IMPRESIONES DEL MAR / Bernabé De Vinsenci

Pensé que el agua del mar era calma como el agua de estanque y que las personas usaban los muelles rocosos para suicidarse. Pensé que quizás Storni tomó algún sedante y dormida se dejó ahogar o que, tal vez, su cuerpo chocó con una roca, y tras herirle el cráneo, la mató. “¿Se suicida la gente acá?” Le pregunté a L. Estaba ansioso por ver un cuerpo flotando o, por lo menos, ver a alguien a punto de arrojarse, rodeado de policías, médicos y psicólogos. Me respondió que no sabía. Fuimos a un muelle de material, con baranda y un restaurant de dos pisos. Había un cartel que decía LA LEY 232.324 PROHÍBE ARROJARSE AL AGUA. El día estaba nublado y lloviznaba. Encontramos un perro que tenía una etiqueta que decía FACEBOOK: EL PERRO DE LA PLAYA. Era un perro que se iba con cualquier persona. Me había comenzado a doler la muela y entré en pánico. Me compré Ibuprofeno 600. Estaba aterrorizado y el mar no favorecía mi estado anímico: me aplacaba, me sumía en la angustia y me convertía en un pusilánime. Me había puesto monosilábico, a todo decía sí o no. “¿Ven aquel edificio?” dijo L. “Ahí se suicidó Olmedo”. De pronto Mar del Plata me parecía una ciudad fantasma. Olmedo se arrojó de un piso, Olmedo tomaba merca. Todo lo sabemos. Era un edificio de la costa. “¿Y Alfonsina?” preguntamos. “Allá”, nos dijo L. indicando con el dedo. Todos habían optado matarse con o cerca del mar. Faltaba yo, pensé. O nosotros. O algunos de nosotros. Compré un sánguche de milanesa en una sandwichería y lo comí como masticando carne humana. El pan hecho una goma y la lechuga y el tomate marchitos. Cruzamos a un hombre que, supusimos, no estaba en sus cabales. Era gordo como yo, pero más feo y quizás más alto. Lo cruzamos tres veces y supusimos que caminaba sin rumbo. Yo iba atento, con la mirada en las mujeres, mirando ojos y figuras, como culos o piernas. Mi libido había incrementado y estaba sobrexcitado. Dos perros nos siguieron y mientras caminaban junto a nosotros toreaban autos. Eran perros de la calle y negros, tan similares que parecían mellizos. Una señora me increpó en la peatonal: “señor, disculpe, mi hijo tiene cáncer” y me pidió plata y después quiso venderme un llavero a cien pesos, yo tenía cien justo, apenas para un atado de cigarrillos. La mujer tenía una fotocopia borroneada con la cara de su hijo, de no más de cinco años. Más allá vi a una mujer con su hijo en brazos, también pidiendo monedas. “Miren”, les dije, pero no se apercibieron de lo que les decía. La mujer tenía aros y estaba vestida como hippie, además una pollera le cubría la mitad del cuerpo. Insistí con que mirasen, pero después me di cuenta que ellos estaban acostumbrados a ver gente pidiendo limosnas o que, acaso, no les interesaba. La gente en la peatonal no sabía cómo obtener dinero: juego para chicos, gente ofreciendo tenedor libre. Me sentía disminuido, empequeñecido, un pedazo de lata en una calle intransitada. Era domingo, el sol declinaba y las personas salían de sus casas. Habremos caminado cuatro kilómetros. “Estoy cansado”, le dije a L., volvamos. “Es temprano” insistió. Quería acostarme, acurrucarme en la cama y que el tiempo pasara. Que se extinguiera para siempre. Nos habíamos levantado 11:30 y escuchamos rock uruguayo y bandas punk. L. puso un cantante uruguayo muerto recientemente. “Ese se murió hace poco, ¿no?” le pregunté. “Sí”, me dijo L. Y de pronto todos eran muertos. De pronto el mundo era un cementerio. Me angustié y por poco me deprimo. El Ibuprofeno calmó, apenas un poco, mi dolor de muela. La farmacéutica me aconsejó que lo tomase cada seis horas y con un antibiótico. Quería que el dolor desapareciese, quería visitar a mi madre y escucharla hablar y decirme los planes truncados que tiene. Suena mi teléfono. Es la acompañante terapéutica. No respondo, me niego. Necesito evadirme de todo. Paramos en una pizzería. Los precios son altos. Quizás un 40% del ingreso de la pizzería esté destinado al alquiler. Leo: BAÑOS EXCLUSIVOS PARA CLIENTES. Pido la llave. Quiero mear. Apenas probé medio vaso de cerveza y necesito mear. Contengo el pis. Uno de los empleados me habla mal. La celeste, dice. La llave celeste es del baño de los varones. La televisión está puesta en TN. Dice: EL FMI ESTIMA UN 1000% DE INFLACIÓN EN VENEZUELA. Los clientes y los empleados también miran atentos. Ponen caras de asombro. Imbéciles, pienso. Trago y me duele la muela. Siento que voy a morir. Soy joven, me digo. E incluso A. me dice: sos joven. “¿Para qué?” le digo. “Para fumar tanto”. Le prometo que voy a dejar el cigarrillo, como me lo prometí a mí. Como se lo prometí a Dios. “Es difícil” agrego. “Sos débil” dice A. Débil, débil, débil, me resuena en la cabeza y pienso que tiene razón. Salgo a fumar, desde afuera miro para adentro. El vidrio refleja mi cuerpo. Es un cuerpo grande y deforme. Es un cuerpo abandonado, deshecho. Un cuerpo que perdió la felicidad y el ánimo. Leo la publicidad de la pizzería: 2 PORCIONES DE PIZZAS + UN VASO DE GASEOSA $75. Vuelvo a mirar mi cuerpo. No lo quiero, me digo. No lo quiero como a esta ciudad. Como al mar que conocí dos días atrás. Entro y A. y L. hablan. Los escucho mudos. Como alguien que puso su vida en off. Afuera la gente pasa y se moja. El mar, mientras tanto, nos espera. Quizás por última vez.

Ilustracion: Santiago Grunfeld

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