ANA NO DUERME – BREVE ENSAYO SOBRE LA AUTOPERCEPCIÓN GENÉRICA/ Juan Pablo Hetzer

“La curiosidad científica, que le planteaba constantemente nuevas preguntas, era más fuerte que su deseo de curar a los seres humanos”
Edoardo Weiss, en las cartas con Sigmund Freud.
 
Este ensayo aspira a situar algunos elementos conceptuales que contribuyan a distinguir en la práctica analítica en el campo de la diversidad sexual aquellos aspectos ligados a la producción de subjetividad y a la constitución psíquica, por un lado, de los aspectos o indicadores psicopatológicos, por otro. Este deslinde es adecuado para ponerse a resguardo de cierto progresismo psi que algunas veces puede resultar inversamente proporcional a una escucha analítica. A su vez, el interés de este trabajo radica en indagar aquello que de la cultura contemporánea –léase tanto los cambios en la configuración de las feminidades y masculinidades, los nuevos modos de intercambio sexual, de conformaciones identitarias y de organización familiar, como las consignas de reivindicaciones colectivas y los marcos normativos que aspiran a inscribir estas transformaciones en el campo de los derechos sociales– contribuye a incrementar o, por el contrario, a mitigar el sufrimiento subjetivo. Tajer (2008) ubica a modo de recaudo epistemológico y ético, que es preciso “no dejar que el prejuicio, o las concepciones anteriores a los problemas actuales, nos hagan ver como psicopatológicos per se a los cambios señalados” y que “tampoco resignemos poder identificar las formas que pudiera ir adoptando la psicopatología en lo nuevo”. Tomando en consideración esta observación presentaré un recorte de la práctica clínica. Se trata de las entrevistas iniciales en un proceso terapéutico que recién arranca, tiempo en el cual les analistas nos planteamos preguntas que intentan cercar el asunto en su complejidad: “No se puede empezar una operatoria de trabajo psicoterapéutico o psicoanalítico si uno no define el campo de pertenencia del fenómeno que pretende abordar” (Bleichmar, 2007).

Ana, de 14 años, llega derivada desde la Dirección de Mujeres y Disidencias perteneciente a la Secretaría de Estado de Igualdad y Género de la provincia de Santa Fe. La madre acude a esta dependencia estatal porque Ana le manifestó hace unos meses que se siente varón. Allí, una colega entrevista primero a la madre y después a Ana, y luego realiza la derivación en los siguientes términos: “porque sería interesante acompañarla en este proceso de reposicionamiento en cuanto al género”. Agrega que durante el encuentro Ana no refirió nada respecto a esta cuestión y que –muy renuente a hablar– alcanzó a decir que no duerme bien y que no puede parar de moverse durante el día.
En el primer encuentro conmigo Ana se presenta vestida con un buzo negro y borceguíes, habiendo una temperatura de 38 grados. Su cabello le cubre el rostro y no me mira. Se sienta de perfil y empieza a mover las piernas rítmicamente. Dice que si no le digo específicamente de qué quiero que hable, ella no sabe qué decir. Voy preguntándole y empieza a responder frases cortas. Vive con su madre y abuela materna. No sale de su cuarto en todo el día, pero por la noche va a la habitación de su abuela y se mete en la cama con ella. Escucha música con auriculares todo el tiempo. No duerme bien. Puede pasar la noche entera sin dormir. “No sé qué me pasa, quiero saber. Todo empezó desde hace mucho, cuando tenía siete años, pero ahora es más”, dice. Su cuerpo le pide moverse, correr de un lado a otro. Siente un impulso que la lleva a moverse y no entiende por qué, no lo puede controlar. Esto le impide dormir. Dice que se olvida de lo que recién le dijeron, pero también de lo que ella misma piensa. “No me acuerdo de nada, ni de lo que hice o dije o pensé recién” añade, siempre con los cabellos sobre la cara. Mientras va diciendo esto noto que mira para atrás a cada rato y ante cada pregunta o comentario mío realiza un conjunto de movimientos que involucran sus manos, los hombros, el cuello y la cabeza sin que pueda reconocerse en ello un tic, pero bien podría consignarse como automatismo motriz. Le digo que ella me dijo al principio que quería saber qué le pasaba, y le pregunto si en algún momento intentó por su cuenta explicárselo. “Pienso que soy neurodivergente” responde, y agrega que es un término inclusivo que se usa para designar a personas cuya neurología es atípica, sin considerarlas enfermas. Tiene algunes amigues. Hacia el final indago si sabe por qué le pusieron Ana y dice que ese nombre no le gusta porque es el que quiso tener su madre para sí misma.

En el segundo encuentro aparecen indicadores muy significativos. Ingresa como con cierto abatimiento, muy desarreglada, con el cabello en la cara. Se sienta de perfil, no me mira y no habla. Le manifiesto que me quedé pensando en la dificultad que me dijo que tiene desde que era chiquita para permanecer quieta y para dormir. Y que creo que tal vez en aquel tiempo pudo haber pensado que si dejaba de moverse y se dormía podía morirse y que eso le pudo haber dado mucho miedo. Antes que terminase de ofrecerle esta hipótesis con sentido afirma con un gesto exagerado de cabeza y dice: “Temo todo el tiempo que me pase algo malo y pueda morirme”. Como se repite en esta sesión el mirar para atrás a cada rato le pregunto si aquí también siente que eso puede pasarle porque noto que ella se da vuelta y observa con desconfianza. “Sí, siento que me miran, no sé quién es o quiénes son. Algo malo quieren hacerme”. Indago en este registro de fenómenos perceptivos y me dice que también oye voces que la llaman, en cualquier momento y en cualquier lugar, en su habitación también. Otras veces son sólo murmullos que no alcanza a distinguir qué dicen. Ve cosas que después desaparecen, desde animales hasta personas. Dice que no puede parar de pensar y al mismo tiempo no puede dejar de olvidarse de lo que pensó. Tiene recuerdos muy fragmentados: “me acuerdo de cosas sueltas, de hace muchos años o de la semana pasada, y después me olvido”. “Tampoco puedo expresarlo, no sé cómo decirlo con palabras” dice después. “Cualquier ruido me sobresalta, hasta el timbre de la casa” agrega. Este conjunto de intrusiones en los registros sensoriales y motrices la sume en una angustia y un temor tan profundos que llega a desesperarse. En esos momentos piensa en quitarse la vida cortándose las venas. Dice haberlo intentado.

Expondré a continuación lo que surgió en la tercera y última entrevista que mantuve con Ana hasta el momento. Los elementos recogidos en esta instancia de entrevistas iniciales permitirán formular una serie de interrogantes clínicos a partir de la cual delimitar el cruce entre constitución de lo anímico, psicopatología y cultura contemporánea. Es decir, abrirá a pensar cómo interactúa el contexto social con el síntoma individual y a formular hipótesis sobre el pronóstico del padecimiento subjetivo (Volnovich, 2002).
Llega nuevamente vestida de negro, con borceguíes, pero con un short de jean muy corto y remera mangas cortas que dejan ver muchas pulseras en sus muñecas. Su cabello le cubre el rostro. Se sienta de perfil y permanece en silencio. Se destaca una pulsera en particular que, advierto, lleva los colores de la bandera del orgullo gay. Se lo hago notar y dice que la compró en una marcha a la que fue invitada por una amiga. [1] Le pregunto si mantiene alguna vinculación con el colectivo LGBTIQ+, pero contesta que no, que fue una vez a la marcha del orgullo el año pasado y que allí se dio cuenta de algo: siempre se sintió varón. La amiga con quien participó siente lo mismo: “ella también se autopercibe varón desde siempre” dice, y agrega que durante esa marcha le envió a su madre un mensaje en el cual le pudo decir cómo se sentía, que su madre lo tomó bien y que no volvieron a hablar del tema. “Sobre eso no hay nada más que decir” afirma mientras se pellizca en diferentes lugares del dorso de las manos, evidenciando cierto nerviosismo. Como no dejaba de pellizcarse se lo señalo y responde que lo hace a menudo, que no sabe qué significa, pero le ayuda a concentrarse en lo que dice. Le digo que todo lo que me pudo referir sobre lo que le pasa desde sus siete años seguramente le impide concentrarse, y que pienso que también todo eso la desconcierta mucho. “Sí, me confunde. Todo lo que me pasa me confunde mucho. Pero sentirme hombre, no” enfatiza.

Lo que tal vez llame más la atención sea que recién ahora se produzca una consulta y que venga a cuenta del sentirse varón expresado esa única vez por Ana en el contexto de la marcha del orgullo, y que nadie de quienes conviven con ella haya registrado antes nada del profundo sufrimiento de esta niña. La madre la tuvo sola y se mudó muchas veces durante la primera infancia de su hija. Crió a Ana junto a su propia madre, quien se aferra a la niña luego de perder a su primogénito varón en un accidente cuando Ana tenía tres años. “Siempre ha sido muy callada, metida en su pieza. Salíamos juntas a comprarnos ropa, aunque ahora no quiere. Durmió desde chiquita con mi mamá, hasta el día de hoy” refiere la madre. Desde la escuela se comunicaron con ella algunas veces porque Ana no permanecía quieta y tenía reacciones de enojo desproporcionadas.
Podemos suponer que para que Ana presente todos los indicadores de desestructuración psíquica expuestos, ha tenido que haber quedado librada a sí misma muy tempranamente. Ahora bien, lo que me interesa pensar principalmente aquí no son cuestiones relativas al diagnóstico diferencial –aunque es posible que nos resulte ineludible– sino al estatuto que asume para la economía psíquica de Ana esta autopercepción genérica diferente del género que le fuera atribuido. Y no sólo esto. También creo pertinente interrogarnos sobre la naturaleza de esta autopercepción y sus coordenadas históricas y libidinales. Estas dos cuestiones –sobre las que formularé algunas hipótesis provisorias en virtud del carácter acotado del material surgido de tres entrevistas– ponen en el centro la problemática de la identificación en sus dos aspectos: aquel que va del semejante a la cría reconociéndola en el orden de lo humano, como idéntica ontológica, y aquel otro que parte del sujeto al objeto, es decir, la  identificación en tanto “proceso mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se transforma, total o parcialmente sobre el modelo de éste” (Laplanche y Pontalis, 1996), y que remite al “yo en tanto órgano libidinal atravesado por la presencia del semejante en la instalación de sus contenidos representacionales” (Bleichmar, 1995).

Sería posible ubicar al menos dos ejes en torno a los cuales hacer bascular algunas hipótesis, sin descuidar que la pertinencia o no de cada una de ellas marca derroteros diferentes respecto del abordaje.
a) Uno ligado a la identidad de género como constituida en la primera infancia, producto de la identificación primaria estructurante de una representación de sí que, no obstante en este caso se diferencie del género asignado al momento del nacimiento y sin que hayan tenido lugar fenómenos de travestismo, le otorga un punto de certeza que le permitiría responder a la pregunta ¿quién soy? de un modo estable: “Aquí la identificación opera metabólicamente configurando el tejido representacional que sostiene al sujeto” (Blestcher, 2017) y las formaciones psicopatológicas que presenta Ana no se explicarían por la organización de la identificación genérica.
Quizá sea interesante introducir aquí un elemento que aparece soslayado en el discurso de la madre pero que puede tener valor interpretativo: ¿Qué hay del aferramiento a Ana por parte de la abuela que perdió a su único hijo varón? La niña tenía tres años, desprovista de un sostén que le evitara quedar librada a sí misma, se encuentra con esta abuela que se la apropia en reemplazo de su hijo muerto y la niña se coloca en ese lugar. ¿Esta conjetura podría dar consistencia al “siempre me sentí varón”? Si descartamos la propuesta estructuralista de la homotecia entre el psiquismo del adulto y el del niño por fuerza sería preciso pensar en procesos metabólicos del lado del psiquismo de Ana, de descualificación y recualificación del imaginario de su abuela.
b) El otro eje exige que nos interroguemos justamente sobre el “siempre me sentí varón” que pronuncia Ana. ¿El “siempre me sentí varón” tiene el carácter de una enunciación o de un enunciado que toma de la amiga? Teniendo en cuenta la desorganización de la tópica del yo que presenta Ana, este enunciado que tomaría prestado (en virtud de cierta comunidad fantasmática y afectiva con esta amiga y con el colectivo LGBTIQ+) ¿vendría a coagular un elemento identitario de carácter nuclear que no habría cristalizado antes y que ahora podría estar otorgándole una existencia (¿simbólica?), un punto de amarre que asume un carácter defensivo (toda identidad cumple una función defensiva de contrainvestimiento[1]) ante estados de desintegración? Si fuera así, ¿esta cristalización, efecto de una cierta articulación de una serie de enunciados desligados, instituye algo del orden de una certeza respecto a su identidad que la organiza en un punto y opera –aunque insuficiente- como estabilizante? Ana enfatiza que el sentirse hombre es lo único que no la confunde dentro del cúmulo de fenómenos perceptivos a los que asiste desconcertada y aterrada. Si suponemos que esta certeza no fuera delirante ¿estaríamos ante un proceso de carácter identificatorio en el cual tiene lugar una transformación y una recomposición simbólicas?

Prosigamos esta ilación de pensamiento para incorporar la variable del acontecer histórico, puntualmente la marcha del orgullo a la que asiste Ana. El contexto de la marcha ¿la habilita para decir lo que “siempre sintió” o es el lugar donde se instituye algo que no estaba previamente (“Allí me di cuenta de algo” expresa Ana)? Si nos inclinamos por lo primero podría decirse que Ana vivía en el closet y la marcha le prestó apoyo para salir de él. Entendemos “closet” en la acepción señalada por Tajer (2017) cuando se refiere a los padecimientos propios del closet, a saber:
Como dispositivo de regulación de la vida social que actúa sobre las sexualidades y cuerpos disidentes. De este modo, las prácticas de sí, las conformaciones identitarias y los amores que están por fuera del paradigma heteronormativo no están autorizados a vivirse bajo la luz del día, y sólo se despliegan en los espacios intimistas de los baños, habitaciones y guetos. El closet, como dispositivo biopolítico participa así de los procesos de subjetivación generando angustias, depresiones y ansiedades específicas.
El colectivo, la marcha, vinieron entonces a mitigar desde la cultura parte del sufrimiento de Ana permitiéndole visibilizar una identidad de género constituida primariamente.
Ahora bien, si nos inclinamos por lo segundo ¿sería posible pensar el fenómeno al modo de una suerte de contrato narcisista (Aulagnier, 2004) en el cual el discurso de un conjunto la reconoce como una voz nueva y le ofrece una certeza sobre su identidad retroactivamente proyectable sobre su pasado que desaloja el juicio de atribución de género materno? De este modo, el colectivo LGBTIQ+ que le ofrece un lugar de cierta acogida y pertenencia, le prestaría apoyo a la emergencia de algo que viene por la vía de la identificación a la amiga en este momento de la vida que la coloca ante procesos de reconfiguración identitarios propios de la pubertad; entonces, algo de lo extra-familiar le operaría como simbolizante. 
Sin embargo, nos es lícito pensar también que este identificarse con la autopercepción de su amiga tiene el estatuto de un intento parcial de remedar de modo tardío una falla primaria en la constitución del narcisismo, como una forma fallida de restitución de un déficit precoz en la constitución subjetiva. Por lo tanto, cabría un deslinde metapsicológico entre identificación y lo que podría quedar más del lado de una identificación mimética (Blestcher, 2017), la cual estaría en proporción inversa a un proceso metabólico. En esta situación nos hallaríamos ante un fracaso en la organización de la representación del yo que estaría dando cuenta de un trastorno, de un fenómeno psicopatológico, y no de la identidad de género. Con lo cual, el estatuto que asumiría para la economía psíquica de Ana esta autopercepción genérica (mimética) diferente del género que le fuera atribuido, sería de naturaleza defensiva y cumpliría la función de contrainvestir angustias de despersonalización. Contrainvestimiento fallido cuya prueba, entre otras, es la hipermovilidad con la que intenta asegurar un sentimiento de existencia que no lo conseguiría por la vía simbólica.

Como dije anteriormente, cada una de estas hipótesis aspira a cercar el campo de pertenencia del fenómeno a los fines de definir una estrategia terapéutica, la clínica psicoanalítica no puede eludir esta tarea. “La idea de dominancia estructural” afirma Bleichmar (2007) “va marcando precisamente los momentos de la clínica (…) que es que un tratamiento no comienza y termina a partir de una estructura homogénea”. Lo más interesante –añade– de la exploración que realizamos en los inicios de un proceso (tal como intenté reflejar en la escritura de este trabajo) “remite fundamentalmente a poder vislumbrar, aunque sea sin un orden de certeza, si la dominancia es neurótica o es restitutiva en algunos casos o si la dominancia es de otro orden para saber los límites de la aplicación del método”.
Estimo que este modo de presentar la complejidad de la problemática clínica en la actualidad se corresponde con un posicionamiento ético y, al mismo tiempo, pone de manifiesto la exigencia de evitar confundir la necesidad de definir las dominancias psicopatológicas con “el ejercicio del diagnóstico como instrumento de patologización” (Blestcher, 2017).
 
 
Referencias. 
Aulagnier, P. (2004). La violencia de la interpretación. Buenos Aires, Argentina: Amorrortu Editores.
Bleichmar, S. (2007). La psicopatología – un reordenamiento necesario. Seminario inconcluso. Primera clase. Inédita.
                       Las condiciones de la identificación. Revista de la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados, Nro.21, Buenos Aires, 1995.
                      La identidad sexual: entre la sexualidad, el sexo, el género. Revista de la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados. Nº 25, Buenos Aires, 1999.
Blestcher, F. (2017). Infancias trans y destinos de la diferencia sexual: nuevos existenciarios, renovadas teorías. En Meler, I. (Comp.), Psicoanálisis y género. Buenos Aires, Argentina: Ed. Paidós.
Ferrari, N., Pietra, G. y Sauval, M. Reportaje a Juan Carlos Volnovich. Acheronta Revista de Psicoanálisis y Cultura. www.acheronta.org. Nº 15, Julio 2002.
Freud, S. y Weiss, E. (1979). Correspondencia. Problemas de la Práctica Psicoanalítica. Barcelona, España: Ed. Gedisa.
Laplanche, J. y Pontalis, J. B. (1996). Diccionario de psicoanálisis. Buenos Aires, Argentina: Ed. Paidós.
Tajer, D. (2008). Sexo, identidad de género y sexuación. Desafíos para la clínica en la actualidad. Topía Revista. Recuperado de https://www.topia.com.ar/articulos/sexo-identidad-g%C3%A9nero-y-sexuaci%C3%B3n-desaf%C3%ADos-cl%C3%ADnica-actualidad#_ftn1
                     (2017). Algunas consideraciones éticas y clínicas sobre las infancias trans. En Meler, I. (Comp.), Psicoanálisis y género. Buenos Aires, Argentina: Ed. Paidós.
 


[1] “La identidad sexual tiene un estatuto tópico, como toda identidad, que se posiciona del lado del yo. En tanto tal, ésta, sea cual fuera, es del orden de la defensa, en razón de que los enunciados que articulan la identidad yoica se caracterizan por la exclusión, no sólo de los elementos de diferenciación respecto al exterior, sino también al externo-interno del inconciente (…) El “soy mujer” o el “soy hombre”, núcleo de la identidad sexual, no sólo recoge los atributos del género sino que funciona como contrainvestimiento, en particular, de los deseos homosexuales sepultados a partir de la represión…” (Bleichmar, 1999).



Ilustración: Juan Cruz Catena
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