A un escritor
Faltaba una hora para la primera cita del día. El psicólogo solía llegar temprano a su consultorio. El lugar estaba limpio y ordenado, pero él odiaba tanto el desorden que no podía sino verlo en todas partes. Consultó los archivos de los pacientes, pasó un plumero sobre los estantes. Luego barrió el polvo que no se veía en el piso, lo recogió tres veces con una pala plástica y lo puso en la bolsa que ocupaba el recipiente correspondiente, que cerró con cuidado. Se lavó las manos. Estaba reacomodando las cosas sobre el escritorio cuando alguien golpeó la puerta. Abrió. Se encontró frente a un individuo aparentemente angustiado que lo miraba con fijeza.
Dígame, señor…
Phillip.
Phillip. Yo soy Raymond, pero puede llamarme Ray.
El recién llegado era rubio, de rasgos armoniosos. Pelo, barba y ropa descuidados contrastaban con una cara de bebé. Sin violencia pero abruptamente, casi empujó al profesional y se introdujo al consultorio. Miró nervioso a los costados del cuarto.
Qué quiere que le diga, doctor.
El psicólogo se encogió de hombros e insistió.
Usted dirá.
Yo era paciente del doctor Smith, dijo el otro, y extendió el brazo presentando un papel impreso que decía no sé qué.
El doctor Smith. Pero él es clínico, yo soy psicólogo. Licenciado en psicología si usted prefiere. Si le duele algo temo que…
El hombre sonrió impaciente.
No me duele nada.
El psicólogo se apartó un paso y señaló el sofá.
En ese caso… en fin. No sé, adelante. Póngase cómodo y dígame lo que quiera. Así funciona esto.
Usted cree que estoy loco.
Yo no creo nada.
El hombre se inclinó de una manera extraña y notable para su apariencia, miró atentamente debajo del sofá, donde luego se tendió como un romano.
No cree nada. Eso está bien, dijo. Usted cree… considera que estamos en privado.
Es de presumirse que sí.
Ahora fue el psicólogo quien escudriñó a un costado y al otro, con una mínima curiosidad quizá aparente, quizá refleja.
Usted no cree que lo estemos.
El hombre del sofá sacudió la cabeza negando con energía.
No estamos.
Eso… sería un problema, preguntó el psicólogo.
El otro asintió con vehemencia.
Pero usted ha venido aquí. Y está hablando conmigo.
Volvió a asentir.
El psicólogo se rascó la barbilla.
Yo no veo a nadie aquí.
Miró la ficha.
De qué trabaja, Phillip.
Soy escritor.
Comprendo. Qué cosa escribe.
Ciencia ficción.
Oh. Qué interesante. Leo ciencia ficción a veces. Leo historia también, pero me gusta la fantasía.
El escritor sonríe tímido. Va a contestar algo, no lo hace. Luego vuelve a su estado de semidesespero.
Por qué vino a mí si le parece que mi consultorio no es seguro. Hay otros psicoanalistas.
El hombre se retuerce en el sofá, quizá sin tanta intensidad como antes.
No hay ningún lugar seguro.
Se siente usted inseguro.
Todos lo estamos.
Algo o alguien nos pone, pues, en peligro. Y quién, si puedo saber…
Ellos.
El psicólogo levanta sus hombros. No diremos que se encoge de hombros, porque en realidad se alzan, la gente habla mal porque está mal acostumbrada y ama repetir errores; nadie nunca se ha “encogido de hombros”. La pregunta sigue en pie.
No sé quiénes son.
Usted cree que lo persiguen.
Sí.
Y no sabe quién o quiénes.
El señor del sofá clava la vista en un florero que decora el escritorio.
La CIA, dice.
La CIA lo sigue a usted. Debo suponer que usted es, por tanto, una especie de enemigo público, de peligro nacional.
Ellos son el peligro.
Caballero… los agentes secretos existen, claro. Los nuestros mantienen a este país a salvo de los bolcheviques. No será usted comunista, verdad.
El hombre del sofá negó con énfasis. Decir bolcheviques trajo a la mente del psicólogo el rostro de Fidel Castro. El recuerdo del rostro de Castro hizo que su vista se volviese hacia una hermosa caja que decoraba el escritorio. Aquí diremos que extendió su mano hacia ella, sacó de ella un habano, lo mordió en el extremo, lo encendió con un encendedor que inundó de aroma a bencina el ambiente. Lo probó. Soltó el humo. El cigarro cambió el aroma del lugar por uno nuevo, una especie de chocolate, a medio camino entre el perfume de los hidrocarburos y el del tabaco.
Le molesta, preguntó.
El paciente volvió a negar.
Quiere uno.
Volvió a negar.
De qué versan sus libros, señor… Dick. Recomiéndeme alguno.
El psicólogo tuvo que mirar la ficha para recordar el apellido. Generalmente usaba el nombre de pila para tratar a sus pacientes, procurando crear cierta intimidad. Pero cuando la gente no fumaba no podía evitar sentirse un poco distante.
Hablan del futuro, de otros planetas, de robots humanoides, de hongos extraterrestres. No sabría decirle cuál es bueno y cuál no. Yo no los releo ni los corrijo, simplemente los escribo. Empiece por el que usted quiera.
Dick, ahora sabemos cómo se llama, miró con temor los bordes de la puerta, el florero. La lámpara de veinticinco vatios que trepidaba sobre ambos. La caja de la que había salido el cigarro.
Ellos… leen mis cartas.
Y ellos serían los agentes de la CIA, señor Dick.
La CIA. La Gestapo. El FBI.
Ilustración: Santiago Grunfeld
El profesional soltó el humo, se acomodó las gafas, se rascó detrás de la oreja. Algo en ese hombre le inspiraba la risa. Otro algo le preocupaba. Otro algo comenzaba a inspirarle una especie de ternura.
Cómo sabe usted eso, Phillip. Por qué lo supone, quiero decir.
Tomé mis precauciones y lo comprobé. Además… mi hermana me lo dijo.
El chiflado comenzaba a manifestar su grupo familiar. Eso era bueno.
Su hermana.
Sí.
Su hermana vive con usted, acaso. Es también escritora, como usted, arriesgó el psicólogo, sólo por tirar de la conversación. No esperaba en verdad que la mujer lo fuera.
Mi hermana murió.
Oh. Lo siento. Cuándo ha sido eso.
Siempre ha estado muerta.
El psicólogo alzó las cejas. Explíqueme, si no le importa.
Somos mellizos. Ella nació muerta.
Ya veo. Y usted dice… que ella le dijo. Podría explicarme, por favor.
En sueños.
El psicólogo, a su pesar, soltó una mal disimulada risa.
Ya veo.
Hizo una pausa, carraspeó, recompuso un poco su seriedad.
Vende usted muchos libros, señor Dick.
Algunos. A veces. Hoy puedo pagarle, si le preocupa.
Está bien. Me refería a que usted debe ser bueno escribiendo, volvió a sonreír el analista, esta vez con más discreción.
Dick no hizo caso. Parecía perturbado pero inteligente, entendía probablemente que el otro se estaba burlando.
No soy mal escritor. Se podrá decir que no retrabajo los textos, que soy desprolijo, que entrego los cuentos a último momento o sin terminar. Pero no soy malo escribiendo. El problema es que… mi máquina de escribir…
Qué pasa con ella. Oh… no me lo diga.
Creo que sí.
Cómo podría espiarlo su máquina de escribir. El psicólogo, preparado, contuvo esta vez la risa.
Podría haber un aparato dentro de ella, algo que recoja y transmita lo que yo escribo. O podrían estar filmando la hoja. No lo sé.
Podrían, “ellos”. Yo tampoco lo sé, señor Dick. Y sin ánimo de ofenderlo, no sé por qué alguien tendría que interesarse en investigarlo a usted.
El paciente miró al profesional con ofuscación.
Usted no me conoce. No soy tonto, señor Raymond, eso sería suficiente para que me persiguieran. Yo soy inteligente.
Luego, hablando más lentamente.
En realidad todos somos de interés. Todas las ovejas han interesado siempre a su depredador, sea lobo salvaje o pastor humano. El mundo se vuelve lentamente un campo de concentración. Llegará el día en que nos espíen a todos, todo lo que hacemos, todo el tiempo. No se podrá decir algo, pagar un centavo, pisar la acera, dar un paso sin que ellos lo sepan. Ellos quieren saberlo todo.
Y por qué haría alguien eso.
Para eliminar a los incómodos. Para cobrarnos por todo, el agua, la calle, el aire. Lo que uno dice, lo que uno hace. Lo que no hace. Para premiar a los que siguen el manual. Para asegurarse.
Para asegurarse de qué.
De que los grandes privilegiados lo sean cada vez más. De que sigamos actuando como idiotas, como prisioneros y al mismo tiempo carceleros de una jaula de estupidez que se perfecciona permanentemente.
El psicólogo obvió decir que el paciente era quien le parecía un idiota, a lo sumo una mezcla de idiota con tipo inteligente. Cambió el tema.
Cómo es que llegó usted a mí.
El I Ching me ha traído a usted.
El I Ching.
Sí, el I Ching.
Es un juego chino, verdad.
No lo es. Es un oráculo.
Oh. Como… el tarot, o la astrología. Cierta forma de decepción se coló en el corazón de Raymond. Realmente el tipo era un estúpido.
Dick negó con intensidad física.
Es una extensión de los sentidos humanos.
Los sentidos. Como la vista, o la comprensión, quiso saber el psicólogo poniéndose más cómodo en su sillón.
El escritor, que parecía sufrir el suyo, asintió. Quedaron mirándose un momento sin hablar.
Qué lo trae realmente aquí, señor Dick. No me diga que viene a mí porque tiene problemas con la policía de Washington, o la de Kamchakta. O que lo mandó un hor… oráculo.
Pasó otro instante de silencio.
Necesito medicamentos.
Ah, caray. Comienzo a entenderlo. Temo que yo no pueda recetarle fármacos, pero veremos cómo resolver eso. Lo derivaré a un profesional amigo.
No vengo sólo por eso. Lo que le digo es verdad. Si lo escribo demasiado claramente me matarán. Pero, si no lo expreso de algún modo, me volveré loco. No tengo con quién hablar.
Excepto su hermana, carraspeó el doctor, mientras garabateaba en una hoja nueva de su anotador. Dick no respondió.
El psicólogo trazó unos rasgos que lucían como caracteres sumerios, tal vez mayas o chinos. Una zeta, una be, quién sabe.
Aquí tiene el nombre de mi amigo. Es buen médico y buena persona. Sabrá comprenderlo. Y ahora váyase, no sea cosa que “ellos” arrojen un misil balístico por la ventana y maten a dos ciudadanos norteamericanos.
Dick se levantó. Tomó el papel. Quedó parado sin hacer ademán de irse, como esperando algo más.
Y no diré nada de esto a la policía, por supuesto.
Ahora sí, el escritor preguntó cuánto eran los honorarios, los pagó. Se acercó a la puerta, tomó su sombrero y salió a la calle.
El psicólogo cerró la caja de habanos. Escribió algunas cosas más en su anotador. Tapó la estilográfica, la puso en su lugar. Ordenó un poco las cosas que quedaban al alcance de sus manos, que estaban ya perfectamente ordenadas. Luego arrancó las hojas del anotador. Las distribuyó sobre el vidrio que cubría parte del escritorio. Abrió el único cajón que tenía llave. Sacó un estuche, y de él una microcámara fotográfica. Comenzó a fotografiar los apuntes que había hecho sobre Dick.
Alguien golpeó la puerta del consultorio. El psicólogo volcó apresuradamente apuntes, estuche y microcámara en el cajón. Cerró el cajón, se levantó, abrió la puerta. Era el escritor.
Sólo una cosa, doc. Mis libros hablan de la realidad. De este mundo, de este país. Del presente.
Ahora sí, el señor Dick dio media vuelta y se fue.
Ilustración: Santiago Grunfeld