Este texto nace de una sorpresa. En las vacaciones de julio leí El descubrimiento del inconciente, un excelente libro de Octave Mannoni en el que se relata la biografía de Freud a través de sus ideas y la génesis de la teoría psicoanalítica. Lo que me sucedió fue que me encontré, en los primeros capítulos, sorprendido ante “el hallazgo” de que Freud se hubiera analizado con Fliess. Me sorprendió, en general, observar que en las cartas a su futura esposa se sintiera dudoso de sí mismo, sus vacilaciones acerca del futuro, el abanico de síntomas neuróticos que desplegó en la época de su amistad con Fliess, pero lo que más me asombró fue encontrarme con el hecho de que, en el punto central de su vida, Freud se hubiera analizado con Fliess.
Por supuesto, a esto ya lo sabía: lo había estudiado en la Facultad, lo había escuchado mil veces, lo había leído en algún lado y, sin embargo, cuando leí el relato del episodio, fue como si me anoticiara por primera vez: “Ah, entonces era cierto”, pensé, como un niño más o menos espabilado al que le cuentan, finalmente, que Papá Noel no existe. Es decir: lo sabía, pero al modo de la desmentida que describe el mismo Mannoni en otro texto, “Ya lo sé pero aún así”: ya sé que Freud se analizó con Fliess, pero aún así… Freud no se analizó con nadie. Simplemente nació así. Simplemente es un genio.
En seguida se me presentan motivos válidos para ese olvido: la orfandad que nos inquieta de manera constante en nuestro trabajo, que a veces nos lleva a renegar de la dimensión humana de Freud y a preferir, como es natural, el mito a la verdad; mi propia tendencia a idealizar, la forma en que nos llega la transmisión de los descubrimientos freudianos… pero, sin embargo, creo que este olvido tiene un valor más allá de la anécdota personal. Creo que este olvido atraviesa de manera capilar nuestro trabajo y muchas veces nos afecta de un modo que no nos anoticiamos.
Collage: Santiago Grunfeld
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En el capítulo mencionado –que se titula “Mi otro yo”– Mannoni comienza hablando de la extraña influencia de Fliess en la historia del psicoanálisis. Extraña, aclara, en el sentido que se hace difícil ubicar cuál es el aporte que hizo a la obra de Freud. A diferencia de lo que sucede con Breuer y con Charcot, cuya influencia es reconocible en la teoría, ¿dónde encontrar ideas de Fliess como “el papel de la mucosa nasal en la histeria”? No obstante, a pesar de este hecho, Mannoni es categórico, la influencia de Fliess fue mayor que la de Breuer: “Porque Freud aprendió con Breuer muchas cosas, pero con Fliess realizó su propio análisis y de algún modo, estableció modelo del análisis (el suyo) que los analistas posteriores no podrán sino repetir”.[1]
¿Pero qué quiere decir que realizó su propio análisis con Fliess? ¿En qué reside esa diferencia de la relación de Freud con este último y la que tuvo con Breuer y Charcot?
Cuando uno lee el texto de Mannoni no queda ninguna duda de que, a pesar de que se trató de una situación no reconocida, la situación de Freud con Fliess fue un análisis. Y esto queda claro, entre otras razones, por la forma en la que Freud, en palabras del autor, “esperaba de él (Fliess) un conocimiento del cual no poseía la primera palabra”. Una de las ideas teóricas de Fliess era que todos los seres humanos estaban sometidos a una ley de periodicidad precisa, según el modelo de los períodos menstruales. Freud le daba tal crédito a estas ideas que llegó a imaginar, a partir de alguna de sus especulaciones de su amigo, que la fecha de su muerte estaba fijada en 1907. La dimensión oracular de los dichos de Fliess, la identificación masiva de Freud, los sentimientos de falta y de deuda hacia su amigo, su inestabilidad anímica, los síntomas histéricos y fóbicos… y en medio de todo esto, el descubrimiento de sus ideas más originales… todo da cuenta de un análisis que marcha.
En el transcurso de este período extraordinariamente perturbador, perturbador precisamente como un análisis que marcha, Freud hará los descubrimientos más importantes y tendrá sus intuiciones, de las que dijo que sólo se tienen una vez en la vida. El saber de Breuer en materia de psicoterapia significó tal vez un aporte indispensable que suministró una útil preparación, pero fue ante la ignorancia de Flies que Freud realizó los pasos decisivos.[2]
Vuelvo a la pregunta anterior: ¿cuál es la diferencia, entonces, entre la relación de Freud con Fliess, y la relación del primero con Breuer y Charcot?
Podríamos decir que, si con Breuer y con Charcot Freud “aprendió muchas cosas”, pero con Flies se analizó, eso significa que un análisis no pasa por “aprender muchas cosas”. La experiencia del análisis es perturbadora, y se diferencia de una relación pedagógica.
Vale aclarar que Freud leía a Fliess, que admiraba sus ideas, y adoptó muchas de ellas como si fueran de su propia invención. Pero no voy a entrar en el detalle de qué es lo que hay de Fliess en la teoría psicoanalítica, sino que me interesa detenerme en la observación de Mannoni acerca de que fue “ante la ignorancia de Fliess que Freud realizó los pasos decisivos”. Mannoni prestó mucha atención a esto. En “El silencio”[3], un ensayo maravilloso, cuenta cómo Freud reparó, en la época de su vejez, cuando su prótesis le hacía difícil hablar, en el hecho de que las intervenciones y las palabras del analista no eran tan indispensables como se pudo habérselas creído en otras épocas. Se podría, en el extremo, llevar adelante un análisis satisfactorio con un pleno mutismo del analista. Y esto invita al analista a un alto grado de modestia: quien hace el análisis es el analizante. El analista no tiene de qué vanagloriarse, “pues su único mérito consiste en haber sabido no impedir nada”[4].
El mérito es haber sabido no impedir nada.
No sabemos qué es lo que ha dicho Fliess porque sus cartas fueron quemadas por Freud. Para este escrito no interesa. Pero justamente, si no nos interesa, no es solo porque no nos interesan las teorías trasnochadas y delirantes de Fliess, que no perduraron. No nos interesa en la medida en que en un análisis no importan las teorías y las ideas del analista, en la medida en que no son estos elementos los que hacen que un análisis se sostenga y prospere. Si nos inclináramos por esa vía (vale decir, a creer que es “la superioridad”, “la elocuencia” y “la calidad intelectual” de la persona que está trabajando de analista lo que hace que el análisis funcione), iríamos camino directo a la sugestión. “Toda palabra es sugerente”, dice Mannoni en el ensayo citado el párrafo anterior, y esta es una de las razones por las que necesitamos abstenernos de usar palabras e ideas propias para escuchar el material de los pacientes.
Es el saber del analizado lo que hace que el análisis marche. Más allá de lo que haya dicho y hecho Fliess, no sabemos muy bien cómo, ha sabido no impedir que el análisis de Freud marche.
Collage: Santiago Grunfeld
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Indudablemente, el análisis que llevó adelante Freud con Fliess no es algo que haya estado siempre claro en la historia del psicoanálisis. En Vida y obra de Sigmund Freud, Ernest Jones comienza el capítulo sobre Fliess sorprendiéndose ante el hecho de que su maestro “contraiga una apasionada amistad con un hombre manifiestamente inferior a él en calidad intelectual y durante varios años subordine sus propios juicios y opiniones a los de este hombre”[5]. En el relato de Jones, no hay ningún reconocimiento de este análisis. Al contrario de lo que acabamos de citar de Mannoni, Jones hace todo lo que está a su alcance por reducir la influencia de Fliess a una anécdota discordante en la vida de Freud.
Cuenta Jones que Fliess, dos años más joven que Freud, era un hombre con una personalidad “fascinadora”, un conversador brillante con una “ilimitada inclinación a la especulación y una correspondiente autoconfianza, no menos ilimitada, en la importancia de las ideas que se le ocurrían”[6]. Si bien era médico de nariz y garganta, su interés científico trascendía mucho más allá de su especialidad y abarcaba la biología y las enfermedades nerviosas. Vivía en Berlín y estaba en una situación más acomodada que Freud. Fliess lo conoció cuando viajó a Viena, en 1887, para seguir unos estudios de perfeccionamiento. A partir de allí comenzó una efervescente amistad y correspondencia.
Jones no deja de sorprenderse con “la dependencia” de Freud en esta amistad, ante el sentimiento de envidia y de deuda que siente respecto a Fliess y la enorme consideración en la que lo tiene: “¡cuán diferente es este Freud del que veremos más tarde, una vez liberada toda su capacidad de imaginación!”, exclama lamentándose. Trata de justificar la actitud inestable y perturbada de Freud de todas las maneras posibles. Enumera razones que llevaron a Freud a este lazo dependiente: se sentía muy solo después de la ruptura con Breuer, los dos tenían mucho en común –preocupaciones y ambiciones no sólo médicas, sino económicas, y familiares–, los dos poseían una educación humanística y compartían vastos conocimientos de literatura clásica y moderna. Y a esto hay que agregar que Fliess –a diferencia de Breuer–, sí consideraba a la sexualidad como el elemento central de la vida y de las perturbaciones humanas, y Freud se sentía, aún malentendiendo la identidad de las investigaciones de cada uno, apoyado en su teoría. En resumidas cuentas, según Jones, Fliess fue un apoyo afectivo al que Freud se aferró de un modo exagerado en un período que se sentía solo, engañándose acerca de la genialidad de aquel hombre y engañándose también respecto a la correspondencia de las ideas de ambos.
Sin embargo, a pesar de todas esas razones históricas, lógicas –y válidas, cabe decir – con las que Jones explica esa relación, el sentimiento que uno tiene al leer este capítulo es el de algo que no termina de encajar. Freud sufre una psiconeurosis considerable y todos sus síntomas están relacionados de algún modo con su amigo, y es justamente en ese período en el que realiza sus descubrimientos más originales. Jones parece no poder comprender por qué esta relación dio resultados tan fecundos.
Hay muchas causas que pueden justificar la negación de Jones a leer aquí un análisis, pero más allá de la antipatía probable que le generaba este hombre mediocre que su maestro había tenido en tanta consideración en otros tiempos, si no lee un análisis es porque parece operar en sus razonamientos la idea implícita de que para que alguien cumpla la función de analista tiene que ser “superior” en calidad de inteligencia o de ideas a la persona del analizante. Como si la potencia de un análisis residiera en la calidad intelectual de la persona del analista y no en el dispositivo mismo. Como si la sobreestimación de una persona se debiera a los atributos de ésta y no fuera un efecto mismo de la transferencia. Jones no puede ver otra cosa que “un engaño” en la manera en la que Freud se sentía con Fliess. Éste, “poco y nada podía ofrecerle en el campo de las investigaciones psicológicas”; se trataba de una relación en las que “las conversaciones entre ambos terminaban siendo un doble monólogo más que un diálogo”.[7]
Me voy a detener acá. Este escrito no es para señalar “los errores” a Jones, sino para entender, a través de él, algunos de los problemas de lectura con los que nos encontramos en nuestro trabajo. Jones lee la situación de manera ambientalista. Al no concebirla como un análisis, lo que ve son dos interlocutores monologando sin entenderse, en el plano de la realidad. Se ubica y observa la situación como Freud, en “¿Pueden los legos ejercer el análisis?”, supone que la observaría una persona de afuera, un juez imparcial: lo único que ve son dos personas que conversan. Ese poco y nada: “Es como si pensara ¿eso es todo? Palabras, palabras, y nada más que palabras, como dice el príncipe Hamlet”[8]
Ahora bien, ¿no intenta colarse siempre este modo de lectura en la marcha de nuestro trabajo? ¿no es éste un obstáculo con el que nos encontramos una y otra vez? Nunca estamos lo suficientemente a salvo de perder de vista el valor metafórico de la palabra y la potencia del malentendido. “No despreciemos la palabra”, dice Freud en el texto citado, refiriéndose a la manera de desestimar que tiene el juez imparcial. Ahora bien, para despreciar la palabra basta con tomar literalmente lo que dice un paciente. Basta con creer que cuando nos habla sabe lo que nos está diciendo, o dejarse llevar por la tentación de comprenderlo todo enseguida. Basta con entender demasiado. Y esto, por momentos, lleva a que, ante la pregunta sobre qué ofrecemos con el análisis –una pregunta que tranquilamente podemos realizar en una supervisión o en un control–, esta pregunta esté siempre en peligro de ser respondida en el nivel de la realidad y pensemos, como dice Jones acerca de Fliess, que es “poco y nada” lo que podemos ofrecer. La lectura ambientalista, la lectura en el plano de la realidad, amenaza constantemente con desvalorizar la palabra y echar a perder la situación del análisis.
Collage: Santiago Grunfeld
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El motivo más importante, sin embargo, que está presente en la dificultad de Jones para reconocer la naturaleza de la relación entre Freud y Fliess, así como también en mi propio olvido, es algo que inquieta profundamente a Jones. En el capítulo dedicado a Fliess, lo expone con claridad:
Por poco agradable que resulte la idea para los afectos al culto de los héroes, es necesario sentar la afirmación de que Freud no poseyó en todas las épocas la serenidad y la seguridad interior que fueron sus características en los años que ya era famoso.[9]
El subrayado es mío, y lo subrayo porque es el mito del héroe lo que se tambalea con el análisis de Freud.
Esto está trabajado en un texto de Patricia Fochi que acaba de salir en la editorial Otro Cauce: un ensayo que recomiendo leer, titulado La novela familiar de los psicoanalistas. Sobre la biografía de Jones, la autora subraya que lo que desagradaba e irritaba a éste era la situación de deudor de Freud. Ante Fliess, pero también ante Breuer, a quién le atribuyó en varias ocasiones directamente la invención del psicoanálisis, Freud se ubicaba –aunque de un modo diverso con cada uno– en situación de deudor.
En la situación específica con Breuer que analiza la autora, Jones decide dar un paso adelante y contar “el secreto” del caso Ana O, que dejaba mal parado a Breuer. “El secreto” ya forma parte del sentido común de todo analista: Breuer, al verse totalmente absorbido por los requerimientos de su paciente e implicado de un modo que desconocía en una transferencia amorosa masiva, huyó aterrorizado en el momento más álgido del caso. Esta versión llegó a convertirse en la versión oficial, y a partir de allí Breuer fue definitivamente apartado como inventor del psicoanálisis. De ese modo, “la intensidad de circulación de ese relato, y su misteriosa eficacia (…) lo convirtió en la novela familiar de los psicoanalistas, en un relato sobre el origen del psicoanálisis”[10]. Freud, entonces, quedó ubicado en el lugar incuestionable de quién pudo dominar la transferencia:
En absoluto contraste con Freud, hombre de genio, que fue quien con claridad de criterio, incorruptible, sin desvíos en el camino de su investigación, verdaderamente se atrevió allí, en el primer lugar donde Breuer declinó. El viejo profesor pudo “domeñar la transferencia”, el psicoanálisis descansa oficialmente en este mito sobre la potencia del padre.[11]
Un poco más abajo hay algo que me interesa destacar de este ensayo, y que me parece el punto esencial: “enaltecerlo (a Freud) como quién se afirmó allí dónde otro no pudo, encubre una limitación. Enaltecerlo oculta el terror de Freud. ‘Lo que le pasó a Breuer’ es el nombre de una amenaza que lo acechaba”.[12]
Enaltecer, sostener, a un padre, creer que alguien pudo donde nosotros no podemos, es algo que nos pone a cubierto de las amenazas a los que nos vemos expuestos en nuestro trabajo. No es esto lo que cuestiona la autora, ¿Quién podría vivir sin una novela familiar? El problema se encuentra cuando el mito del héroe nos impide reconocer, nos encubre, que las amenazas y las dificultades que nos aparecen diariamente en nuestro trabajo se deben al trabajo en sí, a la situación analítica en sí, más allá de quién sea la persona del analista. No porque Freud era Freud se encontraba menos expuesto a los problemas que implica llevar adelante cualquier análisis.
Se me viene a la mente ahora aquel examen minucioso que hace Alain Didier Weill sobre el sueño de una monografía botánica, relatado en La interpretación de los sueños. A partir de una serie de asociaciones, Freud se descubre culpable, acusado, deudor, de una forma similar a lo que le sucedió con el sueño de la inyección de Irma y con todos aquellos primeros sueños. Se devela, en las asociaciones que Freud va escribiendo, que si él fabricó ese sueño, fue como una defensa apasionada ante los dichos de su colega Königstein sobre sus fantasías de ser famoso“ ¿No cederás demasiado a tus fantasías?”, fue la pregunta, el significante “de alto valor psíquico”, que dio origen al sueño.
A la hora de recibir este mensaje, Freud no actúa, dice Alain Didier Weill, con “la política del avestruz”, con la política de la censura. No esconde la cabeza bajo de la tierra, sino que va a su mesa de trabajo y analiza su sueño, “para operar una vuelta sobre sí mismo, de dónde nacerá el reconocimiento transmisible del inconciente”
¿Por qué puede (…) mirar de frente a ese significante de alto valor psíquico sin esta vez morir de vergüenza? Porque no es con vergüenza que encuentra lo real, sino con asombro (…) El sujeto asombrado acepta ser reconocido en deuda hacia lo real y es por lo que está, por ese hecho, requerido a olvidar lo que ya sabe para que advenga lo que aún no sabe.[13]
El valor del descubrimiento de Freud no se asienta en haber descubierto la verdad de lo inconciente como si se descubriera un tesoro oculto en algún lado. El valor del trabajo de Freud no se basa en haber vencido o dominado la transferencia. El descubrimiento de lo inconciente, dice Didier Weill, es, ante todo, el hecho de que un hombre ha tenido la audacia de acusar recibo ante la deuda de la palabra, la audacia de disponerse a analizar el enigma que le llegaba de sus propios sueños y sus síntomas y sus lapsus. En palabras de Alain Didier Weill, “el hecho de un hombre que ha tenido la audacia de pensar una ética totalmente diferente a la de la censura”.[14] Y este descubrimiento es, a la vez, el desafío y la tarea de cada analista.
[1] Mannoni, O. El descubrimiento del inconciente, Ed. Nueva visión, pág.42
[2] ídem, p.43
[3] Mannoni, O. El silencio, Locura y sociedad segregativa. Ed. Anagrama (s.p.)
[4] ídem
[5] Jones, E. Vida y Obra de Sigmund Freud, Ed. Lumen-Hormé, p.299
[6] Ídem, p. 300
[7] Ídem, p. 203
[8] Freud, S. “¿Pueden los legos ejercer el análisis?” Tomo 20. Ed. Amorrortu, p.175
[9] Jones, E. Vida y obra de Sigmund Freud, Ed. Lumen-Hormé, p. 308
[10] Fochi, P. “La novela familiar de los psicoanalistas” Ed. Otro Cauce, p. 13
[11] Ídem, p. 14
[12] Ídem, p.16
[13] Didier-Weill, A. Los tres tiempos de la ley, Ed. Homo Sapiens, p. 153
[14]Ídem, p. 160