CORTAPLUMAS / Ezequiel Villarroel

I

Cruza la puerta y mira alrededor. Se acomoda un mechón de su pelo, mientras hace un globo con el chicle y viene hasta la última fila.

—Corréte —me dice.

Tiene una cara de orto terrible y eso la hace más atractiva.

—¿Y?  —me apura.

Me levanto lo más rápido que puedo, le dejo mi asiento junto a la pared y me quedo del lado de afuera.

Toman asistencia. Digo presente. Los demás también responden, menos la chica nueva.

—¡Iris Rivadeneira! —repite la preceptora.

La chica levanta la mano y mastica.

—Tire eso o se lo hago tragar —dice la preceptora.

Ella se lo traga.

Ambas se sostienen la mirada. Son segundos eternos de suspenso. La profe de Historia entra, nos saluda, y mientras la preceptora sale, la profesora traza una línea de tiempo con los diferentes períodos: Edad Antigua, Edad Media, Edad Moderna, Edad Contemporánea.

Iris Rivadeneira no me mira ni me habla, tampoco toma apuntes. Saca algo rojo del bolsillo de su delantal. Es un cortaplumas, Victorinox, parecido al que mi viejo me regaló hace mucho, pero con más funciones. Creo que lo perdí en alguna colonia de vacaciones o en algún picnic con mi familia.

Saca la lima y les da forma puntiagudas a sus uñas con esmalte negro. La guarda, desdobla la navaja y raya su nombre, en mayúscula, sobre la mesa: IRIS.

II

Con los chicos del curso le pusimos la Darki:

—Premio para el que haga reír a la Darki.

—¿Alguien pudo hablar con la Darki?

—Vos, que te sentás al lado, qué onda con la Darki.

—¿Le gustará coger a la Darki?

Pero yo estoy en bolas, igual que mis compañeros. No soy el chico más popular, ni el más conversador del curso

III

Al final, la que rompe el hielo es ella.

—Qué lindas pestañas tenés. No me había dado cuenta.

Me quedo duro, no sé qué mierda responderle.

—Regalamelas —dice.

La cara me arde, como si tuviera fiebre. Me cuesta voltear, así es que miro fijo al frente.

—Ey, te estoy hablando —dice y me toca el hombro. —Dije que tenés lindas pestañas.

—Gracias —le respondo sin apartar la vista de la pizarra.

—¿No me vas a mirar? —pregunta.

Volteo, mientras la calentura se expande en todo mi cuerpo y ella sonríe.

IV

Hay pocas cosas que sé de Iris: se quedó dos años y la expulsaron de su otro colegio.

Me conversa con frases cortas y en voz baja. Con el resto del curso habla lo justo y necesario. Los únicos momentos en los que dice algo largo es cuando los profesores le exigen dar lección. Somos parecidos en ese aspecto, aunque lo mío tiene que ver con cierta timidez hacia las chicas. Lo de ella es otra cosa, creo que nos ve como unos pendejos inmaduros. Sea como sea, pegamos buena onda.

V

Salimos al recreo. Iris me agarra de la mano y apoya su cabeza en mi hombro.

—Quiero tus pestañas —dice.

Me da un beso en la cara y me pide que le compre un pancho.

—¡Dale, porfis!

Caigo como un nabo, me como la fila del buffet y suena el timbre.

El mes pasado hizo que le regalara mi corbata Ante Garmaz; hace una semana, una lapicera Parker; y ayer un canguro Nike, de color gris, que apenas usé dos veces.

VI

Los chicos del curso dicen que está muerta conmigo, pero yo arrugo por su imagen de chica rebelde y mayor.

—Si la idealizás tanto la mina se va a hacer la buena. Cortale el rostro y vas a ver cómo te busca —me aconseja Seba Márquez.

—Además, si a la mina le gustan tus pestañas, aprovechá. A nosotros no nos da ni bola. Yo que vos me tiro de una —me alienta Facu Alfaro.

Las opiniones de mis amigos me convencen. Vuelvo a mi asiento y la encaro.

—Necesito hablar con vos.

—¿De?

—De algo importante. ¿Podés a la salida?

—Entonces no es tan importante.

—Es importante, pero puede esperar un poco.

—Ok.

Nos vamos juntos y mientras bajamos hacia la parada de colectivos, Iris me insiste para que le diga eso que tengo que confesarle. Pasan dos de sus colectivos y yo doy vueltas como un trompo, hasta que me amenaza con subir al siguiente si no hablo. Suelto todo.

—Estoy enamorado de vos.

—Mirá que te puedo lastimar  —responde.

—No importa. Me la banco.

Ilustración: Santiago Grunfeld

VII

Entro al curso, después de un fin de semana zarpado. Mis compañeros se secretean entre ellos y me miran de reojo.

Soy un groso, me enganché a la Darki y lo mejor es que se sienta a mi lado.

Salimos de la mano y nos vamos para el parque. Buscamos una banca y ella se acomoda encima de mis piernas. Me besa y me muerde los labios tan fuerte que me causa dolor y excitación al mismo tiempo.

—Te tengo una sorpresa —dice.

Me desabotona la manga de la camisa, la dobla hacia arriba y saca la navaja del cortaplumas, lo hunde en mi carne, aguanto el dolor y me deja una línea en el antebrazo.

—Te dije que podía lastimarte —dice.

Miro mi piel y me siento como un animal marcado.

Bajamos hacia la parada. Llega su colectivo y mientras las personas hacen fila, Iris rodea sus brazos en mi cuello, vuelve a besarme y mete su lengua con un movimiento circular.

—Comprá forros para el finde —dice y sube.

Me toma por sorpresa, pero me siento el chico con más suerte del colegio.

VIII

Como no tenemos dónde coger, decidimos versearles a nuestros viejos. Ella les dijo que va a quedarse en lo de una amiga y yo que me voy de campamento con mi grupo.

Nos encontramos en la peatonal, a la altura del casino, y vamos al supermercado. La espero en la entrada, con la carpa y la bolsa de dormir.

Ella sale con dos fardos de latitas de cerveza, las acomodamos en las mochilas y nos vamos para la parada de la línea nueve, sobre la calle Leandro Alem y esquina Santiago del Estero. Esperamos un rato y tomamos el colectivo a Los Nogales.

—¿Estás ansioso? —me pregunta en medio del viaje.

—Un poco —le digo.

Pero la verdad es que estoy desesperado y quiero que esto suceda lo antes posible.

Nos bajamos en la parada del puente negro, casi pasamos de largo. Las únicas luces que se ven son las de algunas casas alejadas.

Extendemos la carpa y unimos las varillas, la levantamos y clavamos las estacas. Abrimos dos latitas de cerveza y ponemos las otras en el agua fría del río, rodeadas por piedras para que la corriente no se las lleve.

Nos levantamos, la atraigo hacia a mí y la beso. Caminamos sin despegarnos hasta donde está la carpa.

Adentro, Iris prende la linterna y la cuelga de las varillas cruzadas. Me hace cosquillas, jugamos a meternos mano, pero ella es más rápida.

—¡Me rindo, me rindo! —le digo porque estoy a punto de mearme.

Se sienta sobre mí y empieza a moverse con la ropa puesta.

—Mmmmm cómo está eso —dice.

Mete su mano, hace apenas dos movimientos y acabo.

—Perdón, es que…

—No importa, la noche está pañales —me interrumpe.

Salgo de la carpa y vuelvo con otras dos latas. Las tomamos y nos ponemos en bolas. Esta segunda vez duro mucho más, puedo seguirle el ritmo y no acabo.

Las latitas se acumulan de a poco alrededor nuestro. Las aplastamos con nuestros cuerpos en movimiento. Entre el mareo y la poca lucidez, Iris me muerde el cuello y tengo una dureza firme dentro de ella por sus movimientos intensos. Suelta un grito apagado, se sale de mí y me muerde el pecho, baja en dirección a mi cintura y se detiene un poco más abajo.

—¿Te gusta? —pregunta.

Gimo y le repito que me encanta. Me pasa la lengua, me succiona y me aprieta fuerte de las bolas, hasta que suelto un grito y un chorro espeso.

Nos quedamos acostados sobre la bolsa de dormir. Ella voltea a mirarme.

—Regalame tus pestañas —dice.

Me rio.

—Enserio te lo digo.

—Son tuyas.

Busca su pantalón, saca del bolsillo el cortaplumas y despliega la tijerita.

—Cerrá los ojos.

—¿Para qué?

—Vos cerralos.

Los dejo un poco abiertos, pero ella se da cuenta.

—¡No hagás trampa!

Me roza uno de los párpados y escucho el zig-zag.

—Abrilos.

Me paso la mano y mis pestañas ya no están.

—Te toca a vos traer las cervezas —dice.

Me levanto y voy sin vestirme. Afuera hace mucho frío. Vuelvo a entrar y su figura borrosa me apunta con la linterna.

—¿Me darías todo, aparte de tus pestañas?

—Todo —le digo.

—¿Estás seguro?

—Muy seguro.

Agarra un mechón de mi cabeza y lo corta con la tijerita. Se lo lleva a la altura de la boca y hace como que tiene bigote.

—¿Qué tal me queda? —pregunta.

Me rio de su ocurrencia.

—¿Te animás a más?

—Obvio —le respondo.

Despliega el tirabuzón, me agarra de la mano, lo apoya en mi palma y lo enrosca. Quiero sacarlo, pero ella me aprieta con más fuerza. Chupa mi dedo índice y da otra vuelta.

—¿Me amás? —pregunta, mientras desenrosca el tirabuzón.

—Sí…

—¿Cuánto me amás?

—Mu-cho…

Saca la navaja, la pasa por mi tetilla derecha y hace un movimiento rápido.

Tengo frío, dolor y calentura al mismo tiempo. Acerca su boca y comienza a lamer la herida. Toma un poco de su cerveza y me pasa la latita. Siento la mezcla del aluminio, del alcohol y de mi propia sangre.

Me agarra del lóbulo, lo estira y pasa la navaja con fuerza. Lame el corte, mientras me respira en el oído. El cuerpo me tiembla y acabo por tercera vez.

—¿Vos hacés todo por mí? —pregunta.

—Sí…

—¿Sí? Sí qué.

—¡Qué sí… hago todo por vos!

Me da otro sorbo y su cara se vuelve más borrosa. Es una silueta casi blanca con un punto rojo al costado.

Recupero la visión por un instante, ella acerca el cortaplumas a mi mano y lo apoya en mi meñique izquierdo, hace presión con la palma de su otra mano, pero la navaja no avanza.

Cierro los ojos, contengo las lágrimas y soporto todo lo que puedo.

—¿Me amás? —pregunta.

Me cuesta saber si hasta aquí llegó mi amor o si me queda un poco más de fuerza.

Los labios me tiemblan. Algo cruje en el medio de la noche y se rompe.

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