El año pasado, en marzo, le dieron la noticia a mi novia, Azul, de que su mamá tenía cáncer. Recién habíamos vuelto de un viaje y estábamos retomando nuestras rutinas. A pesar de la inflación y la incertidumbre económica del país, nos encontrábamos bien y estables con nuestros trabajos. Pero en ese momento nos quedamos helados. Fue como si una mano gigante hubiera salido de la tierra y nos hubiera tirado hacia abajo. Hacia la oscuridad.
En esos días yo estaba releyendo It para algo que estaba escribiendo. Con lo conmocionada que estaba ella por la noticia que había recibido, le costaba dormir y concentrarse. A la noche, cuando nos acostábamos, el silencio se hacía sentir. Me pidió que le recomendara un libro para leer y, sin pensarlo demasiado, yo le presté It. Ella se enganchó enseguida.
Fueron esos momentos duros, en los que verla así, a la luz del velador, leyendo It antes de irse de dormir, los que me llevaron a preguntarme –no de un modo conciente, sino más bien con una pregunta que carecía de palabras– por qué, en una situación de tanto horror, de tanto desamparo, en la que no hay nada en el mundo que pueda responder a lo que sucede, llega a aliviar sumergirse en una historia. En este caso, precisamente, una historia de terror. ¿Qué es lo que tiene de consuelo seguir las andanzas de unos personajes en una ciudad imaginaria que son acechados por un monstruo sin forma?
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“El terror, que no terminaría por otros 28 años- si es que terminó alguna vez-, comenzó, hasta dónde sé o puedo contar, con un barco de papel que flotaba a lo largo de un arroyo de una calle anegada de lluvia.
El barquito cabeceó, se ladeó, volvió a enderezarse en medio de traicioneros remolinos y continuó su marcha por Witcham Street hacia el cruce de ésta y Jackson. El semáforo de la esquina estaba a oscuras y también todas las cosas, en aquella tarde de otoño de 1957. Llovía sin cesar desde hacía una semana y dos días atrás habían llegado los vientos. Desde entonces, la mayor parte de Derry había quedado sin corriente eléctrica y aún seguía así.
Un chiquillo de impermeable amarillo y botas rojas seguía alegremente al barco de papel.“
Con estos primeros párrafos comienza la novela de casi 1500 páginas. Se trata de un inicio envolvente: la lluvia, las casas y las calles a oscuras, sin corriente eléctrica, bajo un cielo apagado, el niño de impermeable amarillo caminando ¿No siente uno que empieza a flotar como el barquito de papel en la corriente de la calle? ¿No se siente la lluvia pegando contra el impermeable?
Impermeable: quizás esa sea la palabra para definir la sensación que produce entrar a esta historia.
Debe ser uno de los mejores inicios de novela que he leído en toda mi vida.
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Ilustración: Juan Cruz Catena
En aquella relectura me encontré, con sorpresa, con mis subrayados y notas al margen. Si bien King es un narrador increíble, no es el tipo de escritor que posea demasiadas frases subrayables. Carece de esa poesía. Su fuerte está en otra otra parte.
Se trata de un momento en el que Richie, Ben y Beverly van al cine a ver una película de terror. En esa parte de la historia, ya son bien concientes de de la existencia de It y del peligro que se cierne sobre ellos. Salvo Richie, que cuenta con una familia bastante buena, los demás son niños más o menos huérfanos o abandonados a su suerte por los adultos. Caminan por Derry inquietos, olvidados, invisibles, como fantasmas. El momento en el que Richie invita a sus dos amigos al cine, sin embargo, es uno de los pocos en los que parecen estar despreocupados. Uno tiene la seguridad que nada les va a pasar.
“Para él”, dice el narrador refiriéndose a Richie, “había pocas cosas mejores que un par de películas de terror en un cine lleno de chicos que chillaban y gritaban en las escenas sanguinarias. Por cierto, no relacionó ninguno de los sucesos de esas dos películas baratas con lo que estaba pasando en la ciudad”
Recuerdo la escena de la serie de los ‘90 como si la hubiera vivido: los chicos en el cine, mirando una película de un hombre lobo –creo que era, si no me equivoco, Hombre Lobo adolescente, protagonizada por Michael Landon–, comiendo “palomitas de maíz”, pegando gritos de susto cuando aparecía el hombre lobo y mataba a alguna persona. Ese momento era la felicidad. Nada les iba a pasar: solo eran unos niños jugando a asustarse. El payaso solo volvería cuando apareciese el cartelito de “Fin” y empezaran los créditos. Pero mientras tanto respiraban y se reían y juegan a asustarse.
No es la primera historia de terror que apela a ese recurso. Sucede en Halloween: Laurie Estrode y su hermano están mirando The Things olvidándose que afuera, en las calles desiertas de la noche, acecha otro monstruo, el malvado Michael Myers. Sucede en Scream. Sucede, más acá, en Stranger Things: los niños de la serie se disfrazan de los cazafantasmas para salir en la noche de brujas. Y cada vez que los personajes de una película de terror hacen referencia o están viendo a la vez una película de terror, uno sabe que están a salvo, que ese monstruo que ven en la pantalla no hace más que confirmar que los monstruos no existen y son solo productos de la ficción. Por un momento, al menos.
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Stephen King escribió un ensayo muy bueno sobre el terror, realmente recomendable para quien le interese el género, que se llama Danza Macabra. Me interesa ubicar cómo empieza y cómo desarrolla alguna de sus ideas.
El libro comienza con una escena que King recuerda de su niñez: él está en el cine, mirando una película de terror, La tierra contra los platillos voladores. Entonces, a mitad de la película, el encargado del cine detiene la cinta para hablarle al público y contar a todo el mundo la noticia recién llegada: un satélite ruso, el Sputnik, está en órbita. Los soviéticos han lanzado un satélite antes que los norteamericanos. El peligro de perder la carrera espacial, el peligro de la bomba atómica, se recrudecen. Del otro lado de la Cortina de Hierro se preparan cosas que a los norteamericanos les ponen la piel de gallina.
Después vuelve la película. El final termina con que los extraterrestres que asolan la tierra son derrotados, y los parlantes y altavoces por toda la ciudad exclaman: “El peligro… ha pasado”. La cámara muestra un cielo despejado de ovnis.
“Por un momento”, dice King, “el truco paradójico ha funcionado. Hemos agarrado al horror de la mano, y lo hemos utilizado para destruirse a sí mismo (…) Durante un escaso período de tiempo el miedo más profundo, la realidad del Sputnik ruso y sus implicaciones, ha sido extirpado. Volverá a crecer, pero eso queda para después. Por el momento hemos enfrentado nuestros peores temores y después de todo tampoco eran para tanto. Al final hemos experimentado ese momento mágico de reintegración y la sensación de estar a salvo.”
Me ha quedado dando vueltas esto de “por un momento”. La sensación de alivio con la que finalizó la película es pasajera. El terror real “volverá a crecer”, pero por el momento está “extirpado”. El espectador ha pasado cerca de él, sin embargo, al final de la película se siente reintegrado y, además, “no es para tanto”: se encuentra ileso y feliz. Del terror como género se puede decir, quizás, lo mismo que Freud dice acerca del humor: tiene algo de liberador, pero también de grandioso. Representa un triunfo del narcisismo: en la medida en que la película transcurre, los traumas del mundo exterior se acercan… pero no pueden tocarnos. Incluso esto se transforma en un momento de placer.
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Ilustración: Juan Cruz Catena
“La vida”, dice Freud al inicio de El malestar en la cultura, “como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes (…). Los hay, quizás, de tres clases: poderosas distracciones, que nos hagan valuar en poco nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas, que la reduzcan, y sustancias embriagadoras que nos vuelvan insensibles a ellas. Algo de este tipo es indispensable”
Que una historia de terror pueda convertirse en una poderosa distracción, sin embargo, no va de suyo. Hay mucha gente que no las soporta. Tengo amigos que, a pesar de que les encanta el cine, evitan ver películas de ese género porque a la noche no pueden dormir o tienen pesadillas.
Cabe preguntarse por qué sucede esto, por qué lo que para algunos es un poderoso entretenimiento, en otros se torna persecutorio. La pregunta, quizás, podría plantearse del siguiente modo: ¿Qué es lo que permite que algo de por sí terrible, persecutorio –porque en una historia de terror uno sabe a qué se exponen los protagonistas– se pueda, sin embargo, disfrutar?
La asociación con el humor quizás ayude a responder esta pregunta.
La actitud que tiene el humorista frente a otro o frente a sí mismo, dice Freud, es la misma que la de un adulto hacia un niño, “en la medida en que (el adulto) discierne la nulidad de los intereses y sufrimientos que le parecen grandes a aquel, y se ríe de ellos”. Freud subraya, acá, una variante nueva del superyó: si en última instancia, el modo de obrar del superyó, el resultado de su trabajo silencioso, es que el yo se sienta insignificante y feo mediante el insulto, la injuria o el descrédito, este rasgo, que la mayor de las veces produce humillación y sufrimiento moral, en el humor es utilizado de modo tal que funciona no sólo alivianando las situaciones difíciles, sino también produciendo una buena dosis de placer. Lo insignificante, lo chiquito, lo feo, las situaciones embarazosas o terribles, quedan a la vista en el humor, pero se revelan como graciosas, incluso encantadoras. “Insignificantes” no en el sentido de algo que avergüenza, sino como si no merecieran importancia.
Cuando yo era muy niño recuerdo haber estado mirando una película de terror con mi viejo. Es un recuerdo vago, que se remonta muy lejos, de esos que uno confunde con las cosas que le contaron de su infancia. Pero lo que recuerdo era lo siguiente: cada vez que estaba por pasarle algo malo al personaje de la película y me tapaba los ojos con las manos, él me decía: “Tranquilo, Yami: esos son actores nomás. Ese que está ahí tirado después se levanta ¡Y encima le pagan!”. Algo así. En mi recuerdo se reía después de decir eso.
Lo que terminaba pasando, entonces, era que al final las películas de terror y los monstruos que me daban miedo me parecían casi una broma. Sucedía como en esas cámaras ocultas que hacían en el programa de Tinelli por aquellos años: “Esto es una joda para Videomatcht”. Es decir: con esos comentarios mi viejo lograba desmontar una escena amenazante volviendo a mi altura a los personajes. Podía ver la pequeña persona detrás manejando con manivelas al terrible Mago de Oz. Y eso tenía un efecto casi cómico.
Y esto me lleva a otra asociación: una noche, hace unos años, vimos una película de terror con Eva, la hermanita de mi novia. A ella le encantaban. Todavía le encantan, aunque la verdad es que hemos agotado un poco el género. En esa película unos bichos blancos y ciegos salían de abajo de la tierra, se comían a las personas y dejaban grandes charcos de sangre a su paso. Ella habrá tenido unos siete años, y nosotros, antes, habíamos pausado la película y le habíamos aclarado que la sangre no era sangre, sino pintura roja. Cada vez que un bicho atacaba y ella veía que había “sangre” en la película, gritaba, contenta y riendo: “¡Pintura roja! ¡Más y más pintura roja!”. Exclamando esta especie de mantra o de ensalmo mágico, que ella había tomado de nuestras palabras, expulsaba los daños que causaban los bichos de la película. Los volvía inofensivos y graciosos.
¿No se trata, entonces, de la omnipotencia que uno le atribuye a los padres –a los adultos, en este último ejemplo– lo que nos permite mirar tranquilos a un monstruo de frente sin creer que se va salir de la pantalla y nos va a atacar? ¿No es esta confianza en la palabra del Otro lo que hace que la podamos utilizar como ensalmo mágico para convertir sangre en pintura roja? ¿No es el hecho de que nos podamos apoyar en esta omnipotencia lo que permite reducir una situación persecutoria a un teatro de títeres y convertirla en un juego?
El propósito –o al menos uno de los propósitos– de las historias de terror quizás coincida con el propósito del humor. Freud, al final de su ensayo, ubica una función de cuidado, cariño y consuelo en el superyó. Éste, sostenido en su omnipotencia, parece decir: “Veánlo: ese es el mundo que parece tan peligroso. ¡Un juego de niños, bueno nada más que para bromear sobre él!”.
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¿Por qué algunos ejércitos entran en pánico y otros no?, se pregunta Freud en Psicología de las masas y análisis del yo. El desencadenamiento del pánico, precisa allí, en el “Apartado 5”, no está dado por tamaño del peligro real, “pues el mismo ejército que ahora es presa del pánico pudo haber soportado incólume peligros similares y aún mayores”. La raíz del pánico está en la pérdida del conductor y los lazos libidinales de los miembros de la masa establecen entre sí. El tamaño del peligro real crece a velocidades incalculables en la medida en que se pierde la confianza en el conductor.
En el extremo, el peligro al que el soldado se enfrenta solo, sin la ilusión de que un padre omnipotente vela por él y sus camaradas, pulveriza a la masa del ejército “como una lágrima de Batavia a la que se le rompe la punta”.
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Ilustración: Juan Cruz Catena
It se estrenó en 1990 y fue una película que marcó a muchos de mi generación. Forma parte de la infancia de todos los que nacimos por esos años. A la primera parte la vi con mis amigos –la historia salió en forma de serie para televisión y tenía dos capítulos–, y fue impactante. Haber tenido 8 o 9 años y haber aguantado ver It fue todo un acto de valentía, un ritual de iniciación.
Estábamos en los ‘90 y nuestra infancia, en el pueblo, tenía alguna semejanza de la de los niños de It. Aclaro: nuestros padres nos cuidaban y nos querían –al menos mis padres–, y no había ningún payaso acechando niños, pero es cierto que los adultos estaban demasiado preocupados por sobrevivir y que tengamos un plato de comida en la mesa como para vigilarnos demasiado. La híperinflación, el menemismo –y antes la dictadura–, los habían dejado aturdidos, preocupados, golpeados. La calle y la televisión eran todas nuestras.
Fue en esa edad cuando vi un episodio de Sin condena. Para quien no lo sepa, se trataba de una serie que contaba historias de crímenes reales, no resueltos, de esos años, los años del menemismo.
El capítulo que yo vi –el único que vi– era la historia de un chico que debía de haber tenido más o menos mi misma edad, unos nueve años. Vivía en el Gran Buenos Aires, en un barrio bastante humilde, con calles de tierra, y empezaba a caer una lluvia torrencial sobre la ciudad. El chico, entonces, le preguntaba a los padres si lo dejaban salir a jugar a la pelota, y éstos, que estaban en una habitación teniendo sexo, no le prestaban atención y le decían que hiciera lo que quisiera. Él chico salía con un compañero a jugar a algún lado, en medio de la lluvia, con la pelota en la mano, y de golpe se caía a un pozo. Así comenzaba.
El compañero iba a avisar a los padres. Éstos, después de un rato, tomaban conciencia de la situación y salían a buscarlo… pero era demasiado tarde. Todos los vecinos salían a buscarlo, mientras la lluvia torrencial seguía y seguía. Pero pasaban horas y días, y el chico seguía sin aparecer. Hasta que en algún momento, el episodio lo mostraba. Estaba en una cloaca, mojado, temblando de frío, sentado y acurrucado con los brazos sobre sus rodillas. Gritaba: “¡Mamá! ¡Papá! ¿Alguien me escucha? ¡Mamá! ¡Papá!”. Todavía hoy, al recordarlo, se me pone la piel de gallina. El capítulo seguía. Después de semanas de búsqueda, un policía clavaba un palo en un charco y encontraba algo. Se entendía que se trataba del chico.
Lo último que me acuerdo era que la policía llamaba a los padres a reconocer el cuerpo. Éstos iban a una morgue y entraban a una habitación. Se veía entonces a un policía sacar la sábana de un cuerpo y mostrar el cadáver de un chico sin forma. Una cabeza amarilla, hinchada, sin pelos, con una expresión de pánico, aparecía congelada en la pantalla durante unos segundos.
Nunca más volví a ver ese programa. A partir de esa noche empezó a costarme dormir: cada vez que iba a mi habitación, solo, y estaba el postigo abierto, me daba miedo cerrarlo: pensaba que el chico estaba ahí afuera, en el patio, y que en cuanto pusiera la mano en la persiana tiraría de mí y me llevaría con él. Cuando me acostaba y apagaba las luces, sentía que me miraba en la oscuridad. Lo imaginaba parado en el patio, con la cabeza amarilla, destrozada, y los ojos muertos, mirándome a través de la ventana. Yo nunca lo veía, solo sentía que estaba ahí, detrás de mí. Me quedaba quieto durante mucho tiempo: si me movía, podía llegar a llamarle la atención. No le dije a nadie lo que sentía, por temor a parecer cobarde, imagino. Después, con el tiempo, con los años, el miedo fue desapareciendo.
No recuerdo que mis padres hayan estado cuando yo vi el capítulo. O si estaban y mi viejo hizo algún comentario como los que solía hacer, acerca de que eran actores y demás, no fue suficiente. Todo era demasiado creíble para mí.
A decir verdad, si vuelvo a recordar la cosas que me aterrorizaban en mi infancia, no era nada relacionado con películas –It nos había asustado, es cierto, pero era una mera diversión– , sino con las imágenes que mostraba el noticiero todos los días y a todas horas. Imágenes que hoy en día, treinta años después, aún permanecen en la memoria colectiva de este país: la muerte a golpes y tortura del soldado Carrasco, el secuestro, violación y muerte de María Soledad Morales, más adelante, el asesinato de José Luis Cabezas. Argentina es un país lleno de fantasmas, ha dicho Mariana Enriquez en alguna entrevista.
Sin querer hacer un análisis personal de mi miedo, es inevitable pensar en lo que King llama “puntos de presión”. Éstos son, palabras más, palabras menos, situaciones insoportables por las que atraviesa una sociedad, situaciones que el cuerpo social no puede procesar –retomando el ejemplo de antes: la amenaza que sentía King niño de una bomba nuclear–, y es lo que le da impulsión a ciertos relatos de terror: si el relato logra contener algunos de esos puntos de presión, entonces produce la emoción buscada.
Es evidente, visto a la distancia, que en la historia de Sin condena se condensan varios “puntos de presión” de aquella época –y quizás de todas las épocas–: la desatención de los padres, el abandono del Estado, la pobreza, la indefensión de los niños cuando las instancias cuidadoras desaparecen.
Y es inevitable también concluir, a partir del último ejemplo, que el terror, el verdadero terror, es algo que se vive en soledad: en la soledad de los mundos cerrados de los sueños, en la soledad secreta de la noche. El terror es un desmoronamiento del mundo al que uno se enfrenta completamente solo, un combate que se libra, como dice King, “en los entresijos del corazón”.
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Hay un apartado, en el libro de Alain Didier Weill Los tres tiempos de la ley, que se llama “el silencio del monstruo”.
Uno tiene, dice el autor, una relación íntima, silenciosa, con lo real. Un monstruo –un verdadero monstruo– no transmite su presencia por intermedio de una representación, de una imagen –incluso de una imagen monstruosa–, sino a través de una “percepción interna”, sin ninguna mediación. Hay en nosotros, continúa, una porosidad esencial; una deficiencia, por la que “lo inhumano puede conquistar lo humano”. Hay ciertas cosas innombrables, que simplemente nos tocan, y no hay nada que se pueda interponer en el medio.
Quizás las historias de terror son un intento de jugar con eso, con el hecho indubitable de que los monstruos, hagamos lo que hagamos, tarde o temprano, siempre nos alcanzan y nos tocan. Son un intento de envolverlos –como se envuelve una presa en una trampa– en la ficción y volverlos absurdos, gritones, solemnes, masivos, y de ese modo quitarles su poder de intimidarnos.