Lejana tierra mía
Bajo tu cielo
Bajo tu cielo
Quiero morirme un día
Con tu consuelo
Con tu consuelo
Y oír el canto de oro
De tus campanas
Que siempre añoro
No sé si al contemplarte al regresar
Sabré reír o llorar
Lejana tierra mía
De mis amores
Cómo te nombro
En mis noches sin sueños
Con las pupilas
Llenas de asombro
Dime, estrellita mía
Que no son vanas
Mis esperanzas
Bien sabes tú que pronto he de volver
A mi viejo querer
Lejana tierra mía, 1935
(Letra: Alfredo Le Pera/ Compositor: Carlos Gardel)
Introducción
En griego, “regreso” se dice nostos. Algos significa “sufrimiento”. La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar (…) En español decimos añoranza; en portugués, saudade. En cada lengua estas palabras poseen un matiz semántico distinto. Con frecuencia significan la tristeza causada por la imposibilidad de regresar a la propia tierra. Morriña del terruño. Morriña del hogar.
En español, “añoranza” proviene del verbo añorar, que proviene, a su vez, del catalán engorar, derivado del verbo latino ignorare (ignorar, no saber algo). A la luz de esta etimología, la nostalgia se nos revela como el dolor de la ignorancia. Estás lejos, y no sé qué es de ti. Mi país queda lejos, y no sé qué ocurre en él. (Kundera, La ignorancia, p. 9-10)
Ilustración: Santiago Grunfeld
Deseo de retorno
El término nostalgia empezó a circular a partir del siglo XVII para remitir a los desterrados (sean soldados, viajantes, exiliados) que estaban fuera de su patria. Mal de tierra, fue la primera acepción médica introducida por un joven suizo llamado Johannes Hofnes en 1688, quien empezó a hablar de una variedad de síntomas físicos y psíquicos en estrecha relación con este distanciamiento hacia aquellos que tenían impedido volver a la familia, el hogar.
En la psiquiatría clásica, bien tempranamente se empezó a especificar como un trastorno de la memoria, como una afección de lo temporal. Lo que da cuenta del interés de la psiquiatría por lo estrictamente fenomenológico. Solo más tarde se comenzó a considerar a la nostalgia como una característica de un encuadre melancólico, junto a la tristeza, la abulia, etc. Pero siguió conservando esa filiación con respecto al tiempo, como una afección que des-estructura al sujeto en relación a lo temporal. “Es a su pasado personal adonde el nostálgico busca retornar” dice Starobinski (1959/2017), pero ello también implicaría una imposibilidad de proyectar hacia el futuro o de vivenciarse en el presente. Tres imposibilidades. Una relación inhibida con el acto que entraría en juego en cualquiera de los tres tiempos, pero con distintas connotaciones.
Sabemos que en el melancólico, por ejemplo, la nostalgia se vuelve violenta, mortífera e inextinguible. El presente está derruido, no hay capacidad para proyectarse en un futuro y el pasado parece cubrirlo todo, como una sombra que cae sobre el hoy. Las frases o muletillas que caracterizan a todo nostalgioso es “todo tiempo pasado fue mejor” ; “si yo hubiera…”; o bien “si pudiera volver el tiempo atrás…”, lo que habilita a la emergencia de miles de opciones imaginarias a partir de una escena mítica primordial, un punto de inflexión en el cual el destino se decide. Pero esta ilusión de un retorno puede estatificar la ligazón con objetos del pasado, posicionando al sujeto en un duelo eterno.
El tiempo vivido del melancólico es un tiempo que no solo “vuelve para atrás” sino que queda soldado al pasado. Este movimiento retroactivo, este volverse fuera del presente y del provenir, ese reflujo hacia lo que ha sido, ese encadenamiento al pasado, hacen de la detención del tiempo vivido el aspecto característico de esta forma de desestructuración de la conciencia. La imposibilidad misma de adaptarse al presente, la aniquilación del presente, la negación de la actualidad misma de la acción, la retrogradación hacia el pasado, el enraizamiento en la historia ya vivida, ligan la nada del presente al ser del pasado en una relación cuya significación toma de la melancolía y le confiere todo su sentido, el mismo de la fatalidad. Esta fatalidad no es la del provenir, siempre conjetural, es la fatalidad del encadenamiento absoluto del melancólico a su destino pasado pero jamás acabado. Está anclado en el pasado como a la ley de su existencia: los dados fueron y siguen siendo tirados, catastrófica e inexorablemente. El tiempo es y no puede ser más que una especie de eternidad del pasado. El pasado no pasa. No se sobrepasa. Nunca es pasado, al menos en tanto es la forma de lo que ha sido irremediablemente hecho y subsiste. Y si un recuerdo del pasado tiene la “desgracia” de parecer haber sido una felicidad, entonces es añorado, es decir, se vuelve objeto de una penitencia que disuelve esa felicidad. (Ey, 1948-54/2008:163-64)
Ilustración: Santiago Grunfeld
¿Un modo de melancolizar la existencia?
A partir de estas consideraciones. y saliendo un poco de lo que es la experiencia inmediata, podemos empezar a considerar algunas cuestiones fundamentales en relación a la nostalgia. En principio, podemos decir que nos remite a una falta. Algo se perdió, algo está ausente o lejano. En segundo lugar, ese objeto inspirador de añoranza tiene un carácter idealizado, brilla con insistencia. En tercer lugar, el sujeto parece aferrado, arraigado y fervoroso a tal objeto. Objeto que está perdido y exaltado. Ausente y presente, en tanto que insiste en la repetición.
Ahora bien, si hablamos de falta, de idealización y de libido ligada al objeto, no podemos dejar de hablar del duelo. Y sabemos que cuando un duelo se vuelve patológico, se cae en una melancolización de la existencia, el dolor de estar vivo.
Freud se preguntaba por este modo de aferrarse a los objetos que tiene la libido, por más liberada que esté de ellos:
Freud hablará de cierto grado de ‘viscosidad’, evocando el ‘colapso’ lacaniano, por medio de la cual la libido se pega a sus objetos. Como si no pudiera separarse de la limitación pulsional y de su eterno retorno hacia atrás. En esta perspectiva, será sin duda más justo decir, que es el pasado el que se aferra a la libido, más que la inversa. La pulsión no soporta la ebriedad de la libertad, quiere la muerte más que la vida, la repetición más que la novedad. (Rabant 2010/2015: 178)
Quizá el amor pueda ser una respuesta tentativa a la pregunta de Freud. Duelamos las cosas que amamos, con todo lo que ello implica. Néstor Braunstein, en Diálogo sobre la nostalgia en psicoanálisis (2011) dice:
Por cierto que el amor, cuando se impregna de nostalgia por el objeto perdido o por la felicidad que daba su imaginaria posesión, es amor perdurable e insensible a las desmentidas de la realidad, aunque… necesariamente triste. Es el ‘amor de lejos’, remoto porque el pasado es un país al que está prohibido retornar: en las comarcas del recuerdo todas las idealizaciones caben y el amor está exento de los riesgos que conlleva la proximidad con el objeto. Ningún objeto es más leal y decepciona menos que el objeto perdido […] Ninguna flor se marchita en el país de la nostalgia. (p. 54)
¿Es entonces la nostalgia, un modo de defensa, una especie de subterfugio para la conservación económica de un quantum libidinal que permita contrarrestar la herida siempre abierta que produce una pérdida irremediable? ¿Oficia, acaso, como una especie de tapadura imaginaria frente al agujero psíquico que se produciría en la melancolía? ¿O, contrariamente, es una manifestación de este dolor de existir según la acepción adoptada por Lacan para poder hablar de la melancolía?
Sabemos que lo que caracteriza a la melancolía es que el sujeto no sabe qué perdió con la pérdida, o las consecuencias que tiene esa pérdida para él. La nostalgia parecería mediar como un límite entre las fronteras del duelo y la melancolía, en tanto que por momentos permite un velo fantasmático que remonta al sujeto a una esperanza vaga de retorno:
La nostalgia es una formación reactiva contra la condena del exilio, ese exilio de todos los seres humanos forzados a vivir fuera de la Cosa y a servir bajo las órdenes del Otro, representado, cuanto menos, por las leyes del lenguaje (Op.cit.: 65)
Pero en la melancolía, esa nostalgia puede devenir mortífera dentro de la vía devorante del objeto, que arroja su sombra sobre el Yo, siguiendo la definición freudiana de Duelo y Melancolía (1917):
La investidura de añoranza, la nost-algia, la tensión dolorosa por el abandono del objeto, dominan el acceso melancólico. Toda pérdida se vivirá desde ese escenario donde el Yo se fusionará con el objeto abandonado, se perderá en él, dada la imposibilidad para el sujeto de localizar la falta en el Otro que lo constituirá como deseante. Añoranza que no hay que confundir con el deseo. En tanto este último empuja hacia adelante, dicha investidura de añoranza empuja hacia la muerte. (De Biasi, 2013: 80-81)
Este modo de relacionarse con el objeto, en tanto añoranza siempre destrabada del juego del deseo, es un punto central. El deseo moviliza, tiende al acto, nos liga al Otro. En la nostalgia, considerada en una vertiente o un rasgo melancólico, no tiene un efecto positivo de ligazón al mundo, sino que aparece como sustancia gozante y angustiante con objetos que están fuera del alcance concreto, como una forma de desmentir la realidad que sume al sujeto en la impotencia. El mundo todo del melancólico, su realidad material (incluido él mismo con sus constantes auto-reproches) se transforma en un desecho.
Esa intensa investidura de añoranza no encuentra su escansión temporal, la ausencia del objeto no puede sancionarse como pérdida –y, podríamos agregar, porque en los tiempos de la constitución subjetiva no ha sido sancionada como tal–. (De Biasi, 2013: 76)
Freud (1917) bien dice que en el melancólico, sus reproches son quejas gracias a esa identificación yoica con el objeto abandonado. Pues bien, da para pensar si en la nostalgia no se produce el efecto inverso, y esa vejación constante del presente y su esfuerzo por recuperar lo agalmático del pasado, no son sino formas del reproche.
Cuando a Braunstein (2011) en la entrevista antes citada, es consultado, sobre qué es finalmente la nostalgia, responde:
Una tendencia constante que opera en el psiquismo para regresar a un ‘estado anterior’, una respuesta falsamente esperanzadora frente a las dificultades y al consabido final fatal que esperan a la vida. Una denegación de la clausura del camino que lleva hacia el pasado. Una intentona por encontrar la vida de antes cuando antes de la vida solo estaba la muerte, ese único patrimonio que no le pueden quitar al ser humano” (Op. cit: 64)
Posición curiosa la del nostálgico, que busca conservar en la memoria ese bien preciado, el recuerdo impoluto, un sentimiento purificado; algo que, sin embargo, está perdido, lejano o imposible en su restitución. La paradoja de la melancolía (podríamos agregar de la nostalgia) según decía Víctor Hugo, es esa felicidad de estar triste. Estar triste por aquello que a uno le falta, que no lo puede nombrar, pero de tal naturaleza, que permite amar esa falta. Los objetos elevados a ese lugar son contingentes, acaso azarosos y funcionales a dicha falta. No se los podrá recuperar jamás, pero nadie, a su vez, lo podrá arrebatar.
Ilustración: Santiago Grunfeld
Una dicha siempre pasada
Borges, en “La felicidad escrita”, perteneciente al libro de ensayos El idioma de los argentinos (1928), deja entrever que no hay escritura (literatura) de la felicidad. Mejor dicho, no es que no exista, sino que hay poca, y esa poca que hay no es totalmente ineficaz. Todos los escritores y los teólogos que la han intentado, fallaron irremediablemente.
Para ejemplificarlo, Borges recorre la poesía clásica y los distintos cielos teorizados a través de múltiples doctrinas llegando a la conclusión:
Basta recorrer la antología para encontrar numerosísimas dichas pretéritas y ninguna de dicha actual. ¡Qué difícil y hasta imposible ha de ser la dicha! (…) Sin embargo, no ironicemos demasiado: eso de ubicar la felicidad en la lejanía del tiempo y el espacio es un achaque universal. (…) Todo es hermoso; mejor dicho, todo suele ser hermoso, después. La belleza es más fatalidad que la muerte (p. 17).
¿Por qué me parece interesante traer a colación este par nostalgia-literatura? En principio, porque la condición humana es trágica, en tanto que somos mortales. El proceso artístico (el buen arte, el que requiere un mínimo de complejidad), que implica exponer en una obra algo que nos conmueve en lo profundo de nuestra subjetividad, tiene una particularidad extraordinaria y acaso única: produce un halago estético a partir de un sentimiento que, por naturaleza, dista mucho de ser dichoso. Disfrutamos de un producto, sea un cuadro, un libro, una escultura, una pieza musical, o cualquiera de sus manifestaciones; y más lo disfrutamos cuanto mejor se interna en nuestra percepción de esta trágica condición del ser arrojado al mundo. Por eso, creo que el arte no es ajeno al sentimiento de nostalgia, porque pone en relieve algo de la pérdida y la transformación, sublimación de un sentimiento triste en uno bello pasado por el tamiz del proceso.
No podemos hacer buena literatura ni buena música sin estar en falta; no se puede decir algo de la felicidad porque no está mediada por la castración, no representa ningún misterio, ya que, como decía Borges, “la felicidad se justifica por sí sola”. El hombre completo, el hombre feliz, está exento de cualquier producción artística que interrogue los estamentos de la subjetividad.
Quizá el acto creador pueda ubicarse en una especie de amboceptor entre la intratabilidad del vacío y la presentificación de sus representantes, entre el agujero de la Cosa y sus bordes, vericueto pulsional que permita dar cauce a ese vacío constitutivo para “elevar el objeto a la dignidad de la Cosa” (Lacan, 1959-60/2013: 140)
Gambito, a medias cómico a medias dramático, todos los estudiosos de la nostalgia empiezan por hacer una referencia a la Odisea de Homero. Es el prototipo del estado nostalgioso, el hombre que parte hacia la guerra penando durante años sobre la tierra que dejó y sobre la mujer que está en la lejanía, que pugna por volver una y otra vez, a pesar de la intermediación y los caprichos de los dioses. Pero es el mismo que, una vez terminado el viaje, es decir, una vez que Ulises se reencuentra con su Penélope (la mujer que lo esperó por veinte años) una vez, digo, que el héroe llega a ver el humo de las casas de su reino que tanto añoraba estando en la isla de Ogigia, ya empieza a proyectar un nuevo viaje, puesto que comienza a extrañar las venturas y las desventuras pasadas.
¿No es acaso este el símbolo de la nostalgia? Un estar siempre en el lugar indeseado. Esa desmentida a la imposibilidad de volver a cualquier parte, al impedimento de creer que la Cosa se puede asir, como si el objeto a no estuviese representado por meros significantes. Lo que parece olvidar la nostalgia es que, al igual que el río de Heráclito, las aguas nunca serán las mismas. Nosotros nunca seremos los mismos que en nuestro ayer.
Por lo tanto, ese punto de fuga es lo más característico de este estado de nostalgia: no se trata tanto de la relación objetal, ya que, como ejemplifica bien la Odisea, Ulises reencuentra a su amada por la que tanto hubo suspirado durante todo el relato y vuelve a su Ítaca natal, acaricia el olivo con el fin de cerciorarse que sea el mismo que dejó al partir, acaricia a su perro Argos, el único que finalmente lo reconoce antes de dejarse morir. Pero, sin embargo, es en ese mismo instante del encuentro es donde se abre la duplicidad con el des-encuentro, cuando empieza a extrañar lo acontecido, recuerda la dulce vida junto a Calipso, las travesías por los mares; toda esa maraña de venturas y desventuras que ya no le pertenecen.
El arte de la nostalgia, cual Ulises, necesita de cierta distancia de la Cosa (das Ding). La Cosa, claro está, seguirá siendo inalcanzable. Pero eso no nos impide movilizarnos. Diría que es la condición necesaria para crear y, aún, para vivir.
Las artes parecen indicar algunos procedimientos que soslayan la complacencia y que, sin transformar simplemente el duelo en manía, garantiza al artista y al conocedor un dominio sublimatorio sobre la Cosa perdida (…) ¿Puede ser triste lo bello? ¿Tiene puntos de contacto la belleza con lo efímero y, por lo tanto, con el duelo?” (Kristeva, 2015: 99)
El artista debe tener en claro este movimiento, que es lo que ciertas formas de patologías no pueden discriminar, aquello que pertenece al principio del placer de aquello que entraría en el terreno del principio de realidad. Sin esta distinción básica, difícilmente un sujeto tenga los recursos para relacionarse de manera efectiva al Otro y a los objetos.
Doble principio: principio del placer (Lust ‘goce’) y principio de realidad. Doble exigencia y doble posibilidad de fuga: hacia el pasado, al mítico goce del ser anterior al intercambio de la palabra, hacia la muerte es que matriz de la vida, la nostalgia (Heimweh) o hacia adelante (Sehnsucht), buscando la transformación del mundo real mediante la sublimación de los fines pulsionales, pretendiendo construir en la tierra es paraíso que no se puede recuperar. Cuando una de las dos tendencias no se mezcla con la otra y cuando no se establece un compromiso entre ambas tenemos, de un lado, la melancolía, el refugio mortífero en un pasado que no pasa, forma extrema de la nostalgia; del otro, la manía, el rechazo de la realidad por parte de un yo que no sabe de límites y que se confunde con su propio ideal en una locura de omnipotencia, de fuga hacia un futuro utópico y acrónico que nunca podría materializarse. Entre el fantasma de que “todo está perdido” y el fantasma de que “todo puede lograrse” (Braunstein, 2011: 59)
El artista, casi como ningún otro, es aquel que puede jugar con estos límites entre lo real y lo ficcional. En el noble ejercicio de escribir está lo más parecido a la recuperación paradisíaca del pasado nostálgico, ya que siempre se hace con la memoria, con las voces y los relatos de antaño. Pero hay una posición al respecto que lo aleja del melancólico, y es que con ese recuerdo, con ese sentimiento, con esa nostalgia, el autor hace algo, y eso ya es ir bastante más allá en lo que referencia al acto. “La nostalgia es la materia prima de mi escritura” (1996) dijo García Márquez para explicar que todas las líneas que escribió; su obra toda, está en relación a sus recuerdos de infancia.
Es ese hacer algo con, lo que distingue la nostalgia de la melancolía. En este registro podemos encauzar la nostalgia a lo sublimatorio, “poniéndola al servicio de la libido” como dice Rabant (2010/2015), “mientras que la melancolía, a la inversa, pone la libido al servicio de la pulsión de muerte” (p. 184)