Prólogo
Lloro con cualquier película. Lloré cuando, en el basurero, están a punto de destruir a Woody y a Buzz Lightyear, y la luz del horno ilumina de rojo sus caritas asustadas. Lloré cuando Will Smith finalmente se convierte en un corredor de bolsa multimillonario y encuentra la felicidad que tanto buscaba. Incluso lloré cuando Barbie va por primera vez al ginecólogo porque al fin tiene vagina. Soy un público simple: si me ponen una música sensiblera y un primer plano al brillo de un ojo, lloro. Pero que me emocione con una película no significa que sea buena o que me haya gustado; muchas veces, son las malas películas las que recurren a ese golpe de efecto para hacernos creer que acabamos de ver algo significativo. Cuando la historia termine, me quedará una sensación parecida a la resaca, volveré a la realidad aturdida y harta, sentiré que habré prestado unos ciento veinte minutos de mi empatía y emoción (que en mí no son precisamente recursos ilimitados) a unos personajes anodinos que ni siquiera me caían bien.
Cualquier frase que comience con “La vida es…” se inclina en pendiente hacia una sentencia engañosa. Qué difícil hablar sobre la vida sin caer en la moralina de las nuevas religiones o en el pesimismo pueril de los nihilistas. Es raro que una película lo haga bien, esto es: que logre mantenerse en un precario equilibrio entre esas dos pendientes. A Hollywood le encantan las moralejas, el nivel de derechización del mundo es inversamente proporcional a lo progres que serán los mensajes de sus películas. No estoy segura de por qué, pero si me pusiera conspiranoica, diría que la derecha de a pie se equivoca cuando llama a la batalla cultural; la batalla cultural ya la están ganando, la Fábrica de sueños convierte todo aquello que pudiera ser peligroso para sus planes en una ilusión cinematográfica que “conmueve hasta las lágrimas”.
La peor persona del mundo (2021) de Joachim Trier es un filme excepcional porque evita hacernos tragar la píldora de la moraleja (que yo, como un gato taimado, termino escupiendo furtivamente a los pocos minutos). Dirigidos por la voz en off de una narradora a través de 12 capítulos, un Prólogo y un Epílogo, seguimos a Julie, una mujer que está atravesando el umbral hacia sus treinta, y en ese pasaje se le plantean los “grandes temas obligatorios” –la vocación, el amor, la muerte, el legado–, sin embargo, una vez que la historia nos deposite junto con la protagonista del otro lado, nos quedará la inquietante sensación de que hay muy poco que sacar en limpio. De allí el título (aunque quizá sea un desacierto haber elegido una expresión tan categórica): Julie no busca convertir las experiencias en experiencia, simplemente las vive de un modo un poco infantil y desenfadado. No se trata de ser una mejor persona, gracias a Dios. Si queremos aprender algo, mejor veamos una película con Will Smith, que nos brinda mensajes esperanzadores tan contundentes como cachetazos.
Capítulo I: Too old for this shit
Llevaba días aturdida por una sorda pero persistente angustia existencial, así que recurrí a la solución más lógica: un corte de pelo. Decidí darle una oportunidad a una de estas peluquerías que se especializan en esos raros peinados nuevos. Quería algo moderno y fresco, algo que me hiciera ver tan joven como la gente que se apretujaba en el diminuto salón: adolescentes andróginos aesthetic que usaban ropa oversized, escuchaban una especie de lofi rap y decían “chill” tan seguido que se me pegó como la gripe. A favor del chico que me cortó el pelo puedo decir que por lo menos se esforzó, fui testigo de cómo el pánico inundaba sus ojos a medida que iba dando los últimos tijeretazos desesperados. Salí del local con veinte años más, dos divorcios y una disputa legal por la tenencia total del hijo que tuve con el vago de mi último marido. Cuando me miré en el espejo del baño para arreglar el desastre con invisibles, colitas o con la afeitadora, noté que no solo tenía el pelo de Tina Turner en los ochenta sino que también estaba lleno de canas. Chill.
Todo filme coming of age marca un punto de quiebre: una vida que entra en crisis. Tradicionalmente se trata del pasaje de la niñez a la adolescencia o el de la adolescencia a la adultez. Quien atraviese esos umbrales obtendrá una nueva vida, reconciliada con el mundo o en guerra con él. He notado, sin embargo, en estos últimos años la aparición de filmes que se alejan de esos pasajes ya mil veces recorridos, para adentrarse en un territorio casi inexplorado: la llegada de los treintas. Obras como Frances Ha (2012), Shiva Baby (2020) Sick of myself (2022) o la serie Fleabag (2019) tienen como protagonistas a chicas perdidas, solo que ya no son tan chicas. Si las expectativas que pesaban sobre las generaciones anteriores –“hacer algo con la vida”, “sentar cabeza”, “formar una familia”– han perdido su carácter de mandamientos, ¿hacia dónde se supone que deberían ir? Es cierto que el cuestionamiento a estos mandatos no es nada nuevo, pero en las historias clásicas siempre cae una soga para salvar a los personajes de su propio pantano: el descubrimiento de un sueño, un ideal, un talento que les da sentido a su vida y los convierte en seres excepcionales (véase cualquier vida de artista enlatada en el formato de una biopic). En estos nuevos relatos de iniciación, en cambio, no hay epifanías ni maestros ni musas, no hay miradas apasionadas y enfebrecidas volcadas sobre un instrumento musical, una pantalla de world o un tablero de ajedrez, no hay llamado a la aventura ni regreso con el elixir a la comunidad de la que antes se había renegado. El camino de estas heroínas es una serie de tropiezos y de modestas revelaciones.
Algunos dirán que estas historias revelan la crisis de las sociedades de bienestar, la insatisfacción causada por un exceso de opciones y la postergación indefinida de la adultez. Y sí, hay algo de verdad en eso: es el sistema noruego el que permite a Julie saltar de una carrera a otra sin sufrir graves consecuencias económicas. La naturaleza de estos cambios también es reveladora: de la medicina a la psicología, y de la psicología a la fotografía. Del cuerpo al alma, y del alma a la luz. La búsqueda profesional del personaje se aleja cada vez más de lo “productivo” en el sentido capitalista tradicional, gracias al respaldo de un sistema que lo permite. Si estos saltos pueden darse con total naturalidad es porque debajo de ellos se encuentra el añorado (por nosotros latinoamericanos) colchón de una sociedad de bienestar.
Sin embargo, la crisis que experimenta la protagonista no es un fenómeno exclusivo del primer mundo. Aquí en Argentina, estos filmes encuentran un precursor en el corazón seco y despiadado de los años noventa con Silvia Prieto (1999) de Martín Rejtman. Sin recursos económicos ni simbólicos, Silvia transita el pasaje a los treinta dando saltos y, si bien se sienten diferentes como golpes secos de una zapatilla en el asfalto recalentado de una calle desierta, formula una pregunta muy similar: “en un mundo donde todo es intercambiable (objetos, personas, relaciones, trabajos), ¿quién soy?”. La crisis de la protagonista termina de desencadenarse cuando se entera de que su nombre –naturalmente la primera respuesta que se nos viene a la cabeza– no la identifica. La escena es ya un ícono del cine argentino: Rosario Bléfari bajo una de esas cabinas telefónicas azules que parecían hongos espaciales, “¿Silvia Prieto?” “Sí, soy yo ¿quién habla?” “Silvia Prieto”. El filme es brillante porque muestra la dimensión insignificante de la búsqueda, lo irrisorio de las acciones con las que queremos dar respuestas a la pregunta. Necesito hacer de mi vida algo único, que me defina y me caracterice, entonces me compro un canario, me voy a Mar del Plata y me robo una chaqueta importada… o me corto el pelo y parezco una escoba de paja por los siguientes tres meses. Al final del filme, Rejtman incluye una entrevista con otras Silvias Prieto reales: “mi idea era ver qué pasa cuando a una persona se le pregunta quién es. Nada. No dicen nada. Soy tal, tengo tantos años, vivo en tal lugar, me casé con tal… El resumen de tu vida es la nada más absoluta. O por lo menos es lo que yo encontré”. Así que no, la precariedad económica no nos salva de las preguntas, a lo sumo no hará más que revelar la propia precariedad de nuestras respuestas.
Concedo, de todas formas, que sí hay una diferencia esencial: La peor persona del mundo nos mostrará una protagonista perdida, pero en un escenario que le promete un sentido. Tanto en el plano profesional como en el amoroso, Julie pareciera seguir nada más que su propio deseo, y el filme podría haber sido otra de esas molestas y encantadoras reivindicaciones del espíritu libre, pero la historia logra sortear la trampa que ella misma parecía haberse tendido. De hecho, durante los primeros veinte minutos, experimenté cómo mi cuerpo iba adquiriendo la ya familiar posición de espectador de comedias románticas, cómo se recostaba en el sillón y adoptaba un estado de atención flotante en el que la risa siempre está a mano para acompañar a una historia que, al fin y al cabo, también iba a ser amable conmigo.
El resquebrajamiento de ese mundo pleno de sentido, encantador y bobalicón, propio de las películas románticas se da en varios tiempos. El primero, luego de la escena más perfecta en el sentido hollywoodense de la palabra, que es la representación de una fantasía de Julie. Tras darse cuenta de que ya no ama a su pareja Aksel (quince años mayor) y de que se ha enamorado de Eivind (un hombre de su edad igual de perdido que ella), el tiempo se congela. Ella observa a Aksel que se ha estancado sirviéndole café en una cocina pobremente iluminada, y decide salir a la calles. Afuera, todo sigue detenido, salvo las luces van indicando la declinación del día. Mientras corre a buscar a Eivind, suena una melodía familiar –al principio misteriosa y recatada, luego desatada en una oleada de sentimentalismo–, es la que anticipa ese beso que hace llorar en las películas románticas. Ambos se encuentran y, sin sorpresa, advierten que son los únicos que no han sido tocados por el hechizo. Caminan juntos mientras comienza a atardecer, se sientan en un banco con una panorámica de Oslo —con las últimas luces del día, la ciudad se presenta como una gran promesa—, y se besan, por supuesto. Pero en la escena siguiente, Julie vuelve a casa y el hechizo se ha roto. Bajo la luz escasa y fría de la mañana, Aksel sigue con el café en la mano. Ella le anuncia que va a dejarlo, entonces la narradora interviene: “le dijo que le daba miedo estar sola, que le daba miedo vivir sin él, que, cuando se fuera, sería como Bambi andando en el hielo”. Entonces, Julie sonríe para sí misma y la voz vuelve a explicarnos: “se quedó pensando que con treinta años acababa de compararse con Bambi”; puede que ella sea un cervatillo vulnerable, pero también será los cazadores que han convertido su hogar en un páramo. Y en este punto reside uno de los principales aciertos del filme: la trama va desgajando lentamente a los personajes y los revela como seres ambivalentes e indefensos ante sus propios deseos.
Capítulo II: Una elegía para el asterisco
Le pedí al Chat GTP: “Escribime una anécdota de una mujer de treinta y algo”
Me contestó: “Claro, aquí tienes tu anécdota de una mujer de treinta y algo.
Una mañana mi sobrino vino a quedarse en casa. Estaba enfermo y sus padres necesitaban ayuda. Preparé sopa, le leí cuentos y cuidé de él hasta que se durmió. Mientras lo veía descansar, me di cuenta: había pasado de ser la que necesita cuidado a ser la que cuida de los demás.”
Después de darle las gracias al chat y saludarlo (porque si la inteligencia artificial va a aprender tanto de la información que le estamos brindando como para dominar el mundo, por lo menos quiero que aprenda a ser amable con sus súbditos), me quedé un rato mirando la pantalla, esa respuesta me generaba el mismo efecto que una canción de Abel Pintos… sí, puede que muchos se sientan identificados con ella, pero a mí me produce una irritación inexplicable.
Los otros dos quiebres se dan casi simultáneamente. Una de las razones por las cuales Julie se separa de Aksel es porque él quiere formar una familia y ella no está segura.
Casi el mismo tiempo, Julie se entera de que está embarazada de su actual novio y de que su ex tiene una enfermedad terminal. Impecablemente interpretado por Anders Danielsen Lie, Aksel es, sin duda, el mejor personaje de la película. Aksel encarna una figura de otra época: es un escritor de cómics irreverentes, al estilo de Fritz el gato, con un lince antropomórfico como protagonista. Aunque constantemente toma distancia del mundo mediamente una intelectualización cínica y algo burda, es un tipo que parece tener más o menos claro lo que quiere: dejar un legado, y que ese legado no termine siendo una serie de cómics solo lee una tribu de freakys, y cuya única vigencia en la actualidad es una de adaptación en la que Lince se ve transformado en un inofensivo gatito cartoon. “Le han borrado el asterisco”, se queja Aksel, “en la película le han dibujado el culo liso. Es un cómic underground, se caga, se vomita, se coge, todo. Lince es un felino salvaje en un mundo de gatos domésticos, representa lo opuesto a la burguesía. Este es uno de los ojetes más icónicos que existen”. Este ya no es un mundo para los assholes: los valores estéticos han quedado suplantados por los valores morales de la corrección política. Aksel vive en una época que ya no existe, o que existe únicamente como una estetización nostálgica, y en ese estado de estetización nostálgica vive sus últimos días y se entera del embarazo de Julie.
Hay una apuesta estética de toda la filmación, realizada no en formato digital sino en formato analógico; podemos apreciar la granulosidad de la imagen como si el filme nos quisiera decir, como aquellos fantasmas holográficos de la invención de Morel, “puede que lo que estés viendo sea pura virtualidad transmitida desde una plataforma pero en algún momento fui un objeto real, tangible; soy mi propia elegía”. En los últimos momentos de Aksel vemos cómo la forma se explicita claramente en contenido a través del diálogo. Mi escena favorita es la charla que mantiene él con Julie en uno de sus encuentros en el jardín a las afueras del hospital: ambos están enfrentados en una mesa en el medio de la imagen, enmarcados por dos árboles que oscurecen los bordes. Se acerca la hora bruja, la escasa luz natural –el Sol nórdico es una estrella distante– la fotografía comienza a forzarse y se hace más visible el grano; la atmósfera me recuerda a las pinturas de los simbolistas alemanes, donde algo vagamente sobrenatural parece estar ocurriendo, él ya convertido en una vaga silueta azul, le dice:
Yo crecí en una época sin internet y sin móviles. Sé que suena a vejestorio, pero lo pienso a menudo. Es como si mi mundo hubiera desaparecido (…) Crecí en una época en que la cultura se transmitía a través de los objetos. Era interesante porque vivíamos rodeándonos de ellos. Podías cogerlos con la mano. No sé. Es lo único que tengo. Colecciono todas esas cosas, cómics, libros, y seguí haciéndolo cuando no sentía esa emoción intensa que sentía a los veinte. Ahora solo me queda eso, conocimientos y recuerdos de tonterías, cosas fútiles que no le importan a nadie.
En cierta medida, cualquiera que tenga más de treinta años puede identificarse con su lamento. Es el miedo a perder todo lo tangible. El primer CD que me compré, Led Zeppelin IV, el día que me escapé temprano de la escuela para ir a la desaparecida tienda de Zivals; el VHS que alquilábamos los sábados con mi mamá y veíamos tantas veces como podíamos antes de devolverlo; La naranja mecánica con la tapa desteñida, que compré en el mercado de libros de la plaza Sarmiento…. Es el miedo a que los objetos auráticos en los que nos representábamos la cultura sean tragados por el inmenso mar digital, digeridos y asimilados hasta licuarlos en experiencias efímeras e intrascendentes (¿por qué los libros que leemos en PDF se olvidan mucho más fácilmente que aquellos que comprábamos o nos prestaban nuestros amigos? ¿Por qué ya no nos acordamos de las canciones de nuestra playlist favorita de Spotify?).
A medio camino entre el agonizante mundo de Aksel y el caótico mundo actual, Julie sabe que está por perder algo muy importante. A veces, cuando uno no tiene un hogar propio o cuando el suyo se vuelve inhabitable, se ve obligado a vivir en la casa de otro: acepta sus hospitalidades y sus reglas arbitrarias, adopta sus costumbres por más rancias que sean, y aprende a reconocer el significado secreto que como un eco misterioso adquieren allí ciertas palabras. Los últimos días de Aksel representan para Julie el lento hundimiento de ese hogar al que no podrá regresar, ese hogar en que ha vivido aun después de haberse mudado con otro hombre. “Yo recuerdo cosas de ti que incluso tú has olvidado; cuando ya no esté, algo de ti también habrá desaparecido”, le dice él, en una afirmación tan tierna como despiadada. Afortunadamente, la elegía no es la forma final del filme.
Capítulo III: Un final y basta
El baño parece un templo marino: todo es redondo y blanco, y está iluminado por una luz tenue y ubicua. Hay velas en frascos, sales aromáticas, varillas de incienso orientales, y… A ver, ¿ese es un Black Opium original? Nada de imitaciones de Bagués; caí en la casa de una señora bien hecha y derecha. En el mundo exterior, la gente habla y habla. Me llegan, como oleadas, varias conversaciones superpuestas: se acercan y se retiran, se acercan y se retiran. Cada tanto, logro captar una palabra que me llega como un caracol arrastrado. Usualmente, lo agradable de haber tomado un poco de más es la habilidad que adquiero para sacar conclusiones, conclusiones tan sólidas que casi podría extender la mano y tocarlas, pero esta noche falló el pase mágico: soy como un papel mal plegado sobre sí mismo, cuyos bordes desparejos no encajan por más que lo haya intentado mil veces. Quiero quedarme en este baño para siempre, hacerme sacerdotisa de la Deidad Sanitaria que habita en el recinto y purgar todos mis pecados, empezando por el de haberme dejado convencer de venir a esta fiesta de gente bien. Pero salgo. Salgo y me uno a una conversación. Una conversación cuyo tema desconozco, pero parece refinada, así que adopto la media sonrisa de “soy lo suficientemente sofisticada como para no tomarme este tema en serio, pero estoy de acuerdo por completo (tan ‘por completo’ como mi sofisticación me lo permite) con sus opiniones al respecto”.
Julie recibe una llamada en la que le avisan que Aksel no pasará la noche. Vaga por una ciudad vacía, apagada. Llega hasta un lago y espera a que amanezca. “El viejo mundo que muere, el nuevo que no acaba por aparecer…”: Julie, que ha tenido siempre un pie en el sólido mundo de Aksel, queda ahora sin la posibilidad de retorno. Perderá el embarazo, se separará de su novio, conseguirá trabajo como fotógrafa del rodaje de una película. En la última escena, la vemos sentada en el escritorio de su nueva casa editando. No parece ni feliz ni triste ni nostálgica. ¿Qué clase de final es este?
Puede que se trate de la confirmación de un pasaje: el del cuerpo al alma y del alma a la imagen. Si fuéramos unos nostálgicos empedernidos (y, para qué mentir, un poco lo somos). En las vicisitudes de la carrera de la protagonista podríamos leer el pasaje de la actualidad hacia la virtualidad definitiva. Capas y capas virtualidad separan a Julie de la realidad, la película en la que trabaja es un simulacro, las fotos que luego toma son un simulacro de la película y la edición que realiza sobre las fotos, bueno… queda claro. Sin Aksel, Julie sobrevivirá en el mundo de las imágenes. “Quizá el único posible”, diríamos y agregaríamos con amarga autocomplacencia, porque también somos unos intelectualuchos insufribles: “pronto el mundo será Tlön”.
Puede que se trate de una forma de resignación, a determinada edad la ciudad deja de mostrarse abierta y luminosa como una promesa. Lejos quedan los atardeceres donde el tiempo se puede detener. La joven actriz que Julie fotografía es la actual mujer de Eivind y madre de su bebé. “Las cartas no se pueden volver a barajar infinitamente” diríamos si fuésemos esa tía que siempre pregunta que si el título que si el novio o que si el hijo, y agregaríamos una lección de vida rebosante también de autocomplacencia, porque somos unas boconas insufribles: “viste, nena, el tiempo se te está terminando”.
Puede que sea un solo final intrascendente, para citar a Los Simpson –los Montaigne de mi generación–:“es un final y basta”. No hay necesidad de convertir toda experiencia en una moraleja, no hay necesidad de dividir la vida en un “antes” y un “después”, al modo de esas antiguas propagandas de Sprayette, no hay necesidad de capturar el sentido de las cosas en nuestras manos hasta sofocarlo como quien sin querer mata a un pajarito. El final es solo una pausa, una síncopa, un cambio de acento mínimo que hace a la realidad ligeramente irreconocible. Eso parece insinuar la última canción, una versión de Garfunkel de “Águas de Março”. Y aquí me permitiré la indulgencia de caer en un “la vida es”, al final parece que es inevitable. La vida es una serie caótica de experiencias que se acumulan hasta que un ciclo se cierra y otro se abre… o quizá no. Por ahora, para Julie, sí, aunque ahora un poco más sola.
Epílogo
It’s a little alone
¿Y después? ¿Qué pasa después del final? ¿Qué pasa con nosotros después de ver esa película que nos ha gustado? Ocurre una reconfiguración de nuestra percepción a través de su gramática: vemos la realidad a través de su estructura narrativa, su simbología, su ritmo. Y si nos ha jodido bastante o si nosotros mismos estamos bastante jodidos, puede que incluso lleguemos a hablar como los personajes (¿quién no se ha topado con el titubeante espíritu de Woody Allen encarnado en un conocido?). Es un estado de gracia pero también de soledad. Para las otras personas resulta incomprensible, hasta patético, es como ver a alguien con auriculares caminando y susurrando al ritmo de una canción que no escuchamos. Para alargar los efectos de esta contaminación, podríamos hablar de la película con un amigo o escribir una reseña, pero esa experiencia estética –al igual que toda experiencia– será intransferible y evanescente. Pasará a formar parte de los sedimentos de la memoria, y estará allí funcionando no sabremos bien dónde, como el tic-tac sordo de un reloj olvidado en el cajón, solo que no hay tic-tac ni reloj ni cajón.