UN JUEGO DE NIÑOS: NOTAS PARA UNA GENEALOGÍA DE LA CRUELDAD / Juan Pablo Hetzer

…es siempre alrededor de la palabra crueldad que la argumentación de Freud

se hace más política y, en su lógica, más rigurosamente psicoanalítica.

No es que el sentido de la palabra ‘crueldad’ (Grausamkeit) sea claro,

sino que desempeña un papel operatorio indispensable”

(Derrida, J.  Estados de ánimo del psicoanálisis. 2001, p. 64-5).

En las jornadas realizadas el pasado año sobre Psicoanálisis y Salud pública en la localidad de Resistencia, Chaco, un colega analista presentó el recorte de un caso que me invitaron a comentar. Un caso que me conmovió profundamente y me movilizó a escribir. Siempre hay un caso clínico en el empuje a escribir. A veces pienso que quizá no tendría que ser de otro modo en la escritura psicoanalítica. Se trataba de un niño de 10 años sobre el que habían ejercido violencia sexual grupalmente otros seis niños de entre 8 y 13 años en varias oportunidades. Niños que eran sus vecinos, habitaban la misma cuadra del barrio. “Me cogieron, entre todos me violaron”, le respondió el niño a su madre cuando esta le preguntó qué le habían hecho. Cuando es entrevistada la madre en el Hospital al que acuden, dice que todas las semanas su hijo se dirigía “a jugar a la play” a la casa de un amigo, de allí otro grupo de niños lo buscaba y le decían: “vamos a jugar con nosotros o te vamos a pegar y te vamos a tirar a la zanja”. Y su hijo, por temor, accedía. En el primer encuentro con el analista el niño dice: “Me violaron entre muchos. Dos hacían de campana, que avisaban si venía alguien, los otros dos hacían como que jugaban a la escondida o a la mancha y los otros dos me violaban. Después se iban cambiando. Me decían que me quede callado, que no diga nada, porque si llegaba a decir algo ellos me iban a agarrar entre todos de nuevo, me iban a pegar y matar con palos y me iban a tirar a la zanja.”

El recorte que el colega expuso era más amplio y situaba interrogantes muy importantes para el abordaje analítico, pero fue un elemento el que mayor perturbación me causó y al cual asocié figuras del horror. Los niños que violan a este niño realizan un acto que no está desarraigado de la palabra, como a veces sí lo está el acto homicida. Hay premeditación. Existe un saber sobre el crimen porque imponen el secreto. En el secreto queda marcado el carácter de lo prohibido. En este punto no se distinguen de los adultos abusadores, que siempre lo exigen[1]. Y el “vamos a jugar” oficia de pantalla al abuso, le da un marco: algunos hacen de campana, siguen el juego. Este recurso técnico, podría decirse, fue lo que mayor impacto me produjo. Me vino a la mente el libro de Pascal Quignard, El odio a la música (1998). Allí describe cómo la música llegó a colaborar en el exterminio organizado de los campos de concentración nazi. La música estaba omnipresente allí: desde el silbato de los soldados a las marchas militares o canciones que obligaban a tocar a la orquesta integrada por prisioneros, acompañó la música el horror de la humillación para el goce estético de los alemanes. La canción-señuelo que permite atraer y matar. Los cuerpos desnudos entraban a la cámara de gas en medio de la música. Relatos sobre la integración de la música y de las canciones en los actos de tortura, violaciones y asesinatos aparecen en numerosos testimonios de sobrevivientes que describen la presencia de la banda musical mientras las personas marchaban hacia su fosa común: “Tocaban muy fuerte, como en un carnaval”. La música como pantalla, como anuncio de la muerte y acompañamiento de la esclavitud. La música aumentaba la obediencia de los prisioneros. Los militares argentinos también usaron la música durante las torturas como un modo festivo de llevar a cabo la tarea y también para encubrir los gritos de dolor de la persona torturada. En el documental dirigido por Miguel Rodríguez Arias del año 2004, titulado: “Juicio a las Juntas: El Nüremberg argentino”, quienes testifican lo exponen detalladamente. La música-señuelo-pantalla.

Ilustración: Santiago Grunfeld

Los niños, volviendo al caso, lo hacen a través del juego: el juego y el jugar como señuelo y pantalla para el abuso y la humillación. Convocan desde el juego, esta es la función secreta. “La play” fue el señuelo para ejercer un goce cuyo requisito es la des-subjetivación del otro: “vas a jugar con nosotros o te matamos y tiramos a la zanja” le dicen. Se apropian del cuerpo del niño como objeto de goce usando como expediente al juego. El juego de la mancha y el de la escondida acompañan y encubren una violación grupal que se sostuvo en el tiempo durante meses. El jugar queda pervertido en su carácter ficcional para ponerse al servicio de lo siniestro. Del mismo modo que la música, ligada a la exaltación del alma, deviene “infernal” –como escribe Primo Levi– para los prisioneros del Lager, el juego, fuente de placer compartido, muda para este niño en una forma de la crueldad en la cual queda como objeto. Esto permitiría pensar en la posible degradación de lo lúdico, en su perversión, en la servidumbre de la imaginación cuando deviene instrumento de apoderamiento del otro, en el uso del “como si” en tanto recurso técnico que asegura una certeza sobre el dominio (y exterminio) exitoso del semejante.

Hace dos décadas, Jacques Derrida presentaba los Estados Generales del Psicoanálisis diciendo que había algo que el psicoanálisis no podía eludir tratar si pretendía no permanecer al margen de su tiempo y exponerse a todas las derivas: ese algo era la crueldad, la mutación de las figuras históricas de una crueldad no erradicable. Para el autor francés se esperaría del psicoanálisis que no sólo diga, sino que haga algo “sin coartada”. Fernando Ulloa estuvo advertido sobre esto mucho antes, en la década del ‘80, en el trabajo analítico en instituciones y con sobrevivientes del terrorismo de Estado.

Es cierto que la noción de crueldad no es unívoca, pero Freud la inscribe en la lógica de pulsiones destructivas inseparables de la pulsión de muerte cuya eliminación sería una completa ilusión suponer. Silvia Bleichmar (2011) ha intentado cercarla: la crueldad, como forma de relación al semejante que va asumiendo diferentes formas según las culturas, resulta una combinatoria de sadismo y agresión, sadismo como correlativo a la pulsión, y agresión como correlato del narcisismo. Ahora bien, la figura de la crueldad que asume esta violación a un niño por otros niños admite al menos dos cuestiones: primero, ¿qué diques para la pulsión de muerte no se constituyeron o no fueron suficientes? Segundo, ¿en qué linaje se inscriben estos niños al cometer este crimen?

Ilustración: Santiago Grunfeld

Si releemos las cartas con Einstein (1997 [1932]) y asumimos, con Freud, la denuncia de la ilusión que comporta la creencia en la erradicabilidad “del mal”, de la crueldad, de la pulsión de dominio y muerte, y si le otorgamos a la palabra crueldad ese papel operatorio ubicado por Derrida, que acerca la argumentación freudiana a la política, ¿no habría que preguntarse, acaso, por el papel que juega la historia de un país y el contexto actual en el cual se viene acentuando una descomposición de los modos de subjetivación, donde los diques psíquicos y las instancias ligadoras parecieran estar cada vez menos en condiciones de retener la fuerza pulsional? La pulsión de poder que el narcisismo traduce como “yo puedo (sobre el otro)” no se restringe al obrar de un sujeto, alcanza, además, al poder soberano del Estado. Los Estados llamados occidentales, a los que Derrida se refiere en el inicio de este milenio, no están dispuestos a ceder parte de su soberanía respecto del poder sobre la vida y la muerte del ciudadano (la pena de muerte, por ejemplo), ni sobre sus propios Tribunales. La creación de una Corte Internacional limitaría y sancionaría los crímenes de masas, condicionaría el poder soberano de un Estado a hacerle la guerra a otro. En Sudamérica, como en otras regiones del mundo, la pulsión de poder asume otra figura, los Estados no discuten en la actualidad si ceder o no ceder la soberanía: la ceden, en su mayoría lo hacen. El retiro cada vez mayor del Estado para dejar-hacer y la decisión de avanzar en la complicidad con la criminalidad financiera global y local, adopta para con la ciudadanía un estado de ánimo propio: la indiferencia, la soberana indiferencia al geno(eco)cidio –cuya velocidad no es precisamente la del goteo como dice Zaffaroni (2022), va más rápido. La clínica psicoanalítica con niñes nos ha enseñado acerca de las magnitudes de la crueldad con la que es vivida la indiferencia. La indiferencia del otro[2] –del cual queda suspendida la subjetividad del ser humano en sus primeros tiempos de vida– es vivida como crueldad por les niñes. Nos ha enseñado, también, algunos destinos que ha tenido la crueldad en elles. 

Entonces, ¿el problema es la “intensidad” de la pulsión de muerte o ciertos modos de producción de subjetividad que hallan coartadas más o menos renovadas para su satisfacción sin mediaciones? Los diques psíquicos (asco, vergüenza, pudor) y las instancias ligadoras (yo/ideales/ética/ideología) conformadas en sus contenidos representacionales por aquella producción de subjetividad no parecen estar en condiciones de combatir la crueldad –sangrienta o no sangrienta. ¿No es necesario el amor del otro para renunciar a la satisfacción inmediata, y una promesa de obtener un placer diferido? Si el ejercicio pulsional no está mediatizado, si no hay promesas de futuro ni un proyecto común socialmente deseable que permita y promueva la demora y la instalación de ciertos modos de la obligatoriedad y miramiento por la alteridad, ¿qué motivos habría para renunciar? ¿Acaso no vemos que van en aumento modos renovados de la crueldad y de la mudanza de lo familiar en extraño y atacante? Al pretender instalar como valor social la idea de un sujeto libre de las implicancias o ataduras que implica vivir en comunidad, al fomentar la ilusión de independencia y autonomía al punto de concebir como un fracaso cualquier forma de dependencia del otro, al acentuar –y absolutizar– lo que cualquier lazo tiene de desligadura para presentar al sujeto libre de deuda alguna hacia el semejante, al asumir el Estado una soberana indiferencia hacia sus pueblos, ¿no resulta inevitable que una sociedad se criminalice? Sí. Pero este grupo de niños ¿está desafiliado? Estos niños que amenazan, humillan y violan al vecino usando como señuelo-pantalla el jugar, la actividad de simbolización por excelencia de la condición infantil, ¿se inscriben en una genealogía?, ¿Se filian en el crimen a una historia? ¿Qué interpretan estos niños del llamado del Otro para que su respuesta pase por esta violación grupal? ¿Qué marcas del Otro reciben, qué metabolizan y qué lazo hacen consistir ejerciendo en conjunto violencia sexual sobre otro niño durante meses?

El aspecto inquietante –por horroroso– es el uso del jugar como técnica, como pantalla que encubre la crueldad[3]. Los alemanes, durante la Segunda Guerra, construyeron en un distrito de Varsovia llamado Treblinka, un campo de exterminio al cual llevaban en tren a los prisioneros. Los trenes que llegaban se detenían ante una falsa estación: disfrazaron un edificio erigido en el andén como una pequeña estación de ferrocarril, la cual incluía un reloj de madera –que evidentemente marcaba siempre la misma hora–, señalizaciones ficticias de baños y horarios de trenes como los que caracterizan una terminal ferroviaria[4]. Los oficiales de las SS y la policía alemana anunciaban que habían llegado a un campo de tránsito, con lo cual, podría pensarse, se ahorraban la resistencia de los deportados a bajar y entregar sus objetos de valor. La simulación, en el borde de lo lúdico, como señuelo-pantalla otra vez. Luego, conducían a las personas hacia un camino vallado y camuflado, conocido como el “tubo” (Schlauch), que llevaba del área de recepción a la entrada de la cámara de gas situada en el interior del campo. Las víctimas eran obligadas a correr desnudas por este camino hasta las cámaras de gas, que engañosamente estaban marcadas como duchas. Los militares argentinos se valieron del juego, del juego del fútbol, del campeonato mundial, para intentar velar el secuestro, la tortura, la violación y la desaparición de personas durante la última dictadura que fue también cívica y eclesial. La imaginación y la creatividad como instrumentos al servicio de una genealogía de la crueldad[5].

¿Sería lícito poner en la misma serie al uso instrumental del jugar que hace el grupo de niños para convocar a su víctima? ¿El juego degradado a técnica no transforma, acaso, un saber supuesto sobre el goce en un saber sabido que garantiza una certeza cuyo efecto sobre el niño fue el sometimiento exitoso sostenido en el tiempo? Contardo Calligaris (1998), cuando analiza la coartada de Albert Speer –arquitecto de Hitler y ministro de armamentos del Reich– basada fundamentalmente en que la guerra era inevitable por el grado de avance técnico logrado por la humanidad, señala que “la pasión por la instrumentalización” transforma en totalitario todo lazo social. ¿Tenemos derecho a suponer que este grupo de niños está tomado por una lógica instrumental que impone un contexto abusivo? ¿Podríamos leer en su comportamiento estratégico los efectos de la alienación a una obediencia debida?

Recordé la película de Michel Haneke, La cinta blanca estrenada en 2009. Niños educados en una falsa moral, en el racismo y el fundamentalismo religioso, que sufren la humillación sádica que ejercen los adultos, empiezan a cometer crímenes, también hacia otros niños, sin que nadie sospeche de ellos. Haneke rastrea en ese escenario de principios del siglo veinte en un pueblo alemán, los orígenes del fascismo, porque el elemento que lo conmueve, tanto como a mí este caso, es la pregunta por la niñez que tuvieron quienes años más tarde formaron parte de las juventudes hitlerianas.

Ilustración: Santiago Grunfeld

Referencias:

Bleichmar, S. (2011). La construcción del sujeto ético. Buenos Aires, Argentina: Ed. Paidós.

Calligaris, C. (1998). “La seducción totalitaria”. Revista Psyche N° 30.

Derrida, J. (2001). Estados de ánimo del psicoanálisis. Buenos Aires, Argentina: Ed. Paidós.

Einstein, A. y Freud, S. (1997 [1932]). ¿Por qué la guerra? O.C. T. XXII.Buenos Aires, Argentina: Ed. Amorrortu.

Quignard, P. (1998). El odio a la música. Santiago de Chile: Ed. Andrés Bello.


[1] Cabría aquí distinguir dos aspectos del secreto. Aquel secreto que constituye a un grupo, del secreto impuesto a la víctima. El secreto puede fundar grupalidades, sí. Y ese secreto suele vincularse a un crimen: pactos de silencio han dado origen a sociedades de diversos tipos. Sin embargo, en el caso, lo que me interesa señalar es que se impone a la víctima. El secreto impuesto tiene otro carácter que el que podría fundar grupalidad. El secreto forzado apunta a convertir en cómplice a la víctima, quien “secretamente” o íntimamente, queda consintiendo el hecho ultrajante. El efecto psíquico en el sujeto objeto de la crueldad es lo que me importa poner de relieve: si consiente al secreto, de alguna forma convalida la humillación. El acto perverso, “secretamente” transforma en perversas a sus víctimas. Por eso, resulta devastador subjetivamente. Esta aclaración sobre las diferentes funciones del secreto fue suscitada a partir del diálogo sobre el texto mantenido con Federico Fontana.

[2] “Esa de la que todes, en algún punto, podemos ser partícipes. Esa indiferencia que nos hace cómplices y hacedores de una cultura que posibilita la crueldad”, Octavio Bassó: comentario personal.

[3] “Lo que me parece horroroso de la técnica es que devela que ellos fingen ser niños mientras encarnan una sexualidad adulta y perversa. Fingen ser niños siendo niños, pero cuando, en cierto modo, ya no lo son. Ese juego como pantalla –significativamente: manchar(se) y esconder(se)– es el epitafio de su propia niñez en el sentido más fuerte de esta palabra. Acaso antes de saberlo, han perdido su inocencia,”. Leandro Drivet: comentario personal.

[4] Datos extraídos de: https://encyclopedia.ushmm.org/es

[5] Se trataría de una serie de eslabones que guardan una relación de filiación. El nazismo y la dictadura en Argentina comparten un borde lúdico en lo que hace a algunas formas de la crueldad, y se trata de generaciones diferentes. Podrían hallarse seguramente otros eslabones.

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Sandra Gerlero