Quiero hacer un pequeño rodeo antes de ir a la novela. Cuando era chico no se hablaba de mi abuelo. Habían sucedido ciertas cuestiones –conflictos que suceden en todas las familias– que hicieron que durante toda mi infancia se generara silencio en torno a su nombre, y esto fue así al punto tal que durante muchos años me olvidé de su existencia. Ni siquiera recordaba cómo se llamaba. Habitaba en algún lugar, lo sabía, pero era como sucede con Voldemort en las historias de Harry Potter: no lo nombrábamos, y por lo tanto no existía.
Una tarde, sin embargo, cuando tenía doce o trece años, volví a mi casa de una práctica de fútbol, y me encontré con mis viejos sentados, esperándome. “El abuelo está acá, en el pueblo”, me dijeron, “vamos a ir a visitarlo”. Nos subimos al 147 blanco y fuimos a un geriátrico. Nos recibió una mujer muy amable, nos hizo pasar a un comedor lleno de ancianos desconocidos, y después a una habitación cerrada, iluminada con luces artificiales, a pesar de que era de día. Un hombre sentado en una cama, sorprendentemente parecido a mí, nos miraba de la misma manera que nosotros lo mirábamos a él: como si fuéramos desconocidos. La sensación fue la de ver un fantasma materializarse, a una sombra moverse por su cuenta.
Oliveros, novela de Federico Aicardi publicada este año por UNR editora, me evocó una sensación similar. Y eso se debe, me parece, a que el nervio central que sostiene la trama y los conflictos de los personajes es el silencio. El silencio, en Oliveros, es la condición en la que se soporta la vida. En ese paisaje somnoliento, aparentemente pacífico, que componen las casas, la iglesia, la panadería, la colonia psiquiátrica, el río Carcarañá, el silencio en torno a ciertos hechos del pasado es a la vez lo que permite la paz y lo que amenaza con tragarse todo de un bocado. Si de algo se trata esta novela es de los efectos que tiene el silencio en una familia, en un pueblo, en una cultura. Por supuesto, no es una casualidad que esté ubicada temporalmente en los años ‘90.
Oliveros es un relato de iniciación. También es una historia de un verano y una historia de terror. Fer, un preadolescente rosarino solitario, gordo, nerd, fanático de las películas de terror –es decir, un chico que tiene todas las de perder–, viaja a Oliveros con su familia a pasar un verano. Se hospedan en la casa de unos amigos, el Negro y Pachi, que tienen una hija, Ana, en torno a quien nuestro protagonista pronto acumulará las fantasías más heroicas y patéticas. Fer está enamorado y está en esa edad en la que los días se alargan interminablemente y los atardeceres y las noches se ahondan en preguntas existenciales y penosas fantasías de salvación.
Hasta ahí podría tratarse de una historia de iniciación. Pero sucede algo de fondo, una suerte de pasos de gigante que se empiezan a sentir de a poco y de lejos y que se van volviendo cada vez más cercanos. Todo empieza con la aparición de un perro asesinado. Pepo, el perro de uno de los niños que Fer conoce en Oliveros, aparece colgado de un árbol, al lado del río, con el estómago abierto hasta la garganta. Luego, una seguidilla de asesinatos igualmente horrorosos, una serie que va a llevar a que Fer y a sus amigos –los amigos que van formando una especie de círculo mágico alrededor de él y de Ana–se involucren en el agujero negro que cubre el silencio y la complicidad de los adultos.
Hay, está claro, una gran influencia de King en la novela de Aicardi. Oliveros es en alguna medida Derry, y también es El Overlook y Salems`Lot. Pero la novela además retoma una tradición local de asesinos seriales: desde El Estrangulador, del maravilloso relato de Cortázar “El otro cielo”, pasando por el misterioso asesino de caballos de Nadie nada nunca de Saer, hasta el asesino de chanchos de Luciano Lamberti. Estos asesinos anónimos, sin rostro o con un rostro siempre imaginado, son una de las formas que toman los monstruos en nuestra literatura.
Hay un fragmento que me gustaría destacar. Es un momento, al inicio de la novela, cuando los niños se están conociendo y arman un campamento. Es de noche, hace frío. Están sentados alrededor de una fogata, y mientras dan unas pitadas a sus primeros cigarrillos y toman unos tragos de caña Legui, alguien cuenta una historia que le pasó a “un amigo que vivía acá a dos cuadras”. En la historia un chico se levanta de la cama cansado y le dice a sus padres que no se siente bien. El cansancio va progresando rápidamente y los padres lo llevan al médico, que le da unas pastillas y un inyectable para la noche. El chico, a esa altura, no puede mantenerse en pie. Cuando se va a acostar le dice a su padre: “tengo miedo”. El padre, que también tiene miedo –pero no se lo dice– se limita a darle un beso, decirle que todo va a estar bien, darle las buenas noches. Al otro día, cuando lo van a despertar, el chico no reacciona. Los padres lo tocan, y notan, espantados, que su piel está reseca como una pasa de uva. El padre lo mueve, pero lo que mueve es una cáscara: es ya el cadáver vacío de su hijo. De la almohada sale un bicho de seis patas y dientes de piraña, una especie de garrapata gigante, que salta sobre la cara de la madre y la empieza a chupar.
El relato sigue. No voy a spoilear. Es un gran momento de la novela. Pero lo más impactante de esa pequeña historia –una clara referencia a “El almohadón de plumas”, de Quiroga- es, quizás, el hecho de que el padre asegure a su hijo que esté todo bien, cuando él mismo sabe, en el fondo, que no es así. El padre, parece decir la historia, le oculta al niño que los monstruos sí existen y le miente presentándole el mundo como un lugar apacible, dónde nada malo va a ocurrir. Es a esa mentira (“los monstruos, el mal, las películas de terror, son solo imaginaciones de niños”), más que a ninguna otra cosa, a lo que Fer y sus amigos se enfrentan en esta historia.