El Almirante sueña. Una voz sin rostro le dice que más allá del mar, donde se cree que los hombres caen del mundo, hay tierra. Dice la voz que allí el arcoíris tiene un color más. La voz deja de hablar palabra y ahora sopla como si fuera viento y se oyen palmeras mecerse, el bramido de olas en la playa. Explotan burbujas en la espuma marina. Una huella en la arena, el filo de la espada abriendo la selva. La voz sigue y le dice que todo eso no tiene dueño, que aún quedan nombres por inventar.
La voz ahora brilla, tanto que encandila. El hombre blanco que codicia como nadie el mundo nuevo entorna los ojos y los refriega, pero aún el sueño no lo abandona. Lo que brilla es un metal y el metal lo alucina. Estira los dedos, en sueños, y el metal se deja tocar. Lo recorre con las yemas y queda un resto que se desprende de sus dedos y flota delante suyo. El polvo dorado le muestra un mar surcado por tres carabelas, en medio de un vasto horizonte azul.
El almirante Cristóbal Colón negocia con la corona española las finanzas para su expedición. Promete el oro y especias, promete una nueva ruta de comercio con el oriente, dice que no teme a la gran tortuga que sostiene al mundo, que él puede ponerla patas arriba. La reina Isabel lo recibe en sus aposentos, rodeada de acólitos.
—¿Estáis dispuesto a morir de inanición por ese sueño dorado del que hablas?— pregunta.
El almirante no titubea; desconoce el significado de esas imágenes que lo invaden por la noche, pero no duda que algo lo está llamando desde el otro lado del mundo. Una voz que atraviesa el océano del tiempo, una voz que sabe lo que es y lo que será.
Lleva consigo a estafadores, asesinos, convictos y algunos pocos soldados. Lo acompañan una tropa de condenados que empiezan a reconocer en la mirada de Colón, en ese brillo que avanza hacia lo desconocido —y que a veces confunde y se convierte en codicia y odio— una amalgama de pasiones, un frío sentimiento de exterminio.
Por las noches, cuando la luna tapiza el mar de plata, se lo ve en proa dando vueltas en círculos, con la cabeza baja y asintiendo, en silencio. A veces, conversa consigo mismo o con quien los ojos de los tripulantes no alcanzan a ver. El rumor de esas conversaciones se parece a la mordida de un roedor. Cuando eso sucede, el Almirante regresa infundiendo valor a la tropa, que la tierra prometida ya se alcanza. No lo sabe la tropa, pero la voz que le habló a Colón en sueños lo persigue como una tormenta. Le habla —la voz del sueño— y el Almirante cree que es su destino quien llama. Su destino de Conquistador.
2 meses después cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza tambaleándose, porque lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpe de espada derriba unos ramajes. Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo, hombre de letra lenta, levanta el acta. Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres que aparecen, surcando el mar en canoas, que tienen la piel como de laurel y no conocen la ropa ni la culpa ni el dinero y que contemplan, medio aturdidos, la escena. Luis de Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:
—¿Conocéis vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que llevaís colgado de las narices y orejas?
Los hombres y mujeres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba con el idioma caldeo, que algo conoce:
—¿Oro, templos, palacios, rey de reyes, oro?
Y luego intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:
—¿Japón, China, oro?
El intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla. Colón maldice en genovés y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al Gran Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y piel cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.
Se corre la voz por las islas. Han llegado hombres del cielo, vengan a conocerlos, tráiganles de comer y de beber.
Los españoles se dejan guiar por entre el ramaje y ascienden varias colinas desde donde pueden ver que la voz, efectivamente, ha comenzado a correr. Desde lo lejos se acercan barcas sin vela, nacidas de un tronco de ceiba, que vienen a darles la bienvenida. A medida que van llegando les ofrecen agua dulce y les cambian oro por sonajas de latón que en Castilla valen unas pocas monedas.
Los españoles se miran entre ellos, azorados. Luego de caminar algún rato descansan, mientras esta gente les acerca frutas y manjares que enloquecen al paladar. Comen, beben y ríen y de vez en cuando alguno manotea el culo de una negra, que se aleja entre saltos. Los hombres van vestidos con prendas livianas que cubren sus genitales y sus cuerpos bermejos están repletos de cicatrices. Arco y flecha, lanza y garrote. A medida que el camino los adentra en la selva Colón se acerca a Enciso, quien hablará en nombre del rey cuando sea necesario. Se acerca hasta su oído y caminan juntos, a la par, entre las decenas de españoles que atravesaron medio mundo. Algunos ya rendidos no soportan la caminata y van cayendo como moscas por el sendero. Colón los mira caerse y no detiene su marcha, es el sueño del poderoso como un toro que avanza, se dice a sí mismo.
Llegan a una ciudad de piedra, coronada por una pirámide que lleva enquistada en sus paredes cientos de pepas que fulguran a la luz del sol. Se adentran en la ciudad y a medida que avanzan son recibidos por cientos de indios que los miran y los tocan y al hacerlo ríen, en apariencia ingenuos. De las carabelas han bajado setenta españoles, maltrechos, desnutridos, afiebrados, rengos y algunos mutilados. Cargan varias decenas de arcabuces.
Ilustración: Santiago Grunfeld
Cuando son recibidos por el cacique, Colón hinca su rodilla al tiempo que con la mano derecha toca el pomo de su espada. Sus dedos acarician la empuñadura, que vibra como tierra volcánica. Luego lo mira a Enciso y este abre la boca y dice que habla en nombre del Rey Fernando y de la Reina Isabel, domadores de las gentes bárbaras. Hace saber a los indios que Dios ha venido al mundo y ha dejado en su lugar a San Pedro, que San Pedro tiene por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre, Señor del Universo, ha hecho merced al rey de Castilla de toda la tierra de las Indias. Los soldados se asan en las armaduras y algunos desfallecen, tiritando en el sopor de una alucinación que les habla al oído. ¿Es la misma voz que soñó Colón en la Castilla de España la que ahora les susurra al oído que han llegado al corazón del infierno? ¿Es esa misma voz la que confundió a Colón y le dijo que aquí no había dueños? Enciso mira en derredor y cree ver detrás de los árboles y entre el ramaje manchas que se confunden con la vegetación, cuerpos que se abrazan a los árboles, raíces como colmillos que se extienden hacia él. Trata de parecer seguro. Requiere a los indios que dejen estas tierras, pues no les pertenecen, y que si quieren quedarse a vivir aquí paguen a su Alteza tributo de oro en señal de obediencia.
El cacique escucha sentado y le lanza miradas a la mujer que tiene a su lado, y a sus hijos que están más allá y a los cientos y cientos de indios que se han reunido para escuchar hablar a la gente que vino del cielo. Escuchan sin parpadear a este raro personaje que les anuncia que en caso de negativa o demora les hará la guerra, los convertirá en esclavos y también a sus mujeres e hijos y como tales los venderá y dispondrá de ellos, y que las muertes y los daños de esa justa guerra no serán culpa de los españoles.
Contestan los caciques que muy generoso con lo ajeno había sido el Santo Padre, que borracho debía estar cuando dispuso de lo que no era suyo y que el Rey de Castilla es un atrevido, porque viene a amenazar a quien no conoce. Enciso traduce para el Almirante Colón y éste se pone de pie. Agita a su tropa y los arenga. Lo que hemos venido a buscar yace frente a vuestras narices, dice. Tomemos lo que nos pertenece, agrega. Los pocos soldados que aún siguen en pie imitan a Colón dando pisotones al suelo y la tierra tiembla; son como toros dispuestos a embestir. Colón empuña su espada y está a punto de ordenar la embestida cuando un movimiento le llama la atención. Es como si se abriera un claro en la vegetación y esta comenzara a respirar; se abanica la selva que deja volar mariposas negras. El enjambre los rodea, los aturde, los encierra.
Ahora, la voz que soñó en Castilla le dice que por fin ha llegado al vientre de la madre, que mucho camino ha tenido que hacer para llegar hasta aquí pero que ahorita mismo es el tiempo de la verdad.
El primer flechazo le atraviesa la garganta a Enciso y le queda trabada, con la punta saliéndose por la nuca. El escriba y traductor se manotea la garganta al tiempo que da la vuelta y lo mira con ojos desorbitados y lleno de espanto. El segundo flechazo le atraviesa el corazón y Enciso cae de rodillas. Se mantiene así unos segundos y antes de caer desplomado un tercer flechazo le raja la cara. Cuando Colón alza la vista, sus soldados van cayendo como en un dominó y la sangre riega la tierra, que ya no vuela como polvo, sino que se convierte en un gran charco rojo y negro.
El primer gesto que se le ocurre es alzar las manos, en señal de rendición. El segundo gesto es ponerse de rodillas. Cree ver allá atrás cómo los árboles se parten por la mitad, y de sus troncos emergen cuerpos con cuatro patas, seis orejas, ocho bocas, diez manos y cien ojos que lo observan.
El viento sopla y agita las palmeras. El sol le derrite la cara. Alza la vista y el cacique se pone de pie. Lo mira y avanza hacia él. A punto está el cacique de tocarlo y el Almirante Colón siente un asco y una vergüenza y un deseo de que el mundo arda como si fuera papel. Entonces una flecha, una flecha que le parte el pescuezo y mientras se ahoga en su propia sangre ve cómo el cacique ya está muy cerquita suyo y alza la mano y le palmea el hombro, golpe con el cual su cuerpo cae como torre de piedra y queda tendido en un charco de barro.
*En el presente relato se encuentran incorporados fragmentos de Los Nacimientos, primer volumen de La trilogía del fuego, de Eduardo Galeano. Las referencias se encuentran en cursiva.