“Como perros y gatos” decimos para referirnos a las relaciones conflictivas entre personas, particularmente cuando el vínculo que las une es amoroso. Una rivalidad entre especies que quizás tenga más fundamentos en aquello que vemos en ellos que en lo que de por sí podría enfrentarlos. ¿Y qué vemos?
Para empezar es frecuente la pregunta acerca de si preferimos los gatos o los perros. Como si hubiera en ellos y en nosotros, dos expectativas y dos ofertas bien diversas. Desde luego, siempre existe alguna investigación en alguna universidad de EEUU que se ha ocupado de temas tan centrales a este capitalismo que nos lleva hacia el colapso planetario, como saber quién ama más, el gato o el perro: las hormonas dicen que al menos unas cinco veces más los perros. Team gatos enardece. Pero quizás la investigación no esté desconectada de aquello que creemos encontrar en ellos. No se proyecta cualquier contenido en cualquier continente sino sobre aquel que posee determinadas cualidades que lo tornan susceptible a la misma.
Perro amor explota
Si algo destaca en los perros es su capacidad infinita e incondicional de dar amor. El amor perro no tiene tiempo, aunque nazca del tiempo. Una vez que se enlaza a personas, trasciende las vicisitudes de la tragicomedia humana. Fiel a una especie de núcleo trascendental que sólo ellos pueden ver en nosotros, nos aman con igual eterna inmovilidad. Durante diez años, tiempo de su muerte, Hachikō espera en la terminal, como la Penélope de Homero o también la de Serrat, o como aquella que aún espera en el muelle de San Blas. Su amor no caduca ni con la muerte, y desafía toda lógica que no sea la de la locura.
Paradójicamente, si su amor es infinito e inamovible, también es discreto: no necesita demasiado, no exige, no acumula desazones para luego ladrar facturas, no espera que cambiemos, aún con todo lo que necesitamos hacerlo, sino que nos aman aún con nuestras fallas. Aman con nuestros cambios de humor, de casa, de habitantes de la casa, de comida, de actitud hacia ellos, y a pesar de los cambios que en sí mismos tienen desde su tierna cachorrez hasta su vejez de pasos lentos y ladridos afónicos.
El amor perro es el modelo del ideal del amor humano (moderno-occidental, al menos): es fiel, a pesar de toda desazón. Es eternamente fiel, pues va más allá de tiempos y espacios, e incluso de la desaparición del amado. Es eternamente fiel, trascendental e inamovible, a pesar de todos los cambios que puedan devenir. Es fiel, trascendental, inamovible y puro, ya que no tiene ambivalencias ni conflictos. Y además, se ofrece más allá de todas las fallas que nos hacen humanos.
Gato deseo
El gato nos hipnotiza en su seducción de franela y distancia. Viene cuando lo desea, con la misma decisión con que se retira. Los insistentes carteles que dicen que el amigo felino “se perdió” dan cuenta de que se ama como perros a quienes desean como gatos. Los gatos no se pierden, sólo eligen irse cuando algo los llama hacia otra aventura. Nuestro narcisismo amoroso no nos permite asimilar que no nos elijan, entonces lo negamos: “no se fue, se perdió”.
El gato nos seduce porque actúa de acuerdo a su deseo. Conecta, desconecta, se frota con intensidad para luego no devolver las llamadas, las cuales mira con indiferencia, cuando el hartazgo no hace que simplemente se retire de la escena. El gato habita una concepción del hogar como un lugar del cual puede irse en cuanto lo desee, para volver luego con absoluta impunidad.
Se sabe deseado y amado, y no dudará en aprovechar sus dones hamelinianos para hacer caminar a todos en su dirección.
La felinidad nos fascina porque es como el deseo humano: no para mientes en el otro, si ese otro no está tocado por su deseo; actúa sin más consideración que la de su propio empuje, y en tal sentido es profundamente infiel a expectativas de reciprocidad e intransigentemente fiel a sí mismo. El deseo es temporal, cambiante, caprichoso, desconsiderado respecto de las expectativas del otro y de las responsabilidades afectivas. Pide cuando quiere, se evanesce cuando no.
Ilustración: Manira All
Paradojas
Lo más humano que ubicamos en los gatos es, paradójicamente, lo más próximo a la animalidad, aquello que más se encuentra en los márgenes de la cultura humana. Su instinto animal, aquel que nunca pierden, aquel que los vuelve parcialmente indomesticables, es el mismo que nos hace verlos tan caprichosos como nuestro deseo. Al tiempo que aquel amor inmaculado de los perros que parece trascender toda nuestra falibilidad humana, es sin embargo, más próximo a la cultura, puesto que son quienes más ingresan en ella por su obediencia y capacidad de aprendizaje. Con lo cual aquella virtud trascendental que les reconocemos en su capacidad amorosa es algo que vislumbramos en un ser capaz de adquirir una gran humanidad cultural.
Como deseos y amores
Como perros y gatos es como amores y deseos: un conflicto permanente e irresoluble. Nuestro deseo actúa como gato y nuestro amor como perro. Fidelidad e infidelidad, eternidad y temporalidad, fijación y movimiento.
Sin darnos cuenta a veces nuestro deseo se va de la casa como el gato y decimos que algo se perdió. Muchas parejas pierden el deseo y entran en el confuso sentimiento de querer amorosamente a una persona que ya no tiene ningún lugar libidinal para ellas. Se preocupan tiernamente, con responsabilidad afectiva, pero no pueden desearlas. Aparece el odio hacia ese deseo del que se cae, aparece el reproche de una inmortalidad amorosa incumplida y la culpa por esa expectativa de reciprocidad defraudada.
Para otros casos el deseo permanece aún cuando no ya el amor: son los pasionales. Aquellos que extrañan 19 días de amor y 500 noches de deseo. La discontinuidad, el conflicto, cierto grado de sufrimiento e imposibilidad, malentendidos y desentendidos, forman una combustión deseante dionisíaca.
Más llamativo quizás sea el caso de aquellos perros que se disfrazan de gatos y de esos gatos que portan piel de perros. En tiempos freudianos, las odas al perro amor en histerias que bien ocultaban sudorosos deseos de franela; mientras que hoy, desfachatados gatos deseos que se despatarran por los tejados y caen dejando oír sus desesperados ladridos amorosos.
Muñidos de esta yunta dispareja, la vida
Cuando hay conflicto, amor y deseo erizan sus pelos y muestran dientes y uñas, pero también es cierto que hay momentos donde son aliados, y otros donde simplemente cada cual hace su vida. Cuando caminan juntos el deseo refuerza el amor y el amor al deseo. Entonces deseamos profundamente aquello que amamos. Si hay algún Edén en vida o algún Valhalla terrenal para el guerrero de la vida, es precisamente cuando deseo y amor van juntos.
Pero también a veces sucede que amamos aquello que no deseamos, así como en ocasiones nada infrecuentes, deseamos aquello que no amamos. Dependiendo el caso, una u otra cosa pueden ocasionar tantos sufrimientos como disfrutes.
Más allá de sus variados vínculos, si estamos acompañados de estos dos, perro amor y gato deseo, ya sea que estén trabados en lucha, aliados, disfrazados o cada uno en la suya, en todos los casos son igualmente señal de que estamos vivos.
Ladran, Sancho, pero también maúllan, Don Quijote.
Luciano Rodríguez Costa: Psicólogo (UNR), Prof. en Psicología (UNR), Mg. en Salud Mental (UNR). Psicoanalista. Escritor. Investigador. Psicólogo en Minist. de Desarrollo Social. Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Ed. Lugar) y de Los procesos de subjetivación en psicoanálisis: el psicoanálisis ante el apremio de una revolución paradigmática (Ed. Topía).