La película Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023) comienza con la historia de una familia que vive en un aislado chalet en los Alpes franceses; se trata de dos escritores y su hijo ciego. La pareja, se nos muestra al principio, tiene algunos problemas, pero nada que indique lo que sucederá a continuación: el marido, Samuel, aparece muerto de una caída frente a la casa. Hay indicios de que se trató de un suicidio, pero también hay pistas que llevan a la posibilidad de que la esposa, Sandra, lo haya empujado. Este enigma orienta toda la historia, y lo que sucede a continuación es la reconstrucción de esa caída en un largo juicio, y junto con ello, la reconstrucción de la historia de esa pareja y su hijo.
En el transcurso de la historia, el fiscal, que se empeña en probar que fue un asesinato y convoca a testigos para argumentar la culpabilidad de Sandra, cita al psiquiatra de Samuel. Éste declara lo siguiente: tras haber escuchado a su paciente puede atestiguar que la mujer era una persona atormentadora y malvada, y que si el paciente se quejaba de algo, era justamente de los malos tratos de ella, de cómo lo había manipulado, de que le había robado ideas a la hora de escribir y de que lo acusaba de ser culpable del accidente que tuvo como consecuencia la ceguera de su hijo
Para el espectador de la película es muy fácil indignarse y juzgar a este personaje como un mal profesional. La historia lo deja demasiado servido. Pero voy a detenerme acá, porque creo que el asunto que se toca –es decir, la fe del psiquiatra en las palabras del paciente y su actuación y sus respuestas clínicas– iluminan algo de la complejidad con la que nos encontramos todos los días en nuestro trabajo.
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Ilustración: Santiago Grunfeld
“Me describió un comportamiento fuertemente castrador de su parte” dice el psiquiatra dirigiéndose a Sandra “usted lo hizo cargar con la responsabilidad del accidente de su hijo imponiéndole sacrificar lo más importante para él: escribir”.
El abogado le replica:
“Según usted, sus pacientes le dicen la verdad”.
“A la larga” responde el psiquiatra “uno aprende a diferenciar lo que es real de lo que no”.
Entrando de lleno en el terreno de la especulación, uno puede imaginarse que el psiquiatra, tal vez, fue seducido por las palabras y la imagen de su paciente, dado que todo su criterio parece estar basado en la impresión subjetiva que le ha generado éste, como si se tratara de la mentira o verdad que dice alguien. Da la impresión de haberse identificado con Samuel y haber constituido junto a éste una comunidad silenciosa en contra de la mujer.
Por otro lado, se da a entender que está a la defensiva: interrumpe el diálogo cuando Sandra lo culpa de haberle recetado pastillas demasiado rápido a su marido (éste, según su mujer, atribuía la impotencia de escribir a las pastillas). El psiquiatra intenta defender su nombre y su decisión clínica diciendo que había sido “una decisión conjunta”, y después, en todo momento, ante el interrogatorio del abogado acerca de experiencia con pacientes suicidas, aclara que nunca un paciente suyo se suicidó, como si eso fuera signo de su probidad médica. Se niega rotundamente a considerar la posibilidad de que este paciente en particular se haya suicidado.
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Estamos en el terreno de la conjetura, jugando a que estos personajes de ficción son reales, y la selección de diálogos y de escenas ha sido sumamente arbitraria. Se trata solamente de ver a dónde nos lleva, y si este juego nos permite pensar algo de nuestro trabajo.
¿Qué quiere decir que el psiquiatra se ha identificado con su paciente? Quiere decir, entre otras cosas, que da por supuesto que vive en la misma realidad que éste, que cuando el paciente dice “mi mujer me robó ideas para el libro, me impide escribir”, el psiquiatra cree que esa palabra se limita a describir la realidad. Quiere decir que se pierde, que pasa por alto, lo que Lacan ha trabajado como la “dimensión del engaño del significante y de la demanda”. En otras palabras, lo que se pasa por alto es la mala fe del neurótico.
¿Qué es la mala fe?
Se trata de un concepto con el que Lacan insiste una y otra vez, de diferentes maneras, a lo largo de muchos de sus seminarios. Confieso que yo lo empecé a leer, a prestarle atención, a partir de la lectura Constelaciones del fantasma[1], las clases del seminario de la maestría de psicoanálisis dictadas por Alejandro Manfred, Juan Ritvo y Patricia Fochi en 2020. En este libro, dividido en ocho clases, se desglosa de a poco, cuidadosamente, el concepto de la mala fe neurótica y su relación múltiple e indisoluble con otros conceptos clínicos fundamentales: la demanda, el fantasma, el masoquismo primario.
La mala fe, dicen los autores, leyendo a Lacan, es el corazón de lo fantasmático: es el pacto que el sujeto tiene con el Otro, pacto en el cual el primero se ofrece como sacrificio, pero a condición de no entregarse completamente. Es decir, se entrega en un falso sacrificio, en una comedia de sacrificio porque lo que entrega – y ahí está el engaño – es solo una parte suya, su mierda. En verdad, se mantiene a resguardo. Y, por otra parte –la contraparte de esta demanda– le reclama al Otro que le diga qué desear, pero a condición de que no se lo diga.
Estoy resumiendo y por lo tanto reduciendo la complejidad que implica el desarrollo de este concepto. Recomiendo este libro, y todas las referencias que hay ahí para seguir este concepto en los escritos y seminarios de Lacan.
Lacan menciona la mala fe del neurótico en el Seminario 11, pero ya viene hablando de la dimensión del engaño en el discurso, de la trampa tendida en la demanda –que pide respuesta a condición de que no se responda– desde varios seminarios atrás. Insiste de diferentes formas, a partir de diferentes entradas, con los mismos conceptos, y fundamentalmente, con la misma indicación clínica: ¡No comprendan!
Toda comprensión de la demanda, dice en el Seminario 8, “es acceder a ese mecanismo mediante el cual el neurótico quiere hacerles comer, si puedo decirlo así, su propio ser como una mierda” (239).[2]
“Si han ustedes seguido el nervio de lo que está en juego en lo referente a la emergencia del significante”, dice en el Seminario 10 en la clase Lo que engaña, “podrán percibir enseguida en qué pendiente resbaladiza nos acercamos en cuanto lo que ocurre en la neurosis. Todas las trampas en las que ha caído la dialéctica analítica resultan de esto: se ha desconocido la parte profunda de falsedad que hay en la demanda del neurótico.
“La existencia de la angustia está vinculada al hecho de que toda demanda, aunque sea la más arcaica, siempre tiene algo de engañoso respecto a lo que preserva el lugar del deseo. Esto explica también el lado angustiante de lo que, a esta falsa demanda, le da una respuesta que la colma.”[3]
Toda comprensión de lo que pide un paciente, entonces, significa llenar, colmar, cristalizar aquello que por estructura siempre va a permanecer esquivo. Toda comprensión es una falsa respuesta: convierte en realidad plana una escena que se presenta hecha con la substancia de la fantasía, del erotismo, de la ficción y el engaño, una situación inestable y equívoca.
Comprensión y demanda son términos contradictorios.
En este sentido, la película nos da muchas pistas para que entendamos que no se trata, en Samuel, de un sufrimiento simple y sencillo de comprender. Nos enteramos de que la discusión que se escucha en el juicio fue grabada por el mismo Samuel, que intentaba buscar material en su vida íntima para poder volver a escribir. “Probablemente la produjo él para tener algo que escribir”, aventura Sandra. Y, de hecho, todo ese sacrificio que Samuel denuncia como injusto ante su mujer contiene ese tinte erótico que escuchamos muchas veces en el consultorio: “hágase tu voluntad” para la satisfacción… ¿de quién? ¿Del que se sacrifica o de la persona a la que está dedicado ese sacrificio? Estamos en el terreno intrincado de la oblatividad, de la demanda anal: “tu generosidad”, le dice Sandra en la discusión, “esconde algo sucio y malévolo”
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Ilustración: Santiago Grunfeld
Después de la escena del psiquiatra sucede el momento más importante de la película: la jueza hace escuchar la grabación de la última pelea que tuvieron –grabación que, se nos viene diciendo, podría incriminar a nuestra protagonista–. Entonces, ahí, mediante un artificio de la película que nos lleva al pasado mientras se desarrolla la grabación, podemos ver con imágenes a Samuel, a quién no conocíamos salvo por el testimonio de otros. Se trata de un hombre apuesto e inteligente, que parece estar sufriendo de manera sincera: tiene todo el tiempo los ojos llorosos y una expresión de tristeza y odio contenido sutil, que se nota en las pequeñas desgarraduras de su voz. Toma vino durante la discusión. Lo escuchamos decir a su mujer aquello que el psiquiatra ha repetido: le ha ofrecido su tiempo a ella y a su hijo, y que ella se aprovechó de él y le ha impuesto un castigo horrible. No puede escribir, no puede hacer nada de su vida. Ella le ha robado hasta ideas de su libro. Ella le ha impuesto hasta reglas sexuales.
El lamento de Samuel podría ser el relato de cualquier analizante. Porque ésa es la forma en la que uno se presenta al analista: sufre, no sabe bien por qué, y tiene una versión de los hechos que le proporciona un refugio, una defensa. Una visión en la que está más o menos desimplicado, y que usa como coartada, para que el analista se la crea, para que se ponga de nuestro lado, y a la vez –y esto es lo fundamental, lo que pone todo patas para arriba–, para que no nos crea, porque si nos cree, entonces se pueden producir efectos muy adversos. Puede pasar que el analizante quede identificado a ese objeto sacrificado, como quizás –es una de las posibilidades con las que especulamos en la película– le sucede a Samuel, y se deprima realmente. En todo caso, queda sellado como realidad algo que tenía la materia de la fantasía erótica, aquello “sucio y malévolo” que señala Sandra.
Hay una clase en el seminario 8, después de que Lacan termina el comentario acerca de El banquete, dónde analiza brevemente lo que sucede en la demanda oral. “¿Qué hay que responda mejor, aparentemente, a la demanda de ser alimentado que la de dejarse alimentar? Sin embargo, sabemos que dónde reside ese ínfimo gap, esa hiancia, ese desgarro, dónde se insinúa de una forma normal esa discordancia, el fracaso preformado del encuentro, es en el modo de confrontación de esas dos demandas. El fracaso consiste en lo siguiente: en que, precisamente, no hay encuentro de tendencias, sino de demandas”[4]
Este desencuentro es fundamental. El niño que demanda alimento recibe como respuesta otra demanda: “déjate alimentar”, demanda a la que rechaza ya que “no era eso”.
Que Lacan ejemplifique con el niño tomando la teta de su madre no quiere decir que esté hablando literalmente de eso: se trata de algo que sucede cuando alguien habla en análisis. Se trata de lo que sucede en la transferencia –como bien lo ha trabajado Klein tantos años–: se demanda al analista que nos dé de comer. Que nos ponga palabras en la boca, que nos dé –como dice Klein que le sucede al lactante- aquel alimento que debe darles a otros pacientes y que nos rehúsa nosotros. Que nos entregue su sabiduría que esconde en alguna parte de sí. La envida y el caninabalismo, la vociferación del reclamo, son múltiples versiones en las que el paciente demanda, y allí, en eso, se desliza, para citar otra vez a Sandra, “aquello sucio y malévolo” que hace referencia a la pulsión, la fuerza de la pulsión oral, anal, todo simultáneamente intrincado en la palabra.
Cito el final de estas reflexiones, que me parece fundamental:
“La ambivalencia primordial propia de toda demanda”, concluye Lacan, “es que en toda demanda está igualmente implicado que el sujeto no quiere que sea satisfecha. El sujeto apunta, en sí, a la salvaguarda del deseo, y testimonia la presencia del deseo innombrado y ciego”[5]
No se trata de que Samuel haya sido un manipulador que le hizo creer al psiquiatra y a su mujer de manera retorcida un complicado engaño. La mala fe no está contenida en la unidad de la conciencia. Se trata de un neurótico, como cualquiera de nosotros, que cuando habla no sabe lo que dice y se desimplica de sus palabras, de un neurótico que se apoya en la ignorancia activa, -en este caso, reforzada por su psiquiatra-, para separarse de su deseo, llevando adelante todas las tretas posibles para ignorar su propia situación en su pareja.
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Nos queda una pregunta por hacernos ¿Qué es lo que lleva a un analista a pasarse por alto esta dimensión ambivalente, engañosa, de la demanda? Más allá de la película, queda claro que lo que le sucede al psiquiatra puede pasarle a cualquiera, y que si Lacan insistía tanto con que le prestemos atención y escuchemos la complejidad que se pone en movimiento en la demanda, es porque todo el tiempo la comprensión y la identificación nos salen al paso como una dificultad, más allá de toda teoría, más allá de todo saber: nadie está prevenido y a salvo de engaños en nuestra práctica.
Sin dudas hay muchas respuestas a esa pregunta. Pero me interesa señalar una situación posible.
Hay momentos en los que las señales de angustia que recibimos de nuestros pacientes nos angustian a su vez. Se me viene a la mente algo que leímos –hablo en plural porque lo leímos en un grupo de estudio– en la última parte del Seminario 8, dónde Lacan se refiere a la angustia del analista. En el último apartado de la clase La angustia y su relación con el deseo dice, acerca del lugar del analista: “¿En qué debe consistir la versagung (la traducción al español oscila entre “la no respuesta”, “la denegación de una solicitud”, “la negativa”) del análisis? (…) La fecunda versagung del análisis ¿no es esto, que el analista le rehúsa al sujeto su angustia, la suya, del analista, y deja desnudo el lugar dónde es llamado como otro para dar la señal de angustia?”[6]
Tengo anotado al margen, al lado del último renglón del párrafo citado, entre los comentarios que hicimos de la lectura: “No me pongo a llorar con vos”, y más abajo: “dar la señal es advertirle del peligro al paciente, y por lo tanto anticiparse. Precipitarse”.
Este pequeño fragmento de la clase de Lacan me quedó resonando, decía, porque rehusar la propia angustia, rehusarla en el análisis de un paciente, al fin y al cabo, es algo muy difícil. La tentación de responder al llamado que nos hace la angustia de los pacientes y prevenirlos –y prevenirnos– de alguna manera, llamando a sus padres, a su psiquiatra para que lo medique, decidiendo algo por él, interviniendo de manera precipitada es algo que frecuentemente llevamos a análisis y supervisión. Y que quede claro: nuestra angustia, nuestro miedo, no solo tiene que ver con el paciente, sino también, aunque resulte incómodo decirlo, con nuestra “probidad médica”, con nuestra imagen.
Todos estos son elementos que están en juego en nuestro trabajo. Sería absurdo negarlo. ¿Pero de qué forma aparecen? ¿Y qué hacemos con eso?
Quizás nos puede servir acá algo de lo que Freud trabaja en La interpretación de los sueños. Lo he tenido presente durante todo el tiempo mientras escribía.
¿No leemos, en las asociaciones del sueño de la Inyección de Irma, la preocupación de Freud por “la solución” que dio a esa paciente, sus autorreproches por la recomendación del uso de la cocaína con uno de sus colegas, la inquietud acerca de lo que puedan decir sus colegas y amigos?
La ocasión del sueño, aclara Freud al principio, son las palabras que le dice su amigo Otto el día anterior, en una conversación acerca de una ex paciente de Freud con cuyo trabajo terapéutico éste no quedó demasiado satisfecho: “Está mejor, pero no del todo bien”. Freud siente un malestar con el cometario de su colega. La paciente, por otro lado, no era una persona cualquiera, sino una amiga, y amiga de su familia: “Creí entender un reproche”, confiesa Freud, “como si yo hubiera prometido demasiado a la paciente y atribuí –con razón o sin ella – el que Otto tomara partido en contra de mí a la influencia de los parientes de la enferma, que según yo suponía, no habían visto con buenos ojos el tratamiento. Por lo demás, esa sensación penosa no fue clara para mí ni la expresé de modo alguno”[7]
El destacado es mío, y lo subrayo porque me parece que la forma en la que describe cómo se nos presentan determinadas sensaciones en torno a nuestro trabajo es muy precisa: sensaciones difusas, vagamente penosas, sin rostro definido, como las imágenes que aparecen en duermevela. Sensaciones a las que, si uno no les da forma en su análisis o en las supervisiones, no llegan a hacerse concientes. Al menos no de manera directa. A veces nos empujan a precipitar una respuesta en los tratamientos sin que nos demos cuenta, como quizás le sucedió al psiquiatra de la película. A veces, como en el caso de Freud, toman la forma de sueños.
En el análisis de este sueño excepcional, inagotable, Freud concluye que su trama es la de una justificación. ¿Una justificación de qué? ¿ante qué? Ante un sentimiento de falta suyo, de culpa, que se desencadenó a partir del comentario de su amigo. Logra escuchar, allí, a medida que asocia, que él se defiende ante una acusación, ante una deuda, pero –y esto es lo sorprendente, lo que nos marca una dirección–, no reniega de esa deuda. No queda paralizado bajo los mandatos del superyó y no se defiende del material que le trae el sueño, sino que acusa recibo de su angustia y la reenvía al trabajo. “El descubrimiento del inconciente”, ha escrito Alain Didier Weil, “no es, en efecto, solo el descubrimiento de un hombre apasionadamente curioso de la verdad: es, ante todo, el hecho de un hombre que ha tenido la audacia de pensar una ética totalmente diferente a la de la censura”.[8]
Ilustración: Santiago Grunfeld
[1] Fochi, Patricia, Manfred Alejandro, Ritvo Juan, Constelaciones del fantasma. Editorial Otro Cauce.
[2] Lacan, Jacques, Seminario 8, Editorial Paidós, p. 239
[3] Lacan,Jacques, Seminario 10, Editorial Paidós, p. 76
[4] Lacan, Jacques, Seminario 8, Editorial Paidós, p.232
[5] Ídem, p. 233
[6] Ídem. p. 410
[7] Freud, Sigmund, La interpretación de los sueños, Editorial Amorrortu, Tomo 4, p. 127
[8] Didier Weill, Alain, Los tres tiempos de la ley, Editorial Homo Sapiens, p. 120