Aquél había sido un día largo. Tenía una contractura de la puta madre. Apenas podía mover el cuello. Y si respiraba hondo sentía electricidad en las cervicales, como si dentro de mis vértebras hubiera un cable pelado y en constante cortocircuito. Lo único que deseaba era darme un baño bien caliente y acostarme en la cama. Había tomado como tres pastillas antiinflamatorias con miorrelajante, las había conseguido porque mi vecino es médico y solía tener varias muestras de remedios. Estaba sedado por el pridinol, con sueño y medio atontado. El barbijo me molestaba en el mentón porque la tela de la que estaba hecho me generaba mucha picazón.
Esa tarde había encontrado un billete de mil pesos tirado junto a la puerta de mi edificio. Vivía en un edificio de pasillo que tenía dos torres. Para llegar a mi departamento tenía que subir cuatro pisos de escaleras y eso ya me daba fiaca. Primero estaba la puerta de calle ―donde encontré la plata―, tan enclenque que parecía caerse con el viento más débil. Ni bien entrabas al pasillo, a los costados había dos edificios altísimos de ladrillo visto. Si seguías caminando te ibas a encontrar algo así como un patio común, pero de patio no tenía nada: había un hierro para atar las bicicletas ―yo siempre dejé la mía ahí encadenada―, y algo así como dos canteros grandes a la altura del suelo, llenos de las piedritas que se usan para el hormigón armado. En uno de esos canteros un vecino acostumbraba dejar su moto. A mano izquierda se alzaba la primera torre y más adelante, también a mano izquierda, la segunda. Para ingresar a lo que sería el hall, había que abrir una puerta de vidrio. Ahí, junto a esa entrada, se recortaba en la pared la ventana del departamento de una vieja chismosa que todo el tiempo corría las cortinas para ver quién entraba y salía. La vieja vivía sola y asustada, pensaba que le iban a robar. “Los ladrones me van a matar, cuando me roben me van a matar.” Solía decir ―resguardada tras las rejas de su ventana― a cualquier vecino que no supiera evitarla.
La mayoría de las veces no frenaba a hablar con la vieja, siempre abría rápido la puerta y encaraba las escaleras. Pero aquél día había otra señora hablando con ella, la señora afuera y la vieja en su departamento. Me detuve junto a la puerta del hall, con las llaves en la mano y saludé. De inmediato la vieja, desde el otro lado de la ventana, me preguntó cómo me iba en la facultad. Contesté que bien ―mentí―. La otra señora estaba parada junto a mí, tenía un barbijo negro, era un poco más baja que yo, de ojos claros y sin saludarme me preguntó, “¿Vos tenés el teléfono del hijo de Campa?” “No, no lo tengo ―mentí otra vez―, ¿por qué asunto es?” La señora me miraba fijo a los ojos: “¿No te enteraste vos que no andan las luces?”. Le respondí que no tenía ni la menor idea. “¿De qué piso sos vos?”. “Del cuarto”, dije mientras movía las llaves en la mano derecha. En ese momento me arrepentí de frenar a saludar, y pensé en la plata que había encontrado, toqué el bolsillo donde había guardado el billete y sentí un poco de alegría. El cuello dolía muchísimo, estaba rígido como una estatua y me sentía medio dormido por el medicamento. “Ah, ahí cerca de donde está el médico”. “Sí”, dije. “Bueno, mirá, te cuento” giró y apuntó con el dedo índice hacia la puerta de entrada; “las luces del pasillo no andan, esto a la noche es una boca de lobo”. Permanecí en silencio. “¿No te enteraste vos que anoche entró un tipo que no es del edificio? Estaba acá en el patio, husmeando la moto y la bici”. “No sabía nada”, dije y miré mi bici: era la única que estaba ahí atada al hierro, me preocupé, si me la robaban me iba a quedar a pata por mucho tiempo. La vieja del departamento permaneció en silencio. “Esa es mi bici, si me la roban me mato”, dije. “Bueno, Campa se tiene que hacer cargo de esto, él dice que es el administrador del edificio”. Respiré hondo y me dio una puntada en la nuca que me bajó por toda la columna vertebral como un relámpago. Emití un quejido, de esos que salen de la garganta, agudo. “¿Vos le alquilas a Campa?”, indagó la señora. “Sí, yo le alquilo a él”. En ese momento la vieja habló tras las rejas y sin barbijo, informó que Campa ya no se hacía más cargo de la administración, que ahora el que se encargaba era el hijo. La señora me miró y empezó a decir, levantando el tono de voz: “pero nadie tiene el teléfono del hijo, escribile al irresponsable de Campa, haceme el favor, nene ―la señora gritaba―. Que se hace el machito cuando tiene que cobrar los alquileres. Que venga acá, que ponga huevo, como quien dice”. “Bueno”, dije. Me di vuelta para poner la llave en la cerradura de la puerta del hall, pero cuando la estaba por introducir en la ranura, sentí que una mano me agarraba el hombro izquierdo, lo cual me provocó mucho dolor en el cuello. “Pará un poquito nene ―gritó la señora― cómo te llamás vos”. “Nelson”, dije girando en ciento ochenta grados, de manera torpe con el cuello inflexible y la cara desfigurada bajo el barbijo, para quedar otra vez frente a la señora. En ese momento escuché que se abría una puerta y, unos segundos más tarde, el sonido de los pasos de alguien que bajaba por las escaleras. Después escuché otra puerta que se abría. Enseguida aparecieron dos vecinos. Uno era el gordo alto que por lo menos pesaba ciento treinta kilos y que siempre llevaba una de esas gorras yanquis y alguna musculosa gigante. Y atrás del gordo apareció otro tipo, flaco y con barba, de mi altura. Ambos sin barbijo. “¿Hay algún problema?”, dijo el gordo. “Este pibe que no lo quiere llamar a Campa para que arregle las luces, para mí que lo defiende”, gritó la señora. Permanecí en silencio, tenía la sensación de cargar una mochila de cincuenta kilos en la espalda, los hombros no me daban más del dolor. “A ver llamalo, ahora, agarrá el celular y llamalo”, me apuró la señora. “Sí, hablá ahora pibe”, se metió el gordo. Saqué el teléfono, sin saber muy bien lo que hacía, la verdad que no tenía ganas de hablar con Campa, ni con nadie. Abrí la agenda de contactos y llamé a cualquier persona, puse el volumen de llamada al mínimo de una manera delicada, para que no se dieran cuenta. Después de unos minutos corté y dije que no atendía. La señora me sacó el celular de las manos. “¿Qué hacés?”, le dije y empezamos a tironear del aparato, hasta que pude recuperarlo. “Este lo defiende al hijo de puta, al estafador de Campa”, dijo a grito pelado la señora. Iba a empezar a hablar cuando la señora me pegó una cachetada que me sacudió el barbijo. Casi como un acto reflejo, por toda respuesta le propiné también una cachetada a ella. Sin ver de dónde salió el golpe, sentí como un mazazo en la mandíbula, en el lado izquierdo. Tambaleé un poco y después caí al suelo. La nuca me dolió como nunca antes. Enseguida sentí una patada en la costilla izquierda y después cuando alcé la vista, pude ver al gordo agacharse para meterme una piña en la jeta, también vi a la señora que me pateaba el costado del torso y al tipo barbudo que me pateaba las piernas. Quería decirles que paren, que yo no tenía nada que ver con Campa, que por qué iba a defenderlo. Pero no me salía la voz y, en cambio, elegí adoptar una posición fetal. En ese momento recordé el billete que encontré, qué suerte había tenido, después pensé en que la plata podría haber sido de alguno de ellos. A esa altura de las circunstancias mi cuerpo era una bola de pura aflicción. Alguno de los tres ―creo que fue el gordo― me pateó en el núcleo mismo de la contractura, en la segunda vértebra cervical. Tuve la sensación de algo que se cortaba, como si fuera una telita dentro de mi columna vertebral que se separaba y a partir de ese momento no sentí más dolor.
Esa tarde había encontrado un billete de mil pesos tirado junto a la puerta de mi edificio. Vivía en un edificio de pasillo que tenía dos torres. Para llegar a mi departamento tenía que subir cuatro pisos de escaleras y eso ya me daba fiaca. Primero estaba la puerta de calle ―donde encontré la plata―, tan enclenque que parecía caerse con el viento más débil. Ni bien entrabas al pasillo, a los costados había dos edificios altísimos de ladrillo visto. Si seguías caminando te ibas a encontrar algo así como un patio común, pero de patio no tenía nada: había un hierro para atar las bicicletas ―yo siempre dejé la mía ahí encadenada―, y algo así como dos canteros grandes a la altura del suelo, llenos de las piedritas que se usan para el hormigón armado. En uno de esos canteros un vecino acostumbraba dejar su moto. A mano izquierda se alzaba la primera torre y más adelante, también a mano izquierda, la segunda. Para ingresar a lo que sería el hall, había que abrir una puerta de vidrio. Ahí, junto a esa entrada, se recortaba en la pared la ventana del departamento de una vieja chismosa que todo el tiempo corría las cortinas para ver quién entraba y salía. La vieja vivía sola y asustada, pensaba que le iban a robar. “Los ladrones me van a matar, cuando me roben me van a matar.” Solía decir ―resguardada tras las rejas de su ventana― a cualquier vecino que no supiera evitarla.
La mayoría de las veces no frenaba a hablar con la vieja, siempre abría rápido la puerta y encaraba las escaleras. Pero aquél día había otra señora hablando con ella, la señora afuera y la vieja en su departamento. Me detuve junto a la puerta del hall, con las llaves en la mano y saludé. De inmediato la vieja, desde el otro lado de la ventana, me preguntó cómo me iba en la facultad. Contesté que bien ―mentí―. La otra señora estaba parada junto a mí, tenía un barbijo negro, era un poco más baja que yo, de ojos claros y sin saludarme me preguntó, “¿Vos tenés el teléfono del hijo de Campa?” “No, no lo tengo ―mentí otra vez―, ¿por qué asunto es?” La señora me miraba fijo a los ojos: “¿No te enteraste vos que no andan las luces?”. Le respondí que no tenía ni la menor idea. “¿De qué piso sos vos?”. “Del cuarto”, dije mientras movía las llaves en la mano derecha. En ese momento me arrepentí de frenar a saludar, y pensé en la plata que había encontrado, toqué el bolsillo donde había guardado el billete y sentí un poco de alegría. El cuello dolía muchísimo, estaba rígido como una estatua y me sentía medio dormido por el medicamento. “Ah, ahí cerca de donde está el médico”. “Sí”, dije. “Bueno, mirá, te cuento” giró y apuntó con el dedo índice hacia la puerta de entrada; “las luces del pasillo no andan, esto a la noche es una boca de lobo”. Permanecí en silencio. “¿No te enteraste vos que anoche entró un tipo que no es del edificio? Estaba acá en el patio, husmeando la moto y la bici”. “No sabía nada”, dije y miré mi bici: era la única que estaba ahí atada al hierro, me preocupé, si me la robaban me iba a quedar a pata por mucho tiempo. La vieja del departamento permaneció en silencio. “Esa es mi bici, si me la roban me mato”, dije. “Bueno, Campa se tiene que hacer cargo de esto, él dice que es el administrador del edificio”. Respiré hondo y me dio una puntada en la nuca que me bajó por toda la columna vertebral como un relámpago. Emití un quejido, de esos que salen de la garganta, agudo. “¿Vos le alquilas a Campa?”, indagó la señora. “Sí, yo le alquilo a él”. En ese momento la vieja habló tras las rejas y sin barbijo, informó que Campa ya no se hacía más cargo de la administración, que ahora el que se encargaba era el hijo. La señora me miró y empezó a decir, levantando el tono de voz: “pero nadie tiene el teléfono del hijo, escribile al irresponsable de Campa, haceme el favor, nene ―la señora gritaba―. Que se hace el machito cuando tiene que cobrar los alquileres. Que venga acá, que ponga huevo, como quien dice”. “Bueno”, dije. Me di vuelta para poner la llave en la cerradura de la puerta del hall, pero cuando la estaba por introducir en la ranura, sentí que una mano me agarraba el hombro izquierdo, lo cual me provocó mucho dolor en el cuello. “Pará un poquito nene ―gritó la señora― cómo te llamás vos”. “Nelson”, dije girando en ciento ochenta grados, de manera torpe con el cuello inflexible y la cara desfigurada bajo el barbijo, para quedar otra vez frente a la señora. En ese momento escuché que se abría una puerta y, unos segundos más tarde, el sonido de los pasos de alguien que bajaba por las escaleras. Después escuché otra puerta que se abría. Enseguida aparecieron dos vecinos. Uno era el gordo alto que por lo menos pesaba ciento treinta kilos y que siempre llevaba una de esas gorras yanquis y alguna musculosa gigante. Y atrás del gordo apareció otro tipo, flaco y con barba, de mi altura. Ambos sin barbijo. “¿Hay algún problema?”, dijo el gordo. “Este pibe que no lo quiere llamar a Campa para que arregle las luces, para mí que lo defiende”, gritó la señora. Permanecí en silencio, tenía la sensación de cargar una mochila de cincuenta kilos en la espalda, los hombros no me daban más del dolor. “A ver llamalo, ahora, agarrá el celular y llamalo”, me apuró la señora. “Sí, hablá ahora pibe”, se metió el gordo. Saqué el teléfono, sin saber muy bien lo que hacía, la verdad que no tenía ganas de hablar con Campa, ni con nadie. Abrí la agenda de contactos y llamé a cualquier persona, puse el volumen de llamada al mínimo de una manera delicada, para que no se dieran cuenta. Después de unos minutos corté y dije que no atendía. La señora me sacó el celular de las manos. “¿Qué hacés?”, le dije y empezamos a tironear del aparato, hasta que pude recuperarlo. “Este lo defiende al hijo de puta, al estafador de Campa”, dijo a grito pelado la señora. Iba a empezar a hablar cuando la señora me pegó una cachetada que me sacudió el barbijo. Casi como un acto reflejo, por toda respuesta le propiné también una cachetada a ella. Sin ver de dónde salió el golpe, sentí como un mazazo en la mandíbula, en el lado izquierdo. Tambaleé un poco y después caí al suelo. La nuca me dolió como nunca antes. Enseguida sentí una patada en la costilla izquierda y después cuando alcé la vista, pude ver al gordo agacharse para meterme una piña en la jeta, también vi a la señora que me pateaba el costado del torso y al tipo barbudo que me pateaba las piernas. Quería decirles que paren, que yo no tenía nada que ver con Campa, que por qué iba a defenderlo. Pero no me salía la voz y, en cambio, elegí adoptar una posición fetal. En ese momento recordé el billete que encontré, qué suerte había tenido, después pensé en que la plata podría haber sido de alguno de ellos. A esa altura de las circunstancias mi cuerpo era una bola de pura aflicción. Alguno de los tres ―creo que fue el gordo― me pateó en el núcleo mismo de la contractura, en la segunda vértebra cervical. Tuve la sensación de algo que se cortaba, como si fuera una telita dentro de mi columna vertebral que se separaba y a partir de ese momento no sentí más dolor.