“Nadie podría decir lo que esta obra anticipa,
al igual que sería difícil afirmar lo que expresa”.
Massimo Cacciari, Steinhof, Hombres póstumos, 1989.
Muchos, quizás los más temerosos, miran de reojo a este extraño cortocircuito, a ese impasse que amenaza con tirar todo por la borda. Pérdida de tiempo, desvarío, no son pocos los que prefieren hacer caso omiso de él, dejarlo ir, arrojarlo al olvido. Consideran un error perderse en ello. Temen estar haciendo algo ilícito, una transgresión: “¿acaso no estoy pervirtiendo la película?”
Desvíos, ladeos, distracciones en el medio de una proyección. De improviso, aparecen en un diálogo cualquiera, interrumpiendo una escena de acción, partiendo al medio un beso. Ocurren, simplemente, y con ellos se llevan toda nuestra atención. ¿Sobrevivirá el protagonista a ese accidente? ¿Se reencontrarán finalmente los amantes? ¿Descubrirá la policía quién fue el asesino? Ya nada de eso importa. La escisión está hecha, el trance se ha producido en nosotros.
Esencialistas, están los que piensan que es una ofensa contra el objeto de arte. Hay un marco, una edición, dicen, aquello que se incluyó en la obra fue por alguna razón. Todo añadido personal extra, sea este original, incluso pertinente, es en realidad un sobrante que disipa y aleja la verdad de la trama, corrompiendo sus mecanismos de verosimilitud y coherencia internos. No hay disquisición que valga para este grupo exigente con las formas y el contenido, el desvío es un trastocamiento y debe ser desechado sin miramientos.
Otros, quizás menos categóricos, los consideran anexos que ayudan a dotar de sentido a las historias. Como si fueran notas a pie de página particulares, vuelven el relato familiar y cercano, lo personalizan. Posiblemente, afirman, sean lecturas antojadizas y algo distractivas, pero recrean y corporizan la obra, nutriéndola y haciéndola dialogar con referencias y vivencias propias.
La última vez que me sucedió esta especie de suspensión indefinida fue con la película estadounidense Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile (Extremadamente cruel, malvado y perverso, Joe Berlinger, Netflix, 2019). Basada en una historia real, como la gran mayoría de los últimos thrillers producidos por la plataforma norteamericana, el filme cuenta la historia de Ted Bundy, un asesino en serie de la década de los ‘70 en EE. UU. que acabó con la vida de casi medio centenar de mujeres menores de 25 años en los estados de Idaho, Utah, Colorado y Florida.
Con una premisa que a simple vista no parece muy original –la sensualidad de lo oscuro–, la película rodea el espinoso asunto de la confianza en las relaciones enfermizas y la dualidad de los seres humanos. Haciendo uso del famoso zigzagueo por la delgada línea entre el bien y el mal de aquellas personas menos pensadas, Extremadamente cruel… nos regala los instantes más extremos (y por momentos, tragicómicos) de un omnipresente y magnético Bundy (correcto Zac Efron): fugas excéntricas, propuestas de matrimonio en pleno juicio… Desde el principio, se confirma lo que sabemos por los documentales historiográficos, su culpabilidad y condena a muerte por la silla eléctrica, aunque sus constantes pelotazos hacia delante, a través de una diestra retórica digna de abogado penal (Bundy había sido estudiante de Derecho en la Universidad de Utah, aunque nunca finalizó sus estudios), retrasan la definición y sostienen la tensión de la trama hasta el final. Es justamente allí, en ese aplazamiento ad infinitum cuasi esperpéntico, donde el énfasis del filme se concentra y regodea.
Si bien la historia está contada desde la óptica de su pareja, Elizabeth Kloepfer (Lily Collins), desde el primer minuto somos cómplices de la atracción que despierta “el asesino del campus” en las mujeres, una seducción que arriba a su epítome durante el mediático juicio transmitido por TV, el primero en la historia de EE. UU.
Copando en manada juzgados, comisarías, cárceles, y peinadas y maquilladas como sus víctimas, estas diagnosticadas de hibristofilia –“enamoradas de asesinos seriales–”, siguieron el caso hasta el final, creando una especie de fenómeno alrededor de The Lady Killer, como lo denominó la prensa años después.
Apenas unos segundos que no arriban al minuto, sin embargo, es lo que dedica el filme de Berlinger a este curioso y fascinante hecho. A través del formato televisivo del noticiero de sucesos, tímidamente alcanzamos a ver unas pocas imágenes entrecortadas, magras, fugaces de una media docena de conmocionadas veinteañeras, típicas upper class de la Ivy League, declarar en una entrevista espontánea un ambiguo enamoramiento, mezclado con atracción sexual, con el serial killer de “ojos azules diabólicos”, como lo llamaban en los sets de televisión.
Poco, nada. Pero suficiente para que la bifurcación se despliegue, y el desvío comience a hacer de las suyas.
>> Washington——–Oregon—Colorado—Utah—Florida——————————————>
¿Qué tanto más nos cuentan estas micro-historias no desarrolladas, estos atajos a la subjetividad perdidos para siempre, acerca del personaje principal, de sus admiradoras, de las víctimas, de su amante Carol que no deja de apoyarlo y que, incluso, se embaraza de un hijo suyo en pleno litigio?
Las películas no dejan morir lo mejor de sí en el camino, podría ser una objeción de aquellos que no creen en estos desvíos de la linealidad de la trama. Son pequeñas confabulaciones que parecieron salir de la pantalla, pero en el fondo no son más que sombras, bugs. ¿No llaman, acaso, cual fantasmas shakesperianos, al desorden, al jaleo, apropiándose al mismo tiempo de la trama y tejiendo un halo de duda subrepticia sobre su verosimilitud? Haciendo uso de su persistente acecho parecería que ponen en tela de juicio el mandato del relato, haciendo aflorar diferencias, reversos innecesarios. Su progreso no era el progreso del protagonista, sus premisas no cumplían con el propósito de la historia. El andamiaje de la película puede funcionar perfectamente sin ellas –funciona porque ellas están ausentes–.
Pero entonces, ¿por qué surgen estos apartes? ¿A qué debemos sus apariciones intempestivas, “de la nada”? ¿Son solo elucubraciones? ¿Alucinaciones enrevesadas? ¿Se está fallando a la película?
Sin una función clara, esta suerte de “Errores en el Sistema” coquetea con la sempiterna cuestión de la interpretación, remontándonos a esa vieja consigna del arte conceptual de los ‘60, donde idea, obra y concepto iban de la mano en ausencia de un objeto tangible que los representara. Podríamos pensar que estos desbarranques súbitos, pues, no son del todo desvíos, sino verdaderos indicios de aquello que muchas tramas pretenden esconder en su aparente superficie plana de hechos narrados: su inherente pluralidad, su intrínseca polifonía. Potencian desde sus misteriosos orígenes lo que normalmente no se puede en el lenguaje habitual unívoco, lineal, progresivo de la historia remanente, es decir, en el código de los oficialismos: el estímulo de las asincronías, la excitación de la reversibilidad, la tentación de un desborde.
Más que muletas para una historia que hace aguas, ayuda-memoria de un tipo de lectura que estamos perdiendo.