Trabajaba en una oficina llenando planillas de excel. Quizás no era para tanto. Pero para mí, un flojo, un vago, resultó demasiado. Me aburría, ganaba lo justo y ni siquiera podía escuchar radio. Además me acababa de abandonar mi novia y la depresión me carcomía tanto, pero tanto, que si no daba un volantazo iba a terminar cortándome las venas solo para comprobar si aún estaba vivo. Hice cálculos y dije: renuncio, me voy a vender revistas al parque. ¿Qué mierda hago acá desperdiciando mis neuronas y mi corazón?
La cosa era sencilla. Tenía veinticuatro años, me importaba un carajo vestirme bien, comprarme una moto o un auto, hacer viajes caros… y como aún gobernaba el peronismo, de la mano de Cristina, en la calle había plata y la vida era más fácil para todos. Para el que sobrevivía y para el que ganaba bien.
Apología contaba ya con ocho números publicados, salía dos veces al año y tenía un atento y pequeño —pequeñísimo— público que la bancaba. Decidí rodearme de gente, conformar un grupo de pertenencia, buscar publicidad, sumarle páginas y apostar a más ediciones anuales. Todo sobre la base de la venta callejera. Quería que la revista circule, que se lea, y que todos los vagos que no querían laburar pero la iban de escritores, dibujantes, diseñadores, fotógrafos o filósofos, puedan venderla y ganar su moneda. Y así fue. La idea me la dio el escritor Marco Mizzi, que ya vendía sus poesías en la costanera y que acababa de sumarse al proyecto con sus escritos (en poco tiempo, ya era mi amigo y compinche literario).
Esta historia empezó en mayo del 2014 y hoy, casi diez años después, una poderosa sensación vuelve a mí: al echarme a rodar por la calle, de la mano de Apología, logré abrir el mundo, romper la maldita pared que cercaba mis actos pero también mis sentimientos. Tenía tiempo, hacía lo que quería, lo hacía en serio, y la gente me daba más bola que nunca.
Recuerdo la primera tarde de ventas. Volvíamos de hacer unas fotos en La Cerámica —para ilustrar una nota— y nos fuimos a almorzar a Tablada, en una suerte de barranca que daba al río. Acabábamos de sacar la Apología 9, y me llegué al Parque Urquiza con la mochila llena de ejemplares. Desde el Planetario caminé hasta las escalinatas del parque España y de ahí hasta el Boulevard Oroño. Fueron varios kilómetros bordeando el río, bajo un sol alucinante y un cielo celeste, limpio como lo es el cielo otoñal. La paciencia y el entusiasmo, cosas que no me caracterizaron nunca —era un pibe atormentado y nervioso—, se apoderaron de mí, y desde entonces no me abandonaron. Bueno, es un decir. Sigo siendo un poco enfermo de la cabeza, pero menos.
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Ilustración: Santiago Grunfeld
Disfrutaba mucho andar por la calle, vender la revista y hablar con la gente que me cruzaba. Lectores que íbamos ganando, vendedores ambulantes, curiosos y vagos, charlatanes que se tomaban a sí mismos muy en serio, vagabundos y exiliados de la vida, loquitos de remate. Todos me entusiasmaban. Y tenía tiempo. Podía escuchar a cada uno de ellos sin sentirme apurado. Tenía tiempo.
Recuerdo un pibe que llevaba un sombrero verde en la cabeza y, haciéndose llamar El Duende, ofrecía bombones de marihuana. También a Carina, una artesana vieja escuela, bastante hippie, que en sandalias, siempre acompañada de su perro, vendía pulseras y tobilleras. Otro personaje era Abril, como lo habían bautizado maliciosamente. Se trataba de un flaquito moreno y femenino que estaba muy loco. Tenía cierto parecido a Lou Reed; era un transformer de los márgenes del tercer mundo y una vez lo vi escapando, a los gritos, de unas abejas imaginarias que lo persiguieron durante varios minutos.
La Apología 9 llevaba en tapa un dibujo de Pablo Feli, en el que un policía y un wachiturro —como le decíamos entonces— se besaban apasionadamente. La nuestra no es una época en la que alguien pueda ser impactado por una imagen, ¿no? Hay muchas, demasiadas imágenes, y ya nada escandaliza. Pero esta tapa pegaba, gustaba, y nos ayudaba a vender.
Llegaba al parque a eso de las tres y me iba pasadas las siete. Caminaba por la costanera, desde Oroño hasta las escalinatas del Parque España. Terminaba y paseaba bajo los árboles que están a la altura de la Aduana, encendía un cigarrillo y me conmovía. Era un sueño. Y era real. Los sábados y los domingos las revistas volaban. Los feriados también. Esos días el parque era un quilombo de gente por el cual yo caminaba atentamente, como si estuviera en un bote navegando el mar un día de aguas agitadas.
“Contamos la ciudad, sus calles, sus recovecos, sus barrios”, repetía más de cien veces por tarde. Durante la semana vendía diez revistas por jornada, los sábados y domingos entre veinte y treinta. Había en Rosario, al menos para nosotros, un eficaz relato oficialista que se halagaba a sí mismo y no miraba a la ciudad. En ese contexto, nuestras crónicas resultaban un acierto. Eran rudimentarias, lo reconozco, pero eran frescas e iban al hueso. Cuando hicimos una nota sobre la cárcel de menores, por ejemplo, entrevistamos al pibe que había incendiado su celda iniciando el motín del día de la madre.
—Le había hecho un regalo a mi vieja. Y no me vino a ver, y me puse loco y quise quemar todo.
Poníamos en primer plano, de forma casi excluyente, las palabras de los entrevistados; mujeres, hombres y criaturas que andaban por ahí. Nunca la de los especialistas. Con el correr de los meses, nos cruzábamos a nuestros nuevos lectores, que cada vez eran más, y nos comentaban con entusiasmo las notas que leían. De quinientos ejemplares por tirada pasamos a imprimir setecientos. Luego llegamos a mil y, en un par de ocasiones, a mil quinientos.
Los meses pasaron y, sin que nos diéramos cuenta, pasaron los años. Y la revista, que era un proyecto periodístico, o literario, se volvió, a los ojos de la ciudad, algo inseparable de la venta que se hacía en la calle. La aventura de escribir —que siempre fue motor y motivo, fin último y primero— se abrazó al hecho de andar por ahí, de ganarse la vida, de volverse un vendedor ambulante, un predicador o un hinchapelotas.
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Ilustración: Santiago Grunfeld
Los primeros años fueron los mejores. Todavía era muy ingenuo, muy soñador, y al pisar el parque me sentía hermanado con los vagos y los vendedores ambulantes con los que compartía las tardes. Los feriados y fines de semana se trabajaba sin parar, pero en la semana se producía esa famosa “intimidad de los parques”. Hablaba de cómo iban las ventas de churros, cervezas o sahumerios; o me sentaba a tomar mates con quienes me invitaran, fueran conocidos o desconocidos. Tenía tiempo. Y es raro tener tiempo. Porque un día no lo tenés más. Mucho antes de conseguir trabajo fijo y vestir mis días con el prolijo y eficiente traje de la rutina, dejé de tener tiempo.
En el 2016 llovió todo el mes de abril. Había ganado Macri, me habían echado del hermoso pasillo donde alquilaba un monoambiente baratísimo y encima me tocaban treinta días de lluvia ininterrumpida. Fue espantoso. Caminé por las paredes hasta que, al fin, salió el sol. Esa misma tarde corrí al parque y quedé maravillado con la visión iluminada del cielo, el río y las islas.
—A veces pienso que a todo esto lo hizo Dios, pero a veces creo que Dios no existe —le dije a un vendedor de churros con el que hablaba seguido.
—No sé si lo hizo Dios. Pero la humanidad obvio que no —respondió, casi con desgano.
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Las tardes eran mías y yo me movía de acá para allá sin mayores problemas. Pero estaba atento a la peligrosísima presencia del enemigo de los vendedores ambulantes. Un perro. Un perro temible, un animal feroz, un mantonegro semisalvaje cuyo nombre agrandaba el miedo que sentía por él: Lobo. Los vecinos de los edificios linderos le daban de comer y a veces lo adoptaban, pero Lobo se escapaba y volvía a las calles. Había mordido tobillos de heladeros y churreros y, en cuanto me veía, se ponía tenso. Se hacía amigos de los grupitos de chicos que tomaban mates y nos veía como invasores. Ni bien lo divisada seguía de largo como si fuera un pelotudo que paseaba.
Un domingo de invierno pasé a su lado y recién advertí su presencia cuando sus colmillos rozaron mis piernas. Intenté calmarme pero sus ladridos atrajeron a todos los perros sueltos y me vi rodeado.
—Seguí caminando, como si nada —me dijo una chica y me salvó. A pasos lentos, fingiendo indiferencia, me fui alejando de los perros y de su extraña locura, nervioso pero feliz de salir ileso.
Ese mismo año, un vendedor de cerveza preparó carne picada con veneno y vidrios molidos, la desparramó por el parque y se quedó atento, viendo como Lobo comía el menú que iba a terminar con su vida. Pero Lobo era bravo. Comió y sobrevivió. Poco a poco, el rumor del intento de asesinato corrió por el parque y el cervecero tuvo que irse. Los mismos vendedores, junto a los vecinos, casi lo muelen a palo.
—Voy a venir de noche y lo voy a matar —gritó el cervecero mientras huía.
La promesa no se cumplió y durante años, hasta que murió de viejo, Lobo siguió siendo el verdadero dueño del parque.
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Ilustración: Santiago Grunfeld
En la primavera del 2017, Apología llegaba a su mejor nivel estético-literario y rebalsaba de gente el lugar donde presentaba cada una de sus ediciones, ese almacén militante del comercio justo y agroecológico llamado El Trocadero —para nosotros un refugio y una posta—. En la calle, las revistas volaban. La plata comenzaba a escaparse de mis manos ni bien llegaba a ellas y me obligaba a formalizar las ventas; necesitaba juntar una buena moneda. Habíamos sacado una tapa donde las Torres Dolfines, emblema del negocio inmobiliario, el lavado de dinero y la ostentación idiota, eran atentadas por un avión, emulando a las Torres Gemelas y su final del 11-S. La imagen, del fotógrafo Julián Alfano, llamaba la atención y generaba simpatía. Con ella batí el récord de ventas y logré, en un fin de semana largo (gracias a un lunes feriado), juntar el monto del alquiler en tres días.
Mi vida se había vuelto descontrolada. Vivía en bares, en casas de amigos o novias pasajeras; andaba perdido en cualquier punto de la ciudad, borracho un martes a la tardecita si la ocasión invitaba. Nunca tenía plata, ni dónde ir, pero siempre estaba yendo a un lugar al que acababan de invitarme. Aprendí a trabajar con resacas feroces. Tenía que tener buena cara y buen ánimo, porque el entusiasmo era lo que lograba concretar la venta. Al finalizar los recorridos, terminaba creyéndome mi propio personaje, y volvía a las calles de la ciudad con fuerzas renovadas. Nunca se vendieron tantas Apologías como ese alocado 2017.
Por supuesto, como siempre pasa, no tardaron en hacerse sentir los temblores que anteceden el derrumbe. Porque todo lo que sale bien, a la larga, sale mal. En mayo del 2018 subió estrepitosamente el dólar y de un momento a otro todos teníamos menos plata —bueno, no todos, algunos pocos de golpe tenían muchísima más—. La revista había sido mi sueño y mi trinchera, pero yo me sentía distante de mí mismo. No me cerraban mis actos y, aunque no podía dejar de ejecutarlos, cada vez me identificaba menos con ellos. Llegó el día en que apenas se vendieron dos o tres ejemplares y con él llegó la noche oscura que se instaló en mi estado de ánimo.
—Bueno, mis amigos de la primaria tienen su auto, sus hijos, pagan su alquiler. Yo no tengo nada, ni una motito. Me encargué de vivir en una fantasía… —me decía en voz alta a mí mismo, desolado, una y otra vez. Entonces dejé de tener tiempo. Mis tardes ya no me pertenecían. Las preocupaciones, las decisiones a tomar, los golpes de la vida me cercaron. Tenía que huir, hacia adelante, otra vez.
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Tras unos reemplazos, entre a trabajar jueves y viernes en Intysol, una hermosa fábrica de milanesas de soja. Los sábados y los domingos seguía con la venta en el parque; los lunes descansaba y los martes y los miércoles escribía notas, colaboraciones que me dejaban menos plata que la poca plata que sacaba en el parque.
La revista seguía con un muy buen contenido, pero sus integrantes ya no estábamos conectados. Un día simplemente dejamos de estarlo. Todos respondían y nunca fallaban, ni con los escritos, ni con las ilustraciones ni con el diseño. Apología se había sostenido siempre en un romanticismo extremo y lo valoraban, confiaban en mí y en el resultado final. Pero el tiempo había pasado. Lo sintetizó así: se terminó antes lo existencial que lo creativo, y en esa frecuencia sacamos dos números más. Mis textos de la última edición —N°. 22; septiembre de 2019— son despedidas encubiertas, algo que pocos notaron.
En aquellos últimos meses volvía del parque y me quedaba mirando el atardecer. Me dejaba llevar por el silencio y apoyaba mis ojos sobre el norte, donde el sol, al esconderse, iba bañando de dorado-naranja-rojo-violeta-azul, un azul cada vez más oscuro, las aguas del Paraná. Me sentía grande para estar en la calle vendiendo; lo hacía mientras buscaba cómo inventarme una nueva vida. Me costó mucho poder sacarme Apología de encima y sentí un gran alivio cuando el proyecto terminó.
A veces vuelvo al parque y me cruzo con los cerveceros y los churreros que conocí. Ellos siguen con la venta y yo sigo con mi vida. Cuando tengo la tarde libre puedo andar y andar. Pero la vida es extraña. Hay días que no tengo nada que hacer, sin embargo no tengo tiempo. ¿Qué quiero decir con esto? No lo sé. Estiro las manos para agarrar la tarde y no hago más que palpar el vacío. Así que no lo intento ni me importa. Sigo con mi vida. La vieja revista, extinta, hoy le pertenece a la ciudad. Si alguna vez leíste sus notas, y te cruzás por la calle con alguno de los personajes retratados, saludalo de parte nuestra. Y si no lo hacés no importa. Nada fue real. Todo fue un sueño. ¡Nos vemos!