencia deviene pérdida. “No hay devenir prefigurado del duelo. Tampoco una pérdida es igual a la otra”. ¿Y no es acaso un descalabro a lo que nos confronta una pérdida? ¿Es ese dolor, dolor que nos confronta con un duelo por la propia existencia, incurable?
Ilustración: Santiago Grunfeld
Dice Freud en “Duelo y Melancolía”:
El examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello se opone una comprensible renuencia; universalmente se observa que el hombre no abandona de buen grado una posición libidinal, ni aun cuando su sustituto ya asoma.
El trabajo de duelo consiste entonces en pasar esa pérdida real por cada región de la experiencia, elemento a elemento, fragmento por fragmento. Y es allí donde el Trauerarbeit se las ve con los bordes de lo faltante.
El adverbio Stuckweise, que tiene el componente “modo o manera”, significa pieza por pieza, al detalle, al menudeo; por lo tanto, fragmentariamente, sin posibilidad de totalización.
Si la melancolía es una herida abierta, el duelo implicará la marca de una soldadura sobre lo que punza, sobre lo que hiere, su huella, por donde algo puede comenzar a escribirse. Del trabajo elaborativo dependerá el advenimiento de un cadáver en antepasado, de lo contrario, se lo encontrará en lo real como espectro, como Ghost persecutorio. “Los duelos impedirían que los muertos regresen, que los espíritus se desprendan del despojo de sus cuerpos”.
Aquí un fragmento de un relato en primera persona que Vir/Cano hace en Dar (el) duelo:
Un cadáver se puede enterrar, un cuerpo es localizable en un espacio determinado, y una muerte puede datarse; pero un muerto no encuentra nunca un lugar fijo, ni un tiempo estable, y también se resiste a estar completamente ausente o enteramente presente (…).
Pero ocurre que los muertos se mueven sin parar y son capaces de transitar múltiples tiempos y espacios, habitan los intersticios de lo que somos, de lo que fuimos y de lo que no puede ser; así permanecen clavados como astillas melancólicas en la carne herida de aquellos que siguen irremediablemente ligados a quienes no están más, y aún así merodean y deambulan entre nosotros.
En el duelo se trata decíamos, de un punzón, de un Losange, marca de un tope entre lo representable y lo irrepresentable. Que haya un tope, un dique o una sutura, un límite, o eso que Kierkegaard dio en llamar “diferencia absoluta”. Sin ella, las diferencias más horrorosas o monstruosas podrían ver, paradójicamente, la luz del día. Sí, continuando con lo anterior, Dios no tiene límites, es la vía regia a los fantasmas de lo imaginario, cielo abierto para las diferencias insensatas.
Ilustración: Santiago Grunfeld
La tristeza negra, una pasión
A una transeúnte
La calle aturdidora en torno de mí aullaba.
Alta, fina, de luto, dolor majestuoso (…)
Por mi parte bebí, como un loco crispado,
en su pupila, cielo del huracán preñado,
placer mortal y a un tiempo fascinante dulzura.
Un relámpago… ¡y noche! Fugitiva beldad
cuya mirada me ha hecho de golpe renacer,
¿no he de volver a verte sino en la eternidad?
¡Lejos de aquí! ¡O muy tarde! ¡O jamás ha de ser!
Pues donde voy no sabes, yo ignoro a dónde huiste,
¡Tú, a quien yo hubiera amado, (…)!
Charles Baudelaire
Dice Rabant en Metamorfosis de la melancolía:
En ese movimiento de caída universal, es posible dejarse caer uno mismo; eso es la melancolía, una caída en la caída, el abandono a la tristeza, el abandono de sí a la decadencia de las cosas, por una anticipación del destino fatal en pleno empuje mismo de un presente. Un renunciamiento a gozar de lo que es, en nombre de lo que pronto no será más.
Hay en la melancolía un dolor inmóvil, un dolor que cae con todo el peso sobre el cuerpo. Como dice Freud en “El yo y el Ello”: “el superyó hiperintenso (…) se abate con furia inmisericorde sobre el yo, como si se hubiera apoderado de todo el sadismo disponible en el individuo”.
Aparece entonces un dolor desamparado en tanto no se encuentran las vías suficientes de sutura. Hará falta que el Otro primordial repita la suficiente cantidad de veces, en un gesto primitivo pues son las primeras marcas de su presencia, la reparación necesaria para que no acontezca la experiencia de un derrumbe, de una caída. “Hasta que aprenda que a una separación de la madre suele seguirle su reaparición (…) De este modo puede sentir una añoranza no acompañada de desesperación.” Dirá Freud en “Inhibición, síntoma y angustia”.
Tristeza que se perpetúa en el tiempo, añoranza, cuita, acedia, soledad que -como aclara alguna vez Hipócrates- no es la del hombre contemplativo sino la de aquel atormentado por la bilis negra. Soporta el peso agobiante de un saber sobre lo perecedero de las cosas, sobre la transitoriedad, lo finito.
Eterno retorno de lo que nunca ha-sido, ni sucederá. Retorno de un reflejo sombrío. Espejo de un otoño árido de tierra infértil.
Vayamos entonces a la pregunta que horada esta última parte, ¿es el melancólico un apasionado?
Según la RAE, pasión deriva del latín passio, -ōnis, y este del gr. πάθος páthos. Lo cual significa “acción de padecer”.
Según la Enciclopedia de Lengua Española, la palabra pasión deriva del latín passio-onis que significa “sufrir”, que a su vez es de la familia ligada al verbo patior “padecer” y de raíz etimológica en común con “paciencia”.
Padecer, sufrir pacientemente, amar la espera. ¿Detrás de qué objeto se obnubila el apasionado?
Ilustración: Santiago Grunfeld
Kierkegaard dice en Journal, “Todo pasa por mí: pensamientos de pasar, dolores que pasan”. Hay una latente espera, exaltación apasionada de una eternidad pura, de un nombre verdadero que está “más allá del instante presente”, “pecador desesperado que se rehúsa a reconocer su desesperación”. Un hombre de fe que tiene la tarea de reunirse con la eternidad, ¿cuál es la creencia hacia la que se dirige la pasión? Kierkegaard nos ofrece la imagen de una pasión amorosa. Espera la fusión con una esencia y una autenticidad en la propia existencia, no aspira a nada más que a recibir ese llamado de Dios. ¿No leemos en esto una reflexividad que no ubica únicamente el acto de pensar o reflexionar, sino eso que vuelve sobre sí de manera espiralada? Eterno retorno, eternidad repetitiva, muerte sinfínica.
Encanto desvelado, mirada en espejo que no refleja otra cosa que aquel de quien parte la pasión. Un insomne que merodea sus propias huellas creyendo que son de otro. Pues, como sitúa Hassoun, “El (la) apasionado(a) ama un(a) anónimo(a) cualquiera y perfectamente indiferente encargado(a) de representar el enigma del que él(ella) encuentra estar preso”.
Ese otro que es objeto de la pasión no parece ser sino el anagrama del propio enigma. Imagen proyectada sobre otro que, en sí, poco importa.
Ilustración: Santiago Grunfeld
El ser que agita al apasionado está desprovisto de toda alteridad. De alguna manera, sería el perchero de esos fragmentos de objetos rescatados de un desastre (…) No vive más que de oír su voz y anuda con él o ella una relación devorante, sin que nada parezca poder crear límite a esa llamarada
Ahora bien, ¿qué sucede cuando confirma que el acceso al otro es imposible? Esos fragmentos con los que adorna al objeto, trapos, vestigios, tarde o temprano anuncian la ruina, el objeto está perdido. Cuando el otro -perchero de fragmentos- se corre apenas, no hacen falta grandes dramas, el apasionado cae en la miseria melancólica. “¿No es esta delegación lo que desespera al apasionado y lo que hace, en el momento en que la pasión se derrumba, bascular en la melancolía de la que con ella intentaba protegerse, librándose a la ruina?”.
No hay en estos fragmentos la hipótesis de suponer que la pasión sea el reverso de la melancolía o viceversa. El interés está puesto en dirigir la mirada hacia la máscara que la pasión parece ponerle a la melancolía. Pensar el lugar del objeto endeble, al que se le destinará una crueldad inusitada, cayendo en un dolor desesperado.
Máscara transparente, casi especular, donde lo que se refleja es quizás esa reflexividad agobiante –vuelta sobre sí– donde no acontecen más que ruinas destinadas a confirmar lo que parece ser un destino, vagar solo, conociendo las verdades como un filósofo sabio, pero lejos de las huellas de lo humano.