No conozco Colonia, la ciudad alemana. En el idioma original la ö con los dos puntitos suena como la mezcla entre una o y una u. No conozco esa ciudad y tampoco me interesa conocerla. Dudo que vaya alguna vez.
Pero allí, en enero de 1975, cuando yo estaba cumpliendo apenas 3 meses, el pianista norteamericano Keith Jarrett daba un concierto con una serie de cuatro improvisaciones. Jarrett tenía entonces 30 años.
No conozco la ciudad donde transcurrió el concierto y tampoco conozco la ciudad natal del músico e ignoro cuál es. Pero la primera vez que conocí a Keith Jarrett fue por la música que desplegó en ese concierto. Yo tenía 13 años, y en el verano anterior había empezado a hacer radio con dos amigos, Mito y Gabi. Era un programa raro para la época, les preocupaba la actividad cultural en el pueblo y en la región, o, como ellos llamaban a ese mundo: “el puterío cultural”. Las noches se convirtieron para mí en el ingreso a un mundo nuevo de aventuras humanas donde era testigo de discusiones filosóficas, escuchaba leer poemas de Walt Whitman, de Alberto Muñoz, de Antonin Artaud en recitales de poesía que se organizaban en una heladería del pueblo cuando cerraba sus puertas al público. Ponían un micrófono, un parlante y pasábamos a leer. Después tocábamos la guitarra, cantábamos, fumábamos marihuana y tomábamos vino de damajuana. Villa Cañás era mi Macondo.
Una tarde de invierno en el pueblo, estábamos con Mito en casa de Gabi. Gabi dice, casi solemne: “les quiero hacer escuchar algo”, saca un disco de vinilo de un cajón y lo ubica en la bandeja del equipo Technics que sonaba como los dioses con su amplificador y un ecualizador gráfico quirúrgico.
Empiezan las primeras notas, ese cuarteto de notas inolvidable con que comienza el concierto. La montaña rusa emocional, los gritos de Jarrett (que luego supe que desplegaba tocando parado; una energía poderosa lo hacía levantarse del banco y se contorneaba endemoniado).
Él improvisaba y la gente escuchaba. Como lo hicimos nosotros esa tarde en el living de una casa de pueblo al sur de la provincia de Santa Fe.
Entonces, esa música de Jarrett fue para mí el terreno baldío que estaba enfrente de la casa de Gabi. Un día frío y nublado. En ese terreno pastaba un caballo marrón claro. Era un terreno limpio de árboles y el caballo estaba libre y caminaba despacio sin dirección ni ley deteniéndose por momentos y yo lo miraba por la ventana de la casa de Gabi. También pasaban dos pibes en bicicleta jugando, serían hermanos o vecinos. Eran bicicletas tipo bicicross, iban desabrigados pero no gritaban, apenas si se arengaban a sí mismos en vueltas a la manzana en la calle de tierra. Al rato la madre los llamaba a tomar la leche. Yo imaginaba el placer redentor de volver a la casa con ese frío y encontrarse con una taza humeante y algo rico de la panadería del barrio.
Ese fue Keith Jarrett para mí. Y creo que también para Mito y Gabi. Se había convertido en un amigo del pueblo, una especie de héroe referente del piano; en algunas reuniones bromeaban a algún pianista local y le decían: “ehh qué te hacé… el Quei Yarre…?” Era como un ídolo para nosotros. Hasta fantaseábamos con invitarlo a un asado y armarle un recital en el Club Studebaker con el piano de Justo Rovea. Le hacemos un asado con cuero, decíamos, si cae en verano lo llevamos a la pileta y le mostramos el autódromo donde el Negro Polinori ganó una carrera memorable. Lo sentíamos cercano. Nosotros a él.
Luego lo escucharía en sus múltiples grabaciones tocando jazz en diferentes formaciones, también escucharía otros de sus discos de improvisaciones.
Pero para mí, en lo íntimo el Jarrett del Köln Concert era el pianista del barrio Vila, así se llama el barrio donde vivía Gabi. El de la música del caballo solo, los pibes en bicicleta, la tarde fría y nublada en una casa cerca de la ruta. El olor al salir de la casa, el olor a humo de leña, a un cereal remoto, a las plantas próximas. Las aberturas rojas de metal de la casa de mi amigo, el techo de madera a dos aguas, los sifones de soda vacíos al lado de la heladera. El invierno.