“Básicamente, tienes a un grupo de adolescentes
desmelenados que están lejos de la ayuda de las
autoridades formales. Los adultos no pueden venir a salvarles
el culo. Y te los cargas uno a uno. Especialmente a los
que fornican. Y al final, se encuentra al genio malvado”.
Victor Miller, guionista de Friday the 13th.
“No hay nada más emocionante que 2.000 personas
riendo o asustándose al mismo tiempo en 2.000 butacas”.
Alfred Hitchcock.
Todo el mundo vio una slasher alguna vez en su vida, haya sido o no consciente de ello. Sangrientas, vintage, intencionalmente exageradas (“camp”, solía llamar Susan Sontag a todo aquello que sudara, adrede, más de la cuenta), fueron una parte importante del repertorio audiovisual de cualquier adolescente curioso en los 80, la década donde el sufijo ismo se difuminó en innumerables partículas rizomáticas y las pistas de pádel e iglesias presbiterianas se multiplicaron como hongos.
Subgénero, parte de una parte del terror, los slasher -al principio con muy bajos presupuestos y sin el visto bueno de la crítica hegemónica- representaron un giro heurístico dentro de la industria hollywoodense de la época: de tener pesadillas con seres deformes y sobrenaturales venidos de otro universo, policías corruptos y detectives engabardinados sin tapujos, pasamos a temer al vecino padre de familia, a la coordinadora de la colonia de vacaciones, al profesor de instituto.
Deriva -¿desvío?- de un género que supo sobrevivir en el tiempo y que ahora, parece, vuelve a estar de moda, resignificó una época convulsa, dándola vuelta como a un calcetín. Hoy -especialmente hoy- críticos y fans de este cine de exploitation yanqui resaltan de vez en cuando lo que fueron sus atributos implícitos, subtextos que con el tiempo se volvieron disruptivos, subversivamente innovadores.
A saber:
→ El auge de un protagonismo femenino que, figura de la final girl mediante, es la encargada oficial de enfrentarse al asesino al final de la película;
→ La reproducción de personajes presuntamente queer o fluidos;
→ La relegación de los personajes masculinos a un papel secundario o de copiloto;
→ El finiquito “a medio hacer” de una trama que parece no tener broche final, nunca, postergando conclusiones ad eternum;
→ El baño de casualidades sin causalidad ni verosimilitud que subyace detrás de las motivaciones de los protagonistas, poco o nada desarrollados y muy, pero muy, unidimensionales;
→ La explicación (parcial) del mal que persigue al asesino allí donde va;
→ El antojadizo modus operandidel serial killer, que se recrea a medida que avanza y cuyo nivel de sofisticación roza lo impredecible;
→ La normalización del ladeo porque sí, de la dualidad, del goce sádico;
→ El debilitamiento -ya de por sí muy golpeadas años atrás por el film noir- de las instituciones: justicia, políticos, iglesia…;
→ El lanzamiento por la borda final y definitivo de esa delgada línea que hasta ese momento, aún, se trazaba para separar lo verdadero de lo irreal, y por extensión, la baja y alta cultura.
También, por supuesto, se resaltan sus formas estilizadas, su lenguaje cinematográfico.Si hay algo que uno recuerda de un slasher, más allá de sus famosos asesinos encapuchados, sus sangrientas escenas de muerte, sus escenarios siempre agobiantes, a medio camino entre los suburbios de Cheever y el campus universitario, son sus eternas bandas sonoras de sintetizadores y voces ásperas, los peinados corte mullet, la iluminación chiaroscuro (cuando no se hacía uso del “efecto megatrón”, ese humo onírico que servía para ambientar escenarios del crimen y discotecas de moda de la época), el Jump Scare Framing o “encuadre engañoso”, el “point of view” del asesino, el Shock, la reivindicada estética gore… toda una amalgama de herramientas técnicas, atrezzos, enfoques estéticos que sacaron por un momento de la solemnidad al terror de la época, ajenos a esa pompa metafísica del gótico y lo vampiresco que comenzaba a desentonar con el incipiente cinismo pop de la década.
El otro “gran elemento” que los slashers dejaron en la retina de millones de personas, cómo no mencionarlo, fue la conocida metanarrativa de sus guiones, especialmente a partir del revival del género en los 90 conocido como la etapa Post-slasher. Dispositivo teórico y práctico atrapalotodo, retorció y se retorció en tramas, personajes e historias, cada vez más fragmentadas y autorreferenciales, desbordando las propias limitaciones ya no solo del género, estilo presuntamente definido y estanco, sino también las de muchos otros.
Esto ha sido y es una potencia reconocida por muchos, una suerte de “llave maestra” que incluso sus detractores más acérrimos le reconocen a sus historias de heroínas célibes y adolescentes libidinosos.
Este “postmodernismo cinematográfico” una y m8788 il veces analizado en papers y congresos de Estudios Culturales terminó provocando un efecto en el público pre-redes sociales raramente explorado en la industria, siendo precisamente allí donde sus creadores, y el casi olvidado género, se hicieron fuertes (y donde muy probablemente la “crítica seria” terminó, por fin, teniéndolos en cuenta). El efecto “complicidad”. Ningún otro estilo de cine ha sido tan compinche con sus espectadores como lo fueron los slashers.
En lugar de basar el vínculo para-cinematográfico en una personalidad estrambótica, combativa o freak (ahorraremos ejemplos para no herir sensibilidades), los directores y creadores de Michael Myers, Jason Voorhees, Candyman, Leatherface o Freddy Krueger fogonearon una camaradería jocosa con sus audiencias, una connivencia indisimuladamente lúdica que a lo largo de 90 minutos hacía que unos y otros hablasen en el mismo idioma.
Suerte de esfera pública entre cinefilia, espectadores y creadores (¿cuántos géneros cinematográficos pueden decir lo mismo hoy?), ese reírse de sí que tanto detractores como fans reconocen a primera vista en una “película de cuchilladas”, como intentó denominarlo la Real Academia Española hace unos años, provocando la risa -qué mejor homenaje- de fans y filólogos de todo el mundo[1], los hizo a todos partícipes de un goce ¿sádico? ¿visceral? de escenas indudablemente incómodas, duales, como mínimo oscuras, provocando una comunión in situ, única, renovable.
Gafas Vintage 3-D: A Nightmare on Elm Street 6: The Final Nightmare (1991). El slasher hizo uso de la última novedad previa a la revolución de internet a finales de los 90: los anteojos 3D, donde espectadores y protagonista de la película vivían la misma experiencia en un viaje “tridimensional”
Entre sustos, gaseosas, juicios de connaisseur, adminículos y risas, los slashers terminaron produciendo una autoconciencia curiosa en los espectadores, donde más que participar del relato, se sintieron testigos de una puesta en escena, de una “obra en la obra”.
Este marco dentro del marco y cosificación del cine acabó siendo, con el tiempo, el puntapié inicial de una identidad compartida, donde creadores -insertos en la diégesis de los films de forma especular- y audiencia, rompieron voluntariamente el famoso pacto ficcional, ese acuerdo tácito entre emisor y receptor en toda obra de ficción.
Así, se terminó difuminando no solo la suntuosidad, sino también esa bruma presuntamente natural de los films, retornándolos a su condición de representación, tekné, artificio, minando de forma manifiesta la credibilidad de la enunciación.
Stu: “Es todo una gran película, Sid. Pero no puedes elegir el género.”
Sidney: “¿Por qué están haciendo esto?”
Billy: “La gran pregunta. No hay ninguna razón. Las películas no crean psicópatas. Solo los hacen más creativos.”
Stu (riéndose): “Es la lógica de las películas de terror, Sid. Todo esto es por diversión.”
(Scream, Wes Craven, 1996).
Ilustración: Santiago Grunfeld
Sin ser exactamente “miedo”, ni “horror”, las audiencias devenidas testigos/cómplices /aliados presenciaron otro tipo de terror, una “otredad amenazante” venida desde el mismo cine, tanto o más meta y consciente que los personajes de sus tramas.
Subgénero que no terminará nunca de rankear en la cima del cine serio, cuyos atributos narrativos siguen siendo motivo de análisis marcadamente ligados a una escuela u otra o, directamente, de memorabilia y geekismo, las distintas variantes de los slashers devolvieron (devuelven aún) al centro de la escena aquello que rodeó, cual fantasma, al cine, resituándolo en un lugar incómodo, pasando del estadío del film como obra de ficción al film como película, y de ésta a espectro de sí.
Invirtió la tradicional fascinación ligada al objeto verosímil, es decir, aquel placer implícito del espectador a aceptar algo como real sabiendo que no lo es, como si este, además, fuese necesariamente a (de)mostrarnos algo, siempre, de forma desinteresada, y al hacerlo, nos hizo ser parte de otro tipo de hechizo: nuestra propia caída en abismo. Una experiencia terrorífica en toda regla.
[1] La RAE define el término “slasher” en el cine de terror y el cachondeo no se hace esperar en las redes