En el sueño yo agarraba todas las cartas, dibujos y fotos de mi hijo y las tiraba al viento del quinto piso. Desde ahí observaba la cadencia con la que caían, arremolinándose. Estaba liberado.
También aparecía Karen; armaba un cigarrillo y me susurraba algo acerca de que eso estaba muy bien, pero que las cosas de ella se iban a quemar igual. Yo seguía asomado por el balcón y miraba a Karen fumar tranquilamente, hasta que por la espalda escuchaba a Teo decir Papá, ¿no ves que me estoy quemando? Entonces yo me giraba y lo veía envuelto en llamas. Fue ahí cuando me desperté.
Aún así, aunque ya tuviera los ojos abiertos y escuchara los gritos y las sirenas desde abajo, no pensé inmediatamente en ir a buscar a Teo, porque antes se me ocurrió que tendría que llamar a Karen para contarle el sueño y decirle que se me iba a incendiar el departamento y que lo único que podría salvar era nuestro hijo. Pero a ella no sé si le importaría demasiado y acaso saldría con eso de ya no nuestro, tuyo.
Muchas veces pensaba en llamarla, pero enseguida se me filtraba la escena de una tarde cualquiera, donde después de tirarme con desprecio todo el humo del cigarro en la cara, lo apagó en la biblioteca. Podrías haber hecho un desastre, le dije. En una de las repisas, descansaba una pequeña jofaina de plata, herencia familiar. Ella acercó el cigarrillo a su borde, desafiante, a modo de cenicero. Yo le apreté la muñeca; el cigarrillo se le cayó de los dedos y rodó por el parqué. Cuando se soltó, vi que le habían quedado mis dedos marcados a fuego. Se agachó, levantó la colilla, pitó largamente hasta reavivarlo y lo arrastró por los libros. Después se fue, y ya no volví a verla hasta la noche del sueño.
Alcancé a pensar, también, que el sueño me remitía a algún otro, ya no mío, sino ajeno. No me costó mucho identificarlo. En La interpretación de los sueños, Freud transcribe el sueño de un padre a quien se le aparece su hijo muerto para protestarle: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” Las mismas palabras. Claro que en otro contexto. Según explica Freud, el padre soñante estaba reposando en una habitación contigua a la sala donde velaban al niño. Quien debía estar al cuidado del féretro se durmió, haciendo caer un cirio encima de la mortaja, y es en ese mismo momento cuando el padre es visitado en sueños por su hijo muerto. El hombre se despierta sobresaltado, justo a tiempo para evitar el desastre.
En mi caso, el desastre ya estaba dado. Yo sabía que tenía que dejar el piso lo antes posible, y que había cosas que ya no podría evitar ni recuperar. Hay un límite de no retorno en las cosas, como cuando Karen hizo lo que hizo.
Me levanté de la cama y fui hasta la otra habitación. Desde el exterior penetraba el calor y el humo. Miré el ropero de Teo. Encima estaban las cajas con las fotos y los dibujos y las cartas que fui acumulando durante tantos años: mías y de mis padres, de Karen, de mi hijo. Sería una pérdida irreparable, pero no había tiempo para más indecisión. Afuera aturdía el bullicio y desde el interior mismo al edificio se escuchaban pequeñas detonaciones que hacían temblar las paredes.
Tomé la jofaina y me la calcé abajo del brazo. Salí al palier; el ascensor ya no respondía y desde la escalera trepaban sombras doradas y crepitantes. Volví a entrar al departamento y me asomé por el balcón. Sería una caída de quince o veinte metros. Los bomberos hacían señas de todo tipo; disparaban sus mangueras hacia los cimientos, arrastraban lonas y redes, uno hacía equilibrio sobre la escalera estirada hasta el tercer piso.
Era inútil la jofaina. Quizá Karen tenía razón cuando decía que mi vida no podía girar eternamente en pos-en torno-alrededor de mi hijo. ¿En qué estaba pensando? Qué ridículo era todo aquello, casi como un chiste de mal gusto, el colmo: salvar de un incendio solo cenizas.
Metí la mano. Ya sabía del fuego, del agua y del aire. ¿Qué elemento faltaba? La tierra. El polvo. Pues polvo eres…, y etcétera. Como el ave fénix. Eso era; no había hecho otra cosa durante todo este tiempo, más que intentar resurgir de las cenizas y el polvo. Mejor me quedaba ahí. Sería una especie de cremación, también. Distinta. Hijo, ¿no ves que yo también ardo?
Saqué la mano del recipiente y soplé. Las cenizas se suspendieron por un rato en una voluta que me recordó al humo de los cigarrillos armados de Karen o a una nube de jejenes en verano. Pero enseguida se disipó y más tarde sería igual a cualquier otro despojo proveniente del edificio o de los recuerdos.
Antes de dejar el balcón, observé que los bomberos me instaban a saltar hacia una lona que habían desplegado. Yo les sonreí apenas y les solté la jofaina plateada. Entré a la habitación y marqué el número de Karen. Mis uñas seguían grises. Le tenía que contar muchas cosas. Empezaría por lo que había soñado.