LA NOVELA DEL PROFESOR / Federico Fontana

La mañana del siete de julio de dos mil quince llegó a mi oficina una caja proveniente del archivo personal del psicoanalista argentino Ángel Garma. Había sido cedida por su hija Carmen a un equipo de investigadoras de la Facultad de Psicología. Algunas integrantes estaban interesadas en digitalizar ese archivo. Mi nombre es Gustavo Rodenas y trabajo en el Centro de Documentación de Investigaciones socio-históricas de la ciudad de Rosario. Mi función allí es clasificar, ordenar y restaurar documentos históricos de modo tal que puedan ser aptos para su digitalización. Realizo tareas de traducción en varios idiomas y eventualmente, en el caso de textos incompletos, cuento con el apoyo de exégetas de la Facultad de Letras.
Al abrir la caja encontré principalmente cartas; decenas de cartas. Preparé el espacio de trabajo y comencé a separar y agrupar las mismas por remitente. Un fajo de cartas me llamó la atención. El papel sobre el que estaban escritas parecía salido de un recetario médico y estaba ya de color amarillo, con algunos hongos, principalmente el Anobium punctatum, más conocido como gorgojo, cuyas larvas producen túneles en el papel y lo van devorando. Sin embargo, mi asombro no fue tanto por el deterioro del papel sino más bien por su remitente. En el margen izquierdo superior podía leerse: Prof. Dr. Freud, Wien IX, Berggassen 19. Las cartas estaban escritas en un idioma desconocido para mí aunque su morfología se parecía al alemán (que conozco vagamente por intermedio de mi madre, quien fue profesora de ese idioma en la Universidad) pero con ligeras variaciones, sobre todo en las curvas. La letra era apretada pero muy prolija, en cursiva y escrita con tinta negra. Hacia el final de la carta, sobre el margen derecho, la firma de Sigmund Freud. Inmediatamente las escaneé y le envié un correo electrónico a mi madre para que me ayudara en su traducción.
Me quedé observando el material que tenía frente a mí. Las cartas siempre me han parecido un testimonio de otro tiempo, otra forma de entender la vida y las comunicaciones. Pensé en las cartas de amor y en las cartas de trabajo, en las confidencias a las que podía acceder si lograba traducir aquel epistolario. ¿Qué debe hacer uno cuando descubre un secreto de manera indirecta, es decir, sin que la intención sea manifiesta?
La respuesta de mi madre no demoró en llegar. Hace algunos años que está jubilada y si bien se dedica a trabajos particulares de traducción, tiene mucho tiempo libre. Abrí su correo y leí:

Hijo, en principio me pareció que estaban escritas en alemán pero en verdad es Sütterlin: una suerte de variación especial del alemán y que alrededor de 1911 se impuso como obligatoria hasta que los nazis la prohibieron. Me llevará unos días traducirlas, ya que si bien entiendo lo que dicen, la caligrafía es muy ajustada. Hay algunos huecos que no comprendo. Si tu abuela Elza estuviera viva seguro sería de mucha ayuda. Estoy pensando en una amiga suya que voy a necesitar para poder traducirlas. Lo que te puedo adelantar es que las cartas tratan sobre una novela de Freud.

El último párrafo me resultó extraño. No terminaba de entender a qué se refería con aquello de la novela. Levanté el teléfono y la llamé inmediatamente.
–¿Me podrías aclarar un poco qué es eso de la novela? – le pregunté.
–Por lo que puede verse a primera vista es un intercambio de cartas con un amigo o editor, con quien discute algunos temas acerca de una novela.
–Y cómo estás tan segura de que es una novela de Freud.
–Porque él mismo habla acerca de su héroe, de los problemas que tiene para desarrollar algunos aspectos de su personalidad – contestó.
–Bueno, te quiero pedir por favor tomes este trabajo con prioridad y me avises cuando tengas novedades.
Al terminar la conversación tuve la sensación de estar frente a algo desconocido. Como si una gran puerta se hubiera abierto ante mí y los goznes chirriaran, aturdiéndome. ¿Una novela escrita por Freud?

Los días que pasaron hasta que mi madre pudo finalizar su trabajo transcurrieron lentos. Pensé en consultar acerca de la obra de Freud con quienes me habían hecho llegar el material. No sabía bien cómo manejar esta hipótesis que mi madre había deslizado. Imaginé un alboroto generalizado y que el hecho de consultarles antes de terminar mi trabajo daría cuenta de mi insuficiencia. Temí que mi reputación fuera puesta en juego y desistí de la consulta. Hablaría a mi amigo Juan Cruz, un estudioso del psicoanálisis, que seguramente tendría información valiosa para darme.

–Juan, ¿se conoce algo de la obra de Freud que no esté relacionada estrictamente con el psicoanálisis? – pregunté.
–La producción de Freud es difícil de clasificar en términos de obra científica– contestó Juan–. Es decir, por una parte, hay escritos teóricos que datan desde 1888 pero por otro lado también se conocen cartas de su juventud con un amigo del bachillerato, que están fechadas en 1871. Existe también un gran volumen de correspondencia con discípulos que abarcan temas científicos pero también relacionados a política, al arte, a la vida cotidiana.
–Se sabe si Freud escribió alguna novela, pregunté.
Juan río de manera vivaz.
–Ojalá nos hubiera regalado algo así– contestó–. Pero Freud era muy cuidadoso de su escritura y del edificio teórico que estaba construyendo. Hubiera sido un paso en falso escribir una novela, sobre todo para sus detractores, que a menudo lo tildaban de escritor antes que hombre de ciencia. Imaginate que cuando le otorgaron el premio de literatura Goethe no fue a recibirlo. Es decir, se trata de uno de los más grandes honores en lengua alemana y Freud mandó a su hija a buscarlo.
–Eso quiere decir que, oficialmente, no hay noticias de una novela escrita por Freud.
–Ni oficial ni extraoficial– contestó Juan–. Freud fue un gran lector: leía a Schiller y a Goethe, a Heine y Shakespeare, pero de ahí a pensar que haya podido escribir una novela es una completa locura, además de un riesgo muy grande para lo que implicaba su figura como científico.

Terminamos aquella charla y decidí aguardar con paciencia los resultados de las traducciones.
Algunos días después me reuní con mi madre en su casa. Ya tenía hechas las copias traducidas de las cartas. Había ubicado el original y la traducción al costado. Así, con todas las cartas.
Me dijo que había una pauta con respecto al idioma utilizado y era que habían sido enviadas dentro de los límites del imperio austro-húngaro y a alguien capaz de leer Sütterlin, o sea que era alguien cercano. El proceso que había seguido mi madre fue transliterar al alemán y a partir de allí traducir al castellano.

–Tengo que aclararte algo de entrada acerca de este material, dijo.
La miré un tanto preocupado. Su tono parecía grave.
–Está muy claro, sobre todo en una de las cartas finales, que el autor no quiere que se publiquen ni que se sepa absolutamente nada de los temas que allí se tratan. Es rotundo en esto. Sería importante que lo consideres, dijo mi madre.
Asentí en silencio.
–Por lo que puede leerse en conjunto -dijo- se trata de intercambios acerca de una novela escrita por Freud.
–Eso ya lo habías dicho – respondí – inquieto.
–Lo que descubrí ahora–continuó mi madre– es que Freud le consultaba a este amigo sobre los argumentos de su novela. Al parecer tenía ciertas dudas y las iba compartiendo con este hombre.
Mi madre espació aún más las cartas entre sí y ubicó la primera frente a nosotros. Leyó:

“En el centro dos figuras principales, una masculina y otra femenina, en torno a las cuales se reagrupan las otras piezas. Las ideas, las mujeres, los hombres, los cuadros de la naturaleza que he acumulado para la novela siguen intactos. No los malgastare en fruslerías, se lo prometo. La novela se ocupa de varias familias y de todo un territorio, con bosques, ríos, transbordadores, ferrocarriles.”.

–Continúa en la segunda carta, dijo mi madre.

“Tengo algunas dudas sobre si narrar en primera persona el viaje de Iván de S. por el Adriático, ya que la primera persona no me daría la suficiente distancia narrativa para describir el torbellino anímico que vive en su interior. Aunque la primera persona, como bien señalabas, sirve para valorar el horror de la experiencia que vive Iván. Es como en las mejores novelas de Dostoievski, donde siempre son confesiones”.

–Tenemos las devoluciones que le hacía su amigo, pregunté.
Mi madre me miró y sonrió. Separó tres cartas del grupo que había armado. Alzó una ceja.
–Y el remitente, pregunté, ansioso.
–Solo las iniciales–respondió mi madre–. Aquí– señaló con el dedo.
Las letras W.S se leían nítidas. Las tres cartas están firmadas de la misma manera. Tuve la impresión de encontrarme ante un juego de pistas y rastros perdidos, un tablero hecho con piezas que no encajaban. Mi madre advirtió el desconcierto y se acercó y me rodeó con sus brazos.
–Tené presente–me dijo– que el trabajo comienza con lo existente y que luego se le va ganando terreno al mar.
Le pedí que por favor continuara con su exposición.
–Aquí una de las primeras devoluciones de este tal W.S

“La novela es bastante prolija: la tesis salta a la vista, los detalles se dispersan como aceite derramado y en cambio los personajes apenas destacan. Hay figuras superfluas; por ejemplo, el hermano y la madre de la protagonista. Hay episodios superfluos; por ejemplo, los acontecimientos y los discursos previos a la boda, y en general todo lo que respecta a la boda. Puede llorar o gemir con su novela, puede sufrir con sus personajes, pero considero que debe hacerlo de modo que el lector no se dé cuenta. Cuanto mayor sea su objetividad, más fuerte será la impresión. Eso es lo que quería decirle”.

–Aquí la respuesta de Freud

 “Tienes toda la razón con respecto al sentimiento de la Señorita de Whrus, ella no puede permitirse semejante atropello, deberé realzar la escena donde se desquita y en lugar de farfullar una venganza, que se exprese de manera directa y vehemente, que prometa la venganza y la jure delante de sus superiores. Podría dilatar su visita a Londres hasta que tenga compañía y alguien debería advertirle que jamás deje que Ernest la pase a buscar a ella sola”.

A medida que avanzábamos en la correspondencia quedaba claro que se trataba de una historia novelada. En ciertas cartas Freud se mostraba muy contento con su amigo por los consejos recibidos y daba muestras de que los obstáculos habían sido superados. En otras, la desazón y las dudas parecían carcomerlo por dentro. 

“He empezado el capítulo tres el diez de septiembre, con la idea de terminarlo el cinco de octubre a más tardar. El principio lo escribo con calma, sin imponerme ninguna sujeción, pero al llegar a la mitad empiezo a desanimarme, a temer que el capítulo sea demasiado largo. El inicio me parece muy prometedor, la parte central es incierta, chapucera; y el final, una especie de fuegos de artificio, como en un cuento breve. Involuntariamente, cuando se escribe un capítulo así, uno se preocupa ante todo de sus límites; del conjunto de protagonistas y semiprotagonistas se toma a un solo personaje —marido o mujer —, se lo sitúa en el fondo y se resalta sólo a ése; los otros, en cambio, se distribuyen por ese fondo como monedas menudas, formando algo que se asemeja a la bóveda celeste: una luna grande rodeada de una multitud de estrellas muy pequeñas. No obstante, la luna no acaba de quedar bien, porque sólo es posible entenderla si se comprenden también las estrellas. ¿Qué hacer? La verdad es que no lo sé. Confió en el tiempo, que cura todos los males.

–La respuesta de W.S, luego de un par de semanas.

“Hace usted grandes progresos, pero permítame que le recuerde un consejo: escriba con mayor frialdad. Cuanto más sentimental es la situación, mayor frialdad se necesita a la hora de escribir; de ese modo el resultado es más conmovedor. No conviene azucarar”.

–Luego se relatan algunos episodios que no tienen relación con la novela pero sí con ese tiempo de la escritura, dijo mi madre.

“Cada noche me desvelo y leo Guerra y paz. La leo con curiosidad y con una ingenua pasión, como si no la hubiese leído nunca. Es una obra extraordinaria. No obstante, no me gustan los pasajes en los que sale Napoleón. En cuanto aparece, se perciben toda clase de trucos y distorsiones para tratar de presentarlo más estúpido de lo que era en realidad. Todo lo que dicen y hacen Pierre, el príncipe Andréi o esa perfecta nulidad de Nikolái Rostov es bello, profundo, natural y conmovedor. Todo lo que dice o hace Napoleón no es natural ni inteligente, sino hinchado e insulso”.

–Tras algunas semanas de silencio, vuelve una respuesta de W.S.

“Respecto al final del capítulo tres, no estoy de acuerdo con usted. Un psicólogo no debe pretender que entiende lo que no entiende. Es más, un psicólogo no debe dar la impresión de que entiende lo que nadie entiende. No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los imbéciles y los charlatanes creen comprenderlo todo”.

–Aquí parece faltar una carta–dijo mi madre– porque la respuesta de Freud es vehemente y no encuentro referencias a ese tema en las escritas por W.S.

“Me reprocha usted mi objetividad y la llama indiferencia ante el bien y el mal, me acusa de falta de ideales y de ideas, etc. Querría que yo, al describir los ladrones de caballos, dijera: «Robar caballos está mal». Pero eso ya se sabe desde hace mucho tiempo, sin necesidad de que yo lo diga. Que los juzguen los jurados, a mí sólo me compete mostrarlos como son. Escribo: «Tiene que vérselas con ladrones de caballos; sepa que no son mendigos, sino gente acomodada, gente de iglesia, y que robar caballos no es un simple hurto, sino una pasión». Cierto, sería agradable conciliar el arte con la predicación, pero en mi caso es bastante difícil, si no imposible, por motivos técnicos”.

–Hay un intervalo de varios meses entre la última y la penúltima carta–dijo mi madre–. Estas últimas líneas son importantes, aseguró. 

 “He pasado todo el fin de semana de Pascuas afinando el desenlace de la guerra en York y las consecuencias que ello tendrá para la Corona. A partir de aquí creo que el clima se enrarece mucho más y es posible que el lector quede desorientado. Tienes razón en lo último que habías dicho: no deberé ahorrarle trabajo al lector a la hora de comprender; no le daré de comer en la boca sino que lo haré cazar su propia comida”.

Mi madre juntó todas las cartas, intercalando las originales con las traducciones, y dejó por fuera la última. Me indicó que me acercara. Con el dedo señaló unas líneas y leyó:

“Acabo de enviarte junto con esta carta el último manuscrito, corregido y terminado. He acabado la novela; creo que puede valer igual que mi libro acerca de los sueños”.

Mi madre apiló las cartas y me las entregó. Se paró frente a mí con una sonrisa irónica en sus labios.
–Parece que llevas una bomba entre manos –dijo–. Pensá bien qué hacer con esto; hay una voluntad explícita aquí.  
Ilustración: Santiago Grunfeld
Volví a casa y archivé las cartas en la caja donde habían llegado. Quedaba por delante una semana hasta que se cumpliera el plazo estipulado para hacer la devolución.
Durante aquellos días paseaba por la casa, inquieto, sin poder dejar de lanzarle miradas impacientes a la caja que contenía las cartas. A medida que se acercaba el plazo para entregarlas, las dudas acerca de qué hacer y las consecuencias de ello iban aumentando. Por qué privar al mundo de una obra literaria, que seguramente impactará con una fuerza arrolladora. Por qué respetar el deseo de un difunto y guardar silencio. Acaso los escritores no escriben para ser leídos. Acaso no son los lectores quienes convierten a un hombre en escritor. Quién era yo para decidir sobre eso.
La mañana anterior a entregar el trabajo llamé nuevamente a mi amigo Juan Cruz. Le pregunté por Ángel Garma.

–Fue un psiquiatra español –contestó Juan– que se analizó con Theodor Reik. Reik fue discípulo de primera fila de Freud, la generación dorada –acotó luego–. Se formó durante dos años con él y luego emigró a la Argentina y formó una de las sociedades analíticas más productivas del mundo. 
–¿Se sabe si Garma tuvo contacto con Freud? – pregunté.
–Es poco probable –contestó Juan–. Lo que sí se sospecha es que pudo haber mantenido correspondencia con otro discípulo de Freud, Sandor Ferenzci. Se dice que mantuvieron supervisiones de manera epistolar.
Me quedé en silencio un instante, intentando atar cabos sueltos.
–¿Seguís ahí? – preguntó Juan.
–¿Crees que alguna de esas cartas permanece sin publicar aún? – pregunté. 
–Así es–contestó Juan–. No solo sin publicar, sino que permanecen escondidas.
–Como si fueran un secreto – dije.
–Algo así–contestó Juan–. Para que tengas una idea: se conoce que la producción epistolar de Freud alcanzó la suma de veinte mil cartas. La mitad se han perdido, se dice que muchas las quemó el propio Freud. Estiman que además de las cartas publicadas hay cerca dos mil que no están perdidas sino que, como botín de pirata, yacen escondidas en sótanos polvorientos.
–O sea que hay cosas que los herederos de Freud han elegido respetar, pregunté.
–Podríamos decirlo así–contestó Juan–. Te doy un dato de color para tu investigación: hay una carta que Freud le escribió a su mentor Josef Breuer que solo podrá publicarse en el año dos mil ciento dos. Te aconsejo –siguió diciendo Juan– que tomes con cuidado lo que encuentres; esa correspondencia se puede transformar en un laberinto del cual sea difícil salir.
–Como si las cartas murmuran…
–Con la voz retumbante de los fantasmas – contestó Juan.

La noche previa a entregar mis conclusiones al equipo de investigación tuve un sueño, que al otro día recordé nítidamente. Me encontraba en un edificio de numerosos pisos, solo que desde el interior no podía saber en cual me encontraba. La sensación era la de estar elevado y también atrapado. Estaba junto a mis compañeros de secundario; compañeros, algunos, a los cuales hace muchísimos años que no veo. No era el único que se encontraba atrapado en este edificio que era, aún sin parecerlo, un colegio. Los salones eran inmensos pero estaban completamente vacíos. Tenía la intensa sensación de que se trataba de mi colegio secundario. Desde las ventanas podíamos ver la ciudad iluminada por el sol matutino. Alguien hacía correr el rumor de que se acercaba el director. Nos dispersábamos y comenzábamos a descender piso por piso buscando la salida. En algunos pisos la disposición cambiaba radicalmente y ya no parecía un colegio sino el vestuario de un gimnasio o de un club, con duchas y cambiadores y casilleros para guardar ropa. La gente iba y venía, ajena a nuestra presencia. Era como si no existiéramos y sin embargo recuerdo clara la sensación de estar siendo observado, de que las personas sabían quiénes éramos y que estábamos escapando. En determinado momento me encontré sólo y escondido dentro de una ducha. Desde allí podía seguir el movimiento de aquellos que se cambiaban en el vestuario. Detrás de aquella pared tenía cierta seguridad hasta que alguien, alguien que no pude reconocer pero que recuerdo su figura, el color que tenía su piel debajo de aquellos fluorescentes, me señaló con el dedo. Inmediatamente emprendí la retirada, corriendo por los pasillos y bajando las escaleras, casi saltando. Ahora sí me encontraba sólo; ninguno de mis compañeros continuaba conmigo. Mientras bajaba las escaleras corriendo podía ver mis zapatos, desatados, y los cordones que saltaban y golpeaban contra el suelo y no me podía desprender de la sensación de que en cualquier momento los pisaría y caería rotundamente al piso de mosaicos. Mi carrera continuó, nada me detuvo, ningún obstáculo en mi camino, salvo la impresión permanente de ser perseguido por alguien a la distancia. Cuando me encontré en la planta baja –un gran salón despejado, vidriado, que dejaba ver un sinfín de plantas en los exteriores– inmediatamente divisé la puerta de salida, que estaba abierta. El fresco de la mañana flotaba en el aire húmedo. Corrí con el último aliento y al salir, el terreno mostraba una pronunciada inclinación y tomé ese descenso casi sin tocar el suelo. Al llegar a cierta distancia, prudente, detuve mi carrera y miré hacia atrás. Me encontraba a unos treinta metros de la puerta principal. Desde allí, un hombre vestido con frac, que fumaba un habano y se envolvía a sí mismo en el humo que largaba, levantaba la mano izquierda y la mecía de un lado a otro, saludándome. 
 
Ilustración: Santiago Grunfeld
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