Como sucede con todos los que nos hacemos la pregunta, Milo Jankovich no sabía si era buena persona. Sabía que intentaba, que quería, que sus energías (escasas y débiles) estaban encarriladas en esa dirección. Como todos nosotros. Sentado desnudo, aquel mediodía de verano, en el sofá beige que había comprado en oferta justo antes de su “pausa laboral”, Jankovich miró su miembro flácido y deseó que se erigiese sin mayores esfuerzos. Ya nada era sin esfuerzo en su vida. Agitó su pene bruscamente sin ningún resultado.
Descansando sus ojos en la luz que invadía su salón de entre las tablillas de la persiana, Jankovich fue asaltado por la imagen de su hija Sarah, que había sido parida hacía veinte años por una inmigrante portuguesa con la que salió durante un tiempo olvidable. Contempló, por unos segundos, la posibilidad de contarle su situación actual (la contra-propuesta aún no aceptada que había hecho a su empleador) pero descartó la idea casi de inmediato. “Se va a preocupar por nada —pensó—. Puedo vivir decentemente sin grandes privaciones por lo menos por un año”.
Sarah y Jankovich se veían dos veces al año: el día después de sus respectivos cumpleaños. Jankovich vivía a cuatro horas de vuelo de su hija —que jamás lo llamó “papá”— y cada encuentro, cada conversación, debía valer la pena.
El calor espesaba el aire, pero asqueado de su ocio y amenazado por los impulsos impúdicos que cortejaban su existir, Jankovich se dispuso a ir a la ciudad. “Quizás algún turista —se dijo—, algún extranjero idiota aún no empapado en la miseria de todo lo humano, me encuentre interesante. Como una portuguesa alguna vez. Eso, o un ángel”. Se vistió de otoño.
Una mujer de unos 60 años le preguntó la hora en la avenida Vanderbilt, justo antes de Bay Street. Intimidado por su rottweiler, que Jankovich estimó gigantesco, la ignoró. “Qué criatura horrible —pensó— ¿por qué no tener un corgi, como la gente de bien?”. La idea del corgi lo arrastró, predeciblemente, a Elizabeth.
Cuando Elizabeth le pidió el divorcio, hacía unos diez años, Jankovich supuso que bromeaba y respondió con un chiste de irlandeses. Claro que sabía que lo engañaba y había conjeturado, poco después de su boda, que esa mujer era infinitamente infeliz a su lado. “La felicidad es el Papá Noel de los adultos”, se consolaba, e ignoraba sin el menor rastro de vergüenza toda señal de fatalidad.
“Siento que desperdicio mi vida en esta relación”, planteó Elizabeth en esa instancia infame. “¿Cómo crees que me siento yo al lado de una mujer gorda y con celulitis?”. Jankovich no recordaba si había pensado o dicho eso, pero sabía que Elizabeth no era gorda, y que era mucho más bella de lo que él merecía.
A veces, sobre todo los domingos de invierno, la extrañaba.
Ilustración: Santiago Grunfeld
Hacía media hora que caminaba. Transpiraba, pero no le importaba.
Odiaba viajar en ferry, pero admitía que si ese era el caso, podría haber elegido otro lugar en el que vivir. Tenía por costumbre predecir un vómito que nunca llegaba. Especulaba que se trataba de la manifestación del recóndito deseo de mostrarle al mundo cómo se sentía.
Una pareja joven a su lado lo perturbó. “¡Qué fácil es para los jóvenes jurar amor!”, pensó, y se concentró en el bamboleo del Hudson, que incluso en calma golpeaba sin piedad el casco avejentado del ferry.
Se preguntó, contra su voluntad, si alguna vez había sido así, como esa pareja. La reflexión lo llevó a los mismos sitios oscuros de los que escapaba. “Mejor tirarme al río”, se dijo, e imaginó estar en destino. A diferencia del resto de los pasajeros, Jankovich ignoró la Estatua de la Libertad. Aborrecía el concepto mismo de libertad, no porque no creyese en él, sino porque se sabía libre y, en pleno uso de sus facultades, tomó una y otra vez la decisión más perjudicial. Quiso llorar.
Una vez en Battery Park, compró un café en el primer puesto que vio. Se sentó en un banco y encendió un cigarrillo. Calculó que hacía 16 horas que no pegaba un ojo.
Un niño le pidió que le alcanzara una pelota que no vio pasar. Su madre, de enormes senos, lo cuidaba desde otro banco. El niño le sonrió y Jankovich devolvió el gesto. Tenía más o menos esa edad cuando su vecino empezó a tocarlo.
Sabía que su madre estaba al tanto, pero el hombre era el propietario y ese manoseo aligeraba los frecuentes retrasos en el pago. Lo tocaba a él, siempre a él, no a su madre ni a su hermana. Recordó que una vez miró al cielo y agradeció a dios que así fuese. Nunca más volvió a hablar con dios.
Pensó en tomar el metro, pero estaba harto de vivir como un topo, en la “casi superficie” de su vida. Optó por Water Street.
Fue recién habiendo pasado Gouverneur Lane que vio una farmacia y compró aspirinas. “Es un gran error de marketing que no haya más farmacias en los distritos financieros”, discurrió.
¿Cuándo habían empezado los dolores de cabeza? ¿Fue antes o después de su discusión con el señor Bakirtzis? Temía que el gremio no aceptase su contrapropuesta. Era, después de todo, una industria moribunda, como tantas otras. ¿Qué haría desempleado a los 55 años? Elaboró un escenario idílico en el que compartía domicilio con Sarah y ella lo cuidaba hasta que muriese de causas naturales a los 94. “Incluso si no estuviera en la universidad —se recordó— preferiría ser violada por una manada de jabalíes a vivir conmigo”.
Su estómago le hizo saber que no había almorzado. Todos los cafés y restaurantes que conocía habían cerrado definitivamente. El paralelismo lo divirtió.
No entendía que un bagel pudiera costar más de 15 dólares, pero no tenía alternativa. Retomó Water Street y dobló a su derecha hacia Wall Street. “Si sobreviví a un ferry, probablemente pueda con un segundo”, supuso.
El ambiente lo hizo extrañar St. George. Era precisamente allí, en ese muelle, que había conocido a Ada. En ese entonces tenía 49 años y ya no esperaba nada de la vida. Ada, como él, cruzaba de Manhattan a Brooklyn como los turistas. A menudo se inventaban una nacionalidad e identidad ajena. En una ocasión, Jankovich se hizo pasar por un pianista suizo de renombre, causando que varios pasajeros siguieran el ejemplo de una Ada cómplice y le pidieran autógrafos. La evocación le calentó el alma.
Durante unos meses, Ada y Jankovich fueron felices. Exploraban la gastronomía internacional desde su cocina y cogían a diario, como no lo hacía desde los veinte. Aún podía verla jugueteando entre sus piernas. Después, como siempre, la realidad lo partió al medio. Un diagnóstico macabro se la llevó súbitamente el otoño siguiente.
Odiaba el Brooklyn moderno, la multitud, los fotógrafos obstinados y perfeccionistas. Una mujer asiática posaba con un peluche en el medio de la calle. “Es el mismo peluche que le regalé a Sarah cuando cumplió ocho”, pensó.
Jankovich recordaba lo sucedido a la perfección. Se presentó en el apartamento de la portuguesa a media tarde. En aquella época, ella vivía en el Bronx con una tía o prima mayor. No lo dejó entrar bajo la excusa de que había llegado más tarde de lo acordado. Dejó el regalo —una jirafa de peluche más alta que la niña— en la puerta. Todavía estaba en el pasillo cuando escuchó la voz de Sarah. “¡No es tan malo, mamá, me trajo un regalo!”. La portuguesa cerró la puerta violentamente y apenas pudo ver la mano de su hija.
“¿En qué momento Sarah cambió de opinión?”, se preguntó mientras se dirigía a Furman St. Jankovich caminaba con las manos en los bolsillos. Reconoció (pero ignoró) los inmensos círculos que el sudor dibujó en su camisa bajo sus axilas.
Era viejo, pero confiaba en sus piernas. Toda su vida había caminado. A los nueve, cuando se escapó de su casa por primera vez, caminó sin detenerse por ocho horas. O eso creía, al menos. Cada vez que un episodio de su infancia abofeteaba su mente, Jankovich bloqueaba sus pensamientos. Trabajaba, fumaba, se masturbaba: todo menos eso.
Si tenía tiempo, salía a caminar.
Hizo una pausa, después de una media hora, en el parque Adam Yauch. Le simpatizaba su nuevo nombre, pero evitaba pensar en ese iceberg bordado de mierda que es el cáncer. Fumó mirando a los niños jugar y meditó sobre la naturaleza profundamente inerte de todo lo viviente.
Basta.
En la esquina de Hicks St. y State St. calculó que le gustaría vivir allí y brevemente soñó una vida imposible.
No supo por qué, pero imaginó que todas las transeúntes lo encontraban irresistible, que todas morían de amor por él. “Coger, quiero coger”, se dijo, pero no era del todo cierto, o al menos no era lo único que quería.
En Columbia St. concluyó que es mejor no pensar en lo que se quiere de verdad, porque así las ausencias y fracasos acaso no duelan tanto.
Finalmente llegó al parque Coffey. Pensó en Elizabeth, en Sarah y su madre portuguesa, en Ada, en su madre, en su hermana, en todas las mujeres del mundo.
Eligió un banco y encendió otro cigarrillo. Después de una hora durante la cual permaneció inmóvil, una mujer se sentó a su lado. “Pensé que no vendrías”, dijo Jankovich. Rompió en llanto y descansó su cabeza en sus hombros. “¡Oh, Milo!”, susurró ella.
Ilustración: Santiago Grunfeld