Llego a un lugar y ya me estoy despidiendo,
ya estoy añorándolo por anticipado,
ya me estoy yendo, incompleto.
Mario Levrero
Si falto una vez más me echan del geriátrico. Dicto un taller de literatura, los martes y miércoles. Me fui de viaje a Buenos Aires. Estuve una semana, volví a Rosario por veinticuatro horas porque tenía que entrevistar a un reconocido escritor local que vive en España hace muchos años, y volví a Buenos Aires. Esta segunda vez, por cuatro días, incluyendo dos en Tandil, adonde fui a leer poesía. Pero la estadía terminó extendiéndose por diez días más, por motivos que no vienen al caso. En resumen, falté tres semanas seguidas al geriátrico, y por eso están a punto de echarme.
Silvia, la jefa, me tuvo a las vueltas por teléfono, queriéndome llamar, pero nunca me llamó ni me dijo nada concreto. Terminó concluyendo en que quería hablar conmigo en persona. Pareciera que le da miedo echarme, o algo así. Quizá no conoce a nadie más que pueda dar un taller de literatura en un geriátrico. Existen dos posibilidades: que Silvia me eche el martes o el miércoles, cuando vaya a dar el taller, o que, después de haber retomado el trabajo, Silvia haga como si no pasó nada (ya me lo hizo una vez) y no me eche.
Hoy vuelvo a dar el taller, haciendo buena letra con la jefa: tomé un reemplazo y, además, es feriado. Me pagan el doble y hasta quizá no me echan. La jugada perfecta. Preparé Cartas a una señorita en París de Cortázar y dos cuentos breves de Santiago Alassia. El primero, a pedido de Ernestina, una de las residentes, que tiene noventa años y es profesora de lengua y literatura. Los otros dos van por cuenta mía, sin razón alguna ni conexiones con el otro cuento, solo porque me gustan. A casi todos los residentes que acuden al taller les encanta que leamos a Cortázar y a Borges, pero más a Cortázar. Cada vez que leo, parecen niños encantados con la literatura, entusiasmados con un mundo que se abre ante sus ojos, descubriéndose. La circularidad y la repetición son dos características elementales del taller. Existen varios motivos. Los alumnos son viejos que se olvidan de las cosas, se enferman y se ausentan, en el mejor de los casos vuelven, a veces uno se va del geriátrico e ingresa otro nuevo. Por eso los textos regresan, sin envejecer. La forma es circular porque no se trata de aprender, sino más bien de encontrar el placer a través de la regresión hacia otro mundo, el de la infancia. Están casi al borde de la muerte. Las acotaciones, los gestos, las emociones a flor de piel, son el reflejo de un fruto que, de maduro, está a punto de caer.
Trabajo con un resto de vida, con el último rayo de sol. No hablo con la muerte, intento espantarla. Dejo mi juventud, mi voz, mis pretensiones de éxito, cuando les leo un cuento o un poema. Cada vez que uno de ellos se muere, siento angustia, y realizo un pequeño duelo. Me recupero, vuelvo, sigo trabajando, con más convicción que antes. El público cambia. La atmósfera no siempre es la misma. Puede estar caldeada por un malestar general. Puede bullir de alegría y esperanza. Nunca lo sé. No tengo forma de enterarme si no es estando ahí.
Hoy volví. Adelina, una viejita de pelo blanco, con apenas algunos reflejos rubios, encorvada y con el cuerpo en forma de pelota, mira la televisión. Fue maestra durante toda su vida y ahora está en el geriátrico. Es amorosa, y la única que me trata como si fuera su nieto. Siempre está atenta a mi vida, a lo que hago por fuera de la institución. Cuando me acerco a ella, entrando a la sala de televisión para arrear a mis alumnos, no me reconoce al principio, apenas la saludo desde lejos con la mano. Una vez junto a mí, ella sonríe y me agarra de la mano. No te reconocí, me dice, cada vez estás más lindo y joven. Le conté que era porque estaba enamorado, y largó la carcajada. En la sala de televisión también estaba Martita, una vieja que fue licenciada en Letras pero nunca ejerció, proviene de una familia adinerada. Sufre de Alzheimer y conjuntivitis permanente. Es rubia, usa anteojos de sol todo el tiempo y, como casi todas las mujeres del geriátrico, se viste bien, con estilo. Cada una tiene el suyo, cada una se diferencia de la otra por su forma de vestir, de peinarse y de mantener cierto status de belleza exterior digno de la competencia siempre implícita entre las mujeres. Bajo hasta la recepción a buscar a Ernestina y a Dalia, que por las mañanas suelen leer el diario ahí. Ernestina es flaca, alta y huesuda. A pesar de tener noventa años, su pelo castaño se mantiene firme (se lo tiñe muy bien y a tiempo, eso seguro, pero al parecer no se le cae), ninguna cana sobresale de su cabeza. Tiene un rostro severo, que refleja su carácter implacable. La forma de vestir remite a una elegancia propia del siglo pasado. Dalia, en cambio, es un poco la oveja negra del grupo. Tal vez, la más graciosa de todas. Peronista desde tiempos inmemoriales, es desfachatada y nunca teme decir lo que piensa. Lo hace con una sonrisa a la que le faltan varios dientes, pero que de todos modos siempre se despliega de manera augusta. Tiene el pelo rojo, enrulado, hasta los hombros. Sus ojos verdes pueden pasar de la ferocidad a la ternura sin transiciones. También está Doris, la más influyente de todas, la líder del grupo. Es arquitecta, tiene casi cien años, viene de familia judía, sus hijas viven en Israel, camina con la ayuda de un andador y se desplaza ágilmente por los espacios. Nunca conocí a alguien tan grande y con una memoria tan poderosa. Doris es seria, pero suelta la risa fácil. Sus compañeras la admiran porque es responsable, laboriosa, y tiene buena voluntad para hacer su vida dentro del geriátrico. Una voluntad de hierro que es indispensable tener, no ya solo vivir sino también para sobrevivir, adentro o afuera. Cada vez que llego a la biblioteca, donde dicto el taller, Doris está sola, esperando mientras teje. Es la única que llega a tiempo, incluso antes que yo. Las veces que subí y no la encontré en su lugar habitual, sentí vértigo y llegué a pensar lo peor.
Los hombres que asisten al taller son tres, y son los más vagos del grupo. Tengo que ir a buscarlos con más insistencia que a las mujeres, y no siempre quieren ir. A veces están de malhumor, otras ni siquiera hablan, como si algo los inmiscuyera en lo más profundo de su ser, en ocasiones sufren una dolencia física que los paraliza en la cama (con una frecuencia mayor que las mujeres). De los tres, Alberto es el más conservador. Es católico, paciente y sentimental. Se desplaza ayudado por un andador. Tiene cara de estar a punto de dormirse, como un oso risueño. También, igual que el resto de los residentes en mayor o menor medida, es como un niño: le pide a una de las enfermeras que le coloque un almohadón en la silla antes de acomodarse para el taller. Rubén trabajó toda su vida de odontólogo. Es un dandy, pero también un galán reprimido. Tiene parkinson. Parece un tipo con onda, de los que se visten con camisas Kevingston, frecuentan el Jockey Club, toman whisky y juegan al tenis y a las cartas con sus amigotes. El primer día que di taller, cuando terminé de leer y comentar un texto de Borges, me dijo que le había interesado todo lo que había dicho pero que no había entendido nada, si por favor para la próxima podía usar un lenguaje más sencillo. Meses después, Rubén me pidió que volviéramos a leer a Borges y, esa vez, después de dos talleres leyendo cuentos, terminó por “entenderlo”. Dejó de ir al taller hace unos meses, porque su parkinson se agravó. Al poco tiempo, aparecieron dos volúmenes de las obras completas de Borges en la biblioteca, de una edición vieja, extrañísima. Todavía no sé quién los llevó. Por último está Horacio, que trabajó como cardiólogo toda su vida. Jugaba al golf en el momento de sufrir su primer ACV. Lee el diario todos los días y una de sus hijas o su esposa (aparentemente) suelen acompañarlo más de lo habitual. (En el geriátrico, los residentes pueden recibir visitas de sus familiares en cualquier momento y durante el tiempo que quieran). Horacio es el más retraído. Cuando llegó, le tomé cariño rápidamente. Siempre lo vi, porque siempre está muy solo. Hubo un momento en que nunca faltaba al taller y yo le pasaba libros que él leía por las noches. Con el tiempo nos fuimos distanciando, no por nada en especial, sino por ese extraño efecto que aleja a una persona de la otra cuando una de las dos está mal y la otra no puede sostenerla.
Ilustración: Santiago Grunfeld
Entré a trabajar en el geriátrico por recomendación de una compañera, también docente. Tuve una entrevista con Silvia y, sin demasiados preámbulos, empecé a ocupar el lugar de tallerista de literatura. En esa primera conversación, Silvia me dejó en claro varias cosas. No se trata de un geriátrico común y corriente; es un hotel asistido, dijo. Las personas viven acá de manera transitoria, a causa del paso de una enfermedad, por ejemplo, y otras vienen hasta que se mueren. Generalmente, antes de que eso suceda, los derivan a un sanatorio, porque en el hotel asistido no se brinda servicio de internación, me explicó. No se los llama “pacientes”, sino “residentes”. Los familiares pueden venir cuando quieran, el tiempo que quieran, y ellos son libres de hacer lo que se les antoje. Incluso salir a la calle. El edificio es grande. Tiene cuatro pisos. En el primero está la recepción, las oficinas de uso interno, un gimnasio, una peluquería, un living, varias habitaciones y un patio con pileta y quincho. En el segundo está el comedor central, la biblioteca, la sala de recreación (donde algunos viejos miran televisión), una enfermería y más habitaciones. Es el piso donde deambulan los más sanos, aquellos que pueden desplazarse con mayor facilidad y mantienen un ánimo estable. En el tercero están, en cambio, los residentes que sufren mayores dolencias físicas o algún tipo de desequilibro mental. También ahí hay un comedor, una sala de enfermería, varias piezas y una terraza. En el cuarto piso no sé lo que hay, nunca fui. Cada residente vive en una habitación, solo, como en los hoteles comunes y corrientes.
Cuando empecé a trabajar, tenía que dar taller en el tercer piso y en el segundo. Al del tercero lo daba en el comedor. La pasé muy mal. El primer día, intenté captar la atención de todos los que estaban en el lugar, pero ninguno me daba bola, parecía que no existía. La única que se interesó fue Elizabeth, una vieja simpatiquísima, enferma de pólipo, postrada en silla de ruedas, encorvada y con un hilo de baba colgándole de forma permanente. A Elizabeth le encantaba leer poesía; contrariamente a los del segundo piso, que preferían los cuentos. Al segundo día de taller, Elizabeth llevó una carpeta de poemas que ella misma había copiado con una máquina de escribir cuando era joven. Se trataban de poemas que había leído en libros y que simplemente le habían gustado y recopiló para tenerlos juntos. Trabajó siempre como copista de libros en lenguaje braille. En sus ratos libres, me confesó, copiaba los poemas que luego guardaba en su carpeta. Las hojas estaban gastadas y se rompían con facilidad. Tenían tres agujeros por donde pasaba un piolín que las unía con dos cartones forrados con una decoración de pajaritos que funcionaban como tapas. Leímos poemas de su carpeta hasta que sufrió una recaída con su enfermedad y no pudo levantarse de la cama durante un mes. En ese período, falté al tercer piso y le pedí a Silvia que me dejara solo las horas que tenía a cargo en el segundo. No fue difícil explicarle que no me sentía cómodo sin la presencia de Elizabeth. Ella es la dueña del lugar, lo conoce a fondo. Sabe que no es fácil trabajar ahí.
Hoy volví al geriátrico después de tres semanas. Me acerqué a la recepción a firmar la planilla con mi horario de llegada, y cuando abrí la carpeta, vi que también había otra que le correspondía a una tallerista de literatura. Leí su nombre. Soledad Percara. Había cursado con ella algunas materias en la carrera de Letras. Ahora, en el lugar menos pensado, se volvía mi potencial reemplazante. Me guardé la bronca y deseé cruzarla lo más pronto posible en el geriátrico. Solo para que me viera, para que estuviera al tanto de que trabajo en el mismo lugar que ella. Para que se entere contra quién tiene que competir.
Di una vuelta por el primer piso, buscando algún residente afín al taller. Lo encontré a Rubén sentado en el patio, al sol, con los ojos entrecerrados.
—Buen día Rubén, ¿cómo le va?
—¿Qué hacés, joven? Pensé que te habían echado…
—Para nada. Sabés que soy irremplazable. Me tomé unos días de vacaciones.
—Unos cuántos, por lo que dicen.
—¿Dicen? ¿Quién dice?
—Dicen. Viste cómo son acá, el puterío corre de una manera… Además siempre están cambiando a tanta gente que ya no entiendo nada.
—Claro. En un rato empieza el taller de literatura en la biblioteca, si querés ir nos vemos ahí.
Rubén me miró, por primera vez en la conversación, a los ojos. Se lo veía luminoso.
—Me encantaría, siempre es muy interesante. Pero últimamente prefiero estar solo. No te lo tomes personal, no es por vos…
—Tranquilo, lo entiendo.
Sorpresivamente, el viejo me agarró de la mano. Sin ninguna afección femenina, claro.
—Estás más flaco vos. ¿Cuánto pesás?
—50 kilos.
—Ah, ¡sos pura verga!
Llegué al segundo piso, entré a la biblioteca, prendí todas las luces, acomodé mis libros y papeles, puse la bandeja con agua, jugo y vasitos para los residentes en el centro de la mesa. Salí en busca del grupo, excepción hecha de Rubén que prefirió quedarse solo. Los encuentro en la sala de televisión. A la primera que veo es a Adelina, que le cuesta reconocerme desde lejos. Al lado suyo está Ernestina que, sin siquiera saludarme, me dice:
—Tenés que lustrar esas botas.
Adelina y yo nos echamos a reír. La otra se muerde el labio inferior, molesta.
—Estoy dejado, Ernes.
Se echa a reír ella también, y las invito al taller.
Ahora estamos todos en la biblioteca. Ocupo el lugar central de la mesa. Al lado las tengo a Ernestina, Dalia y Martita, enfrente, a la derecha, a Adelina, en una de las puntas a Alberto y en la otra a Horacio.
—¿Estamos todos? —pregunto.
Nadie responde. La mayoría, increíblemente, mira hacia abajo, como si yo no existiera.
Falta alguien justo enfrente mío. Miro hacia todos los rincones de la sala. No logro recordar el nombre, ni su fisonomía, como si mi mente quisiera prevenirme de algo jugándome una mala pasada. Hasta que los residentes parecen darse cuenta de que estoy desconcertado.
—Hijo —dice Adelina, con los ojos a punto de estallar en lágrimas, y extiende su mano por encima de la mesa para agarrar la mía—. ¿No te enteraste? Doris falleció cuando estabas de viaje.
Decidí que si no pude despedirme de Doris, no me despediría de nadie más. Desde el principio hasta el final, di el taller como si fuera el último. Cambié drásticamente de textos y, en vez de leer los cuentos que había preparado, leí un poemario propio que estaba terminando de escribir. Una obra amateur, incierta, sobre el desarraigo de la familia y la entrada al mundo del trabajo y el amor. Una obra sobre el aprendizaje que se produce cuando pasamos de ser adolescentes a ser adultos. Les dije que eran poemas de un libro de Roberto Bolaño. Ni lo conocían. Cuando terminé, bañado en transpiración fría, fue unánime la opinión de que eran poemas oscuros, tristes. “De alguien que está muy solo y necesita amor”, fue el comentario de Adelina, “De alguien que no se encuentra a sí mismo, y por eso no hace pie en ningún lugar”, finalizó Dalia, clavándome sus ojos verdes. Me despedí en la puerta, con la promesa de vernos al día siguiente.
Ilustración: Santiago Grunfeld