RESEÑA DE “VOZ DE VACA” DE ERNESTO GALLO / Francisco Kuba

Primer libro de narrativa del joven analista y escritor, participante activo en el Grupo Savoy y organizador del ciclo literario “Los detectives salvajes” en la ciudad de Rosario.

Ernesto, como tantos otros que construimos aquí nuestro segundo hogar, llegó a la ciudad desde el campo chaqueño. Y esa experiencia lo habita: él trabaja y es trabajado por esa memoria de vacas y selva, de rios y hermanos, de perros, padres e insectos.

El libro, que se presenta como una antología de cuentos, es en realidad una nouvelle, ya que el tono, los personajes y la estructura general se sostienen y son los mismos a lo largo del texto.

Con un lenguaje simple y directo, digno heredero del minimalismo norteamericano, Ernesto nos cuenta la historia de Nelson, un joven que vive en el campo chaqueño con su papá y sus hermanos.

Ya en la primera línea el protagonista sueña que es el padre, que ocupa su lugar y maneja la camioneta. Y ese conflicto atraviesa el texto. Nelson intenta comprender al padre, un hombre de campo, capaz de reducir todo a la lógica del dinero, que le transmite rápido una relación brutal con la muerte. Acaso seamos nosotros los suavizados por la vida citadina.

A lo largo de los cuentos uno ve crecer y desenvolverse a Nelson, como en una película que nos narra distintos capítulos de su vida: sabemos del amor, de la relación compleja con su interior, de la melancolía materna, pero lo que más vuelve es el padre. El problema de la herencia, de tener que ocupar su lugar, hacerse cargo del campo.  La historia que nos cuenta Ernesto entona así con el mito universal en tanto crónica de una sucesión, y en ese sentido se hermana con Edipo y con Hamlet y tantos otros. La violencia intergeneracional es una necesidad estructural. No puede haber sucesión sin conflicto. Por lo que se nos hace necesario escribir y leer historias sobre cómo elaborar esa relación. Que los hijos tengan que ocupar el lugar de los padres no es sin consecuencias.

El problema se respira en la historia, en el tercer cuento, el que le da título al libro: el padre le advierte a su primogénito: “cuando yo no esté, te vas a tener que hacer cargo del campo y de todas las cosas, pero para eso tenés que dejar de ser un pajero de mierda y acompañarme al campo”. “No sé cómo” nos dice Nelson, “pero siempre me daba donde más me dolía”. Una vez más, no habrá transición sin complejidad, sin contrapunto, sin violencia, sin amor, sin claroscuros.

Llama la atención como en el último cuento (o capítulo) el relato mismo se revela como un parásito que habita el cuerpo y que requiere ser extirpado por un proceso doloroso. El resultado: una mariposa negra.

Más allá del contenido de la historia, en el que no quisiera profundizar demasiado para que haya sorpresa en la lectura, me gustaría hablar de lo que es para mí el gran acierto del libro y que es el modo que tiene Ernesto de escribirlo, el tono, “la voz” que se desprende de la construcción de su relato. Un modo de editar que es el resultado de un largo proceso de elaboración. La de Ernesto es una voz trabajada; lejos de tratarse de una virtud innata, lleva largo camino llegar a una escritura tan pulida, tan exacta, tan que no sobra nada. Pero antes de hablar del recorrido de trabajo que le permitió ir construyendo esa voz quisiera traer una anécdota –que no fue parte de la presentación del libro, pero que después circuló en redes de la editorial Le Pecore Nere– acerca de cómo surgió la escritura en él. Y Ernesto nos cuenta que lo que lo hizo escribir fue la lectura. Se había emocionado con El guardián en el centeno y se cruzó con el primero de los Nueve Cuentos del icónico libro de Salinger, “Un día perfecto para el pez plátano”. Y se sintió tan movilizado por esa forma de narrar que inmediatamente después de leerlo se sentó a escribir casi de un tirón lo que hoy es el primer cuento y piedra angular del relato que nos llega.

Quisiera que nos detengamos en ese gesto: leer algo que nos moviliza a tal punto que nos ponemos a escribir. El enamoramiento de Ernesto con el cuento de Salinger dejó como consecuencia un libro.

Ahora bien, no alcanza con el enamoramiento, tampoco con el primer texto. Para llegar a un libro es necesario producir, producir un montón de textos que irán conformando la materia prima sobre la que trabajar. Y Ernesto es un autor prolífico, contó en la presentación que ya para el 2017 este libro tenía treinta cuentos, y para la actualidad, sin cumplir los veintisiete años, me revela que tiene enviados un libro de poemas y una novela a diversos concursos que todavía no están definidos. Así que pronto tendremos novedades.

Pero tampoco alcanza con ser un autor prolífico, es necesario dar los textos a trabajar. Con esto me refiero a trabajar lo propio con otros, permitir las lecturas, críticas, sugerencias, el trabajo de edición.  Lo mejor es “tallerizar” los textos. Es en la experiencia de taller literario donde los escritores generan muchas de sus herramientas. Ernesto se declara alumno de Pablo Black y Mariano Quirós, quienes le escriben el prólogo y con quienes tallerizó durante el último año de su secundaria, ellos son los maestros con los que mantuvo diálogo y a quienes les llevó un proto-libro de treinta cuentos.

Quiero que nos detengamos en otro gesto: Ernesto le lleva a Pablo, su maestro, treinta cuentos diciéndole que piensa que ahí tiene un libro, y ¿qué hace Pablo (armando una escena amable y sabiendo que la relación “transferencial” se lo permite)? Le dice “agarrá esos dos cuentos (‘Sobrevivir’ y ‘Dos elefantes’)  y seguí trabajando. El resto tiralo”. El libro que nos llega es el que ha quedado en pie después de un largo desfilar de tijeras y de gomas. Hay mucho delete antes de que emerja el texto final. Y nosotros, los lectores, lo agradecemos. El modo en que corta las oraciones, les imprime ritmo, como deja una cantidad de cosas sin decir para que emerja solo lo necesario. Es lo que nos hace confirmar el remanido “menos es más”

Un último gesto en el que quisiera reparar: llega el editor y le dice: Ernesto ¿qué quisiste poner acá?

Quise poner ta ta ta. “Ahhh entonces poné eso” le responde el editor “poné ta ta ta y no eso que pusiste porque si no, no se entiende nada”. Siempre hay una parte que damos por supuesta que el otro no llega a decodificar, y en ese trabajo de edición y de devolución, de lectura anticipada es como los textos maduran, se vuelven vigorosos.

Y una vez que el autor y los editores entienden que va marchando, le dan el trabajo a una última correctora final, en este caso Marilina Negri, quien nos dice que ha leído el libro muchas veces y no se cansa, que encuentra una potencia de Ernesto en el uso de lo neutro, de un lenguaje atemporal, que sobrevive con poco en un escenario casi siempre adverso.

Y ahí sí, después del largo trabajo de edición, de selección y de reescritura queda establecido el texto que finalmente se publicó y que hoy festejamos.

Como dijo Javier Núñez en la presentación rosarina, Ernesto logra un universo propio, una voz que es reconocible recorre el texto, que –sutil áspera y tierna– nace la mirada de un autor. No tanto como una afirmación en el vacío, sino más bien como una respuesta a todos esos diálogos que mantuvo, de los que comió. Es el proceso de ir digiriendo y regurgitando (en este sentido la digestión de las vacas nos sirve de metáfora con sus cuatro estómagos y la rumiación como parte del proceso digestivo) para comprender cómo es que un escritor elabora las voces que lo han engendrado.

Natalia Milocco escribió en su reseña para Rosario12 que hay oscuridad en el texto. Y es posible sentirla, no está escrita así en  los cuentos pero se deja ver, más por sus contornos, por las ausencias que demarca, que por lo expreso de su presencia. La muerte, la violencia y lo incomprendido no se restan del relato. Y en ese sentido es preciso hablar de realismo, el narrador ha dejado de ser omnisciente y ha pasado a la primera persona, que ahora no sabe sobre la totalidad del relato. Entonces se vuelve una escritura que no rechaza que la cosa no encaja, no es complaciente, no es la presentación, el desarrollo y la solución de un conflicto sino que maneja varios planos, cuestiones irresolubles, da pistas pero no concluye. No intenta ayudar a dormir contentos a los burgueses sino que fue hecha para despertar.

Que el texto de Ernesto tenga la estructura de una ficción, no quiere decir que no se dirija hacia la verdad, que no trabaje con ella. Se aparta así de lo naif, de la lógica de los finales felices y con moraleja. Formalmente es más bien discreto, quisiera pasar desapercibido. Pareciera adscribir a la idea de que el mejor artefacto es el que no se deja ver, el que hace pasar el relato y no se detiene en la forma. Lo contrario a una actitud barroca, siempre seducida por formas de hermetismo que devienen esteticismos poco fértiles. Encontramos en Ernesto una voluntad de arrojar la máscara. De volver a la potencia del relato, a sus elementos mínimos. A menudo esta actitud se toma como respuesta a la estética posmoderna de pastiches y superposición de texturas. Ante la superabundancia y saturación de signos la vuelta a los elementos primarios.  Esa actitud que tanto nos gusta y que para mí corona en Fabián Casas o en Martin Rejman.

Fue con Pizza Birra y Faso que vimos morir a los noventa y pensamos que algo de lo que había pasado en la película nos estaba hablando, después el tiempo me volvió a cruzar con el realismo y el minimalismo en el taller de Marcelo Scalona y supe que primero con Chejov, pero después con Carver, con Cheever, con Lorrie Moore y con Salinger hay una escuela para aprender a escribir.

La primera vez que leí el libro de Ernesto me hice eco de esa idea que circuló entre los amigos y festejantes de la presentación rosarina: nos encontramos ante el nuevo “Carver chaqueño”, en el sentido del mejor representante del minimalismo. Pero después de volver a leerlo, de haber sumado charlas y anécdotas de amores primeros es más ajustado decir que, si tomamos que son ocho relatos y que “La diligencia” es un capítulo doble, dados el ritmo y la extensión de los episodios, que Voz de vaca es el Nueve Cuentos de Ernesto Gallo.
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