RÍO CON LLUVIA / Fernando Aita

I.
Había una vez un yo. Y más. De vacaciones por primera vez en Rio de Janeiro. Lluvia los primeros cuatro días. También el quinto rumbo a una muestra de Joseph Beuys, “Res-Pública”, arte y sociedad, en el MAC de Niteroi (una nave que aterrizó en la Bahía de Guanabara). Al regreso, antes de tomar el ferry, un hombre agonizante.
 
Estaba desangrado en el puestito de golosinas. Se pinchó una várice, una vena, o algo en la pierna que venía mal. Y empezó la sensación de calor y frío de la vida escurriéndose. Embriagado, el mundo se desrealizaba, los contornos de las cosas se volvían más tenues, y los ademanes de los fantasmas que contemplaban espantados. Menos el turista y los otros dos, que nos metimos, irremediablemente. Entonces, la zambullida en la inconsciencia.
 
Aquel venía de ver a Beuys, y de charlar con una garota sobre las virtudes de la ciudad maravilhada. Cuando bajó del ómnibus y de los pensamientos, un grupo de personas se arremolinaban en torno a otra parada. Un par a los gritos con sus móviles. Otras miraban con espanto, detrás del cajoncito, al hombre sentado con la espalda contra las rejas y encima de un charco muy rojo.
 
¿Cómo es que un hombre al borde de la muerte sale a trabajar? ¿Dormía cerca del puesto o habría bajado rengueando del morro, tal vez con la mercadería que sobró del día anterior? ¿Capaz tuvo que pasar por Saara y aprovisionarse con unos pocos reales, o pedir fiado, para conseguir otros pocos reales? ¿Será que un tipo de orgullo reviste el esfuerzo, lo distingue del mendigar? ¿Será que no hay otro modo de conseguir el alimento que estire un día más la vida?
 
El tobillo de la pierna varicosa no paraba de sangrar. Apenas movía la cabeza como borracho, los últimos tragos de saliva amarga. Nadie sabía cómo empezó o cuánto llevaría. Nadie tocaba el cuerpo vibrante. Si hubiera sido un perrito atropellado…
 
Aguante, compañero. Yo cruzo a la farmacia que había al otro lado de la plazoleta, a ver si alguien podía salir y atenderlo, o pedir algo para un torniquete y parar la hemorragia. Un farmacéutico se asomó hasta la vereda y entregó un paquete de vendas.
 
La vida ya se iba y aquel tardaba, insistía contra lo insalvable. Qué pérdida de tiempo. No se puede conocer una ciudad en diez días. Quizás se pueda aprender algo sobre la propia en el espejo deformante de lo otro. El resto de los fantasmas agitaban histéricamente las manos, daban voces, pero nadie se arriesgaba al escalofrío del tacto.
 
Se presentó la policía y habló por radio. Yo les ofrece las vendas para que lo atendieran, pero no, lo tenían prohibido. Quién sabría cómo hacer. Un hombre de barba, ambulancista, también llegó con vendas; y una chica, farmacéutica, que volvía de su turno; y se pusieron de acuerdo en ayudar, en tratar de mantener esa vida hasta que llegue un socorro, ¿o de prolongar la fe en la solidaridad? ¿De acompañar en sus últimos instantes a otro de nuestros caídos en esta guerra civil?
 
Ay, señor de las golosinas. El torso se inclinaba hacia el piso, temblaba… acostado. Aquel levantó la pierna sobre una piedra, el barbudo vendó el tobillo, y ayudó a la chica con el torniquete. Sólo un gesto humanitario: nuestro hermano moría, estaba muerto.
 
Por más que el barba le bombeara el pecho, le ofreciera su respiración, el pulso no volvía. Llegaron los bomberos a constatarlo. Amagaron con sacar el desfibrilador, pero lo cargaron en una camilla, y en la ambulancia rumbo a la morgue, donde ¿quién lo iría a reclamar?
 
Lloramos. Nos abrazamos. Nos dimos las gracias por la compañía. Una mujer dio un discurso explícitamente político, sobre la salud pública y nuestros recursos. No lo mataron los sicarios del narco, ni de la policía. Diabetes y desidia, ignorancia o abandono. El auxilio que no llegó media hora antes, o el sistema sanitario que atrasa tantos años. La sangre que llama. Si moría de un infarto, podría haber quedado desapercibido hasta empezar a heder.
 
Varios tomaban fotos, no sé con qué fin; aquel también, una estenopeica mala, de una escena indeleble: la muerte anónima y poco noticiable de un tipo, con su oferta humilde de dulzuras, que sangró hasta perder la vida en su puesto de trabajo informal.
 
Tenía pie diabético, el mal que mató a papá, y la pelada superior del tío Roberto, y eso lo volvía aún más pariente del universo. Lloró hasta el ferry y mientras cruzaba la belleza de la bahía. Por la muerte reciente del viejo, tendido en su cama tras el infarto; por la previsible muerte de Rosa, la compañera de cuarto del hostel, que venía de Sao Paulo a darse quimio; por la muerte inminente de mamá (otra vez internada al regreso); la muerte nuestra de todos los días.
 
Un bar semi-vacío, el Vilarino, a ver si escribiendo se podía mandar a tristeza embora. ¿Para qué se metía? Pensó en la sincronicidad; en el azar objetivo: el que venía a la promesa de las playas soleadas escapando de la muerte que se había llevado al padre dos años antes, que había tomado posesión del cuerpo de la madre, que se la encontraba de frente, inevitable. Un narrador en primera que se convierte en personaje de un guión más amplio; que va del profundo y pequeño dolor de un yo a la empatía palpitante de un nosotros.
 
Después de la cerveza exquisita, el metro a Botafogo y caminar, hacia Glória, por la playa hasta que se hace de noche.
 
Y a la mañana siguiente sale el sol.

II
Un sujeto se ve atravesado por una experiencia límite, pasa por un umbral que de haber leído más a Deleuze tal vez nos atreveríamos a llamar “cambio de agenciamiento”. En determinados contextos, algunos de los autores de este ensayo podrían referirse a tal sujeto como “yo”. Las circunstancias de una biografía se entrecruzan con un cauce de orden impersonal, una intensidad de una fuerza sobre-, infra-, extra- humana. Hay una anécdota definida, pero no por eso el plano del contenido estaría más claro: más bien, un manojo de preguntas. Y cómo hacer que el plano de la expresión dé cuenta de esa fértil incertidumbre, de esa ambivalencia o multivalencia (nota mental: se podría desarrollar un pensamiento de los prefijos y sufijos). Es menester operar sobre la gramática, para que algo de aquellas sensaciones y percepciones se mantenga vibrante en el texto (incluyendo las imágenes) en busca de elaborar esa experiencia.

***

En un Laboratorio de 2019, nos vimos confrontados con una serie de fotos terribles sacadas durante un suplicio conocido como “la tortura de los mil cortes”. En sintonía, se propuso la lectura de Farabeuf de Salvador Elizondo, los capítulos 14 y 15 de Rayuela de Julio Cortázar, y “El paisaje de los cuerpos” de Néstor Perlongher, tres textos que de distintas maneras aluden a las imágenes del castigo ejemplar chino, y se inscriben en una tradición que hurga en los límites del goce y la repulsión: Sade, La condesa sangrienta de Pizarnik, el Lamborghini del niño proletario (varios citados por Perlongher).
 
También se proponía un primer experimento: elegir una imagen de un instante de muerte, como disparador para escribir. Lo primero que emerge (para algunos autores) es la escena de la agonía y muerte del vendedor de golosinas en Niterói, y la foto estenopeica que intentó exorcizar la imagen retiniana. Un turista se topa con un hombre desconocido que se desangra; se involucra junto a dos lugareños; el hombre muere. Los testigos toman fotos con sus celulares, los teléfonos con los que llamaron al auxilio demorado. ¿Para qué sacan esas fotos? ¿Por morbosidad, por la atracción de la sangre derramada? ¿Para “acreditar” lo que sucedió, atesorar un testimonio, acaso compartirlo con sus contactos? ¿Para denunciarlo en redes, o en los medios, o en “la justicia”? A pesar de tener cámara digital, el turista sacó una foto estenopeica con su caja de fósforos, con la idea de expulsar fuera de su mente las imágenes, que sin duda volverían a acosarlo. El registro discreto o pudoroso de la estenopeica, un poco vibrada, movida por la respiración (un yo lloroso, espasmódico), para difuminar los contornos, hacer borrosos los rasgos de aquel hombre, del momento fatal: no es una foto impactante, pero puede transmitir alguna incomodidad, y cumplió el propósito de acotar el refulgir pesadillesco de las imágenes en la memoria; y porque la imagen estenopeica y las que recrea la memoria al evocar comparten ciertas cualidades. También porque no es el punto de vista de los ojos en la cabeza, sino el de la caja sobre el pecho o el estómago, algo de la situación que excede el control del yo. En un momento los autores barajaron la opción de reemplazar la foto de la muerte por otra más “atractiva” o “alusiva” del mismo viaje, o directamente sustituirla por una écfrasis de la foto (y la escena), pero dado que la foto no resulta obscenamente reveladora, y podría acicatear una curiosidad inquieta, se decidió mantenerla.
 
Lo que seguía era la crónica: trunca, comenzada como otro intento de exorcismo aquella misma tarde en el bar Vilarino, e impenetrable para algunos de los autores incluso años después de elaborado el duelo. La sucinta versión inicial lleva la inmediatez de un yo shockeado, detalles demasiado explícitos, y una linealidad, literalidad, cuasi periodísticas. No hay necesidad de “embellecer” el relato, o agregar adornos (podríamos seguir los consejos de Joaquín Giannuzzi “No agregue. No distorsione. / No cambie / la música de lugar. / Poesía es la que se está viendo”; o de Leonard Cohen, “evita las florituras”). Sin embargo, la reacción del yo aturdido, tratando de restablecerse, pierde algo vital de la experiencia. Hay un momento donde la conciencia (cadencia) del yo se extravía, y se abre un entre, no ya de identidades, sino de fuerzas que entran en relación. Pensamos que sería provechoso, para quienes eventualmente vean y lean, tratar de recuperar ese desconcierto que abre un espacio extraordinario.
 
A la luz de otras lecturas como Joao Cabral do Melo Neto (y Rafael Barrett), quedó claro que no necesitamos eufemismos ni llamar a las cosas siempre por su antiguo nombre. Y después de ver la performance País de Fantasmas de la bienintencionada y saturada pintora mexicana María Rosa Robles[1], se volvió evidente que no hace falta retornar (por el contrario) a la pornografía de Parrasio, a una segunda muerte por literalidad.
 
En la primera reescritura ya aparece otra primera persona que incorpora un punto de vista del vendedor agonizante. Elizondo en Farabeuf (crónica de un instante) ofrece un ejemplo exhaustivo de cómo se puede relatar un mismo hecho desde múltiples puntos de vista, y utiliza en su texto todas las personas gramaticales. Pero acá, creemos, se trata de personas desconocidas, de algo pre o impersonal. Dos yoes que se cruzan y se mezclan con otros actores de la escena seguía resultando artificioso. En las sucesivas reescrituras aparecen un yo y una tercera persona que se confunden, diluyen, mezclan, en las conjugaciones comunes, y en algunos impersonales, como hay o llueve, y en un algún nosotros.
 
La primera foto y el texto inicial forman parte de una serie en desarrollo, provisoriamente llamada “Trabajador turista” (o “Vuelos de clase trabajadora”): fotos estenopeicas y crónicas de los viajes al exterior que hicimos desde que trabajamos en relación de dependencia, es decir, con un buen salario constante a cambio de comprometer la disponibilidad de buena parte de nuestro tiempo; o sea, más plata y menos días que durante el freelancismo anterior. Inicialmente tres viajes de diez a quince días, a Rio de Janeiro, México (DF y Oaxaca) y La Habana. Una forma de viajar no para simular una vida de consumo y confort, lujillos y exotismo, sino de propiciar encuentros e indagar sobre las condiciones de existencia en los lugares visitados: las relaciones entre salarios, alquileres, valores de transportes y alimentos, condiciones laborales, etc. No pretender llevar una vida distinta a la habitual –salvo por la libre disposición del tiempo propio– sino intentar encontrar los espacios y rincones análogos con los que uno habita en la propia ciudad.
 
La segunda foto[2] es de un grafiti rimbaudiano que algún yo pintó en Sarandí en agosto de 2012 (tres meses antes del viaje a Rio de Janeiro). Pensamos que esa sintética escritura anónima en el espacio público entraba en diálogo con y podía servir de corolario a la foto estenopeica, la crónica, y la experiencia que se buscaba abordar. No tanto la foto como la frase, ese texto en esa superficie: sobre una pared municipal, un octosílabo (¿o hepta?) que porta un ritmo en su grafía: intervalos regulares entre la aliteración del “yo” y el “ya” y el “no” y  el “es” y una cesura antes de “lo que era”, el pretérito donde se vuelven a reunir la primera y la tercera persona. Una clave de relectura, o premonición.  

[1] Robles, M. R. (2014), País de fantasmas (performance), obtenido en https://www.youtube.com/watch?v=HAahOVDIHFs (último acceso 28/3/2020).  
[1] Ver: https://www.escritosenlacalle.com/detalle_grafiti.php?Grafiti=3730 (visitado el 26/3/2020).

 
 
 
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Mariano

Muy bueno el relato y las fotos