La infancia de noche
En la hora en que el sol es un amante,
chillan los bichos del patio.
Mamá es una tristeza limpia.
¿Qué pasa, mamá
con ese árbol, el alto y gris,
el diferente,
el de las manos como púas?
¿Dónde están sus hojas?
Y ella en cuclillas, arranca la maleza y responde:
-Está seco.
Se avecina la navidad como los rumores
de las calles de tierra.
Mamá plantó al lado del gigante agostado
otro pino, jovencísimo.
Lo regó y lo adornó como alguien
que vive en una sala de espera.
Cuando la oscuridad es una aparición
pienso en las hojas del niño,
pienso en la sensación que viaja
por la sangre de sus hebras nocturnas.
Pienso en el pequeño tronco solo,
en su pulso inquieto cuando descubre
Que vive y vivirá para siempre
a la par de un muerto.
Entonces, yo tampoco duermo.
En la hora en que el sol es un amante,
chillan los bichos del patio.
Mamá es una tristeza limpia.
¿Qué pasa, mamá
con ese árbol, el alto y gris,
el diferente,
el de las manos como púas?
¿Dónde están sus hojas?
Y ella en cuclillas, arranca la maleza y responde:
-Está seco.
Se avecina la navidad como los rumores
de las calles de tierra.
Mamá plantó al lado del gigante agostado
otro pino, jovencísimo.
Lo regó y lo adornó como alguien
que vive en una sala de espera.
Cuando la oscuridad es una aparición
pienso en las hojas del niño,
pienso en la sensación que viaja
por la sangre de sus hebras nocturnas.
Pienso en el pequeño tronco solo,
en su pulso inquieto cuando descubre
Que vive y vivirá para siempre
a la par de un muerto.
Entonces, yo tampoco duermo.
El perro
No puedo acordarme de las muñecas
de cabello perfumado
ni del árbol del patio y sus hojas
de limón o naranja.
Sí de las cortinas viejas que me rozaban
la cara húmeda,
cuando esconderse parecía una forma de habitar la casa,
ocultarse detrás de la transparencia
que retiene la luz
hasta ser vista.
Era siempre un perro colorado el que me encontraba,
el que lanzaba su destreza al servicio del salvataje.
Se llamaba Sombra
porque me seguía a todos lados.
Yo lo llevaba al garaje
y en la hora más gris de la siesta
ponía su ojo marrón contra el mío.
Pactábamos que no habría parpadeo
hasta que yo lo supiera.
Buscaba con urgencia la imagen que él
observaba.
Quería ver mi ojo marrón en su ojo,
comprobar
que las bestias no se domestican,
que las cavidades resguardaban
algo libre
de la vigilia que pedían la casa y su adentro.
Creía en el brillo de las pupilas
como se cree
en la ternura de la animalidad.
Lo que yo veía era una mancha
oscurísima, una galaxia sin destellos
una llanura negra por donde correteaba
el atisbo plateado que se daba a la fuga.
En el nudo traslúcido que unía su iris con el mío
me agarraba a la intimidad de su ojo
y como quien corre una cortina
yo descubría
la ceguera de todas las bestias.
No puedo acordarme de las muñecas
de cabello perfumado
ni del árbol del patio y sus hojas
de limón o naranja.
Sí de las cortinas viejas que me rozaban
la cara húmeda,
cuando esconderse parecía una forma de habitar la casa,
ocultarse detrás de la transparencia
que retiene la luz
hasta ser vista.
Era siempre un perro colorado el que me encontraba,
el que lanzaba su destreza al servicio del salvataje.
Se llamaba Sombra
porque me seguía a todos lados.
Yo lo llevaba al garaje
y en la hora más gris de la siesta
ponía su ojo marrón contra el mío.
Pactábamos que no habría parpadeo
hasta que yo lo supiera.
Buscaba con urgencia la imagen que él
observaba.
Quería ver mi ojo marrón en su ojo,
comprobar
que las bestias no se domestican,
que las cavidades resguardaban
algo libre
de la vigilia que pedían la casa y su adentro.
Creía en el brillo de las pupilas
como se cree
en la ternura de la animalidad.
Lo que yo veía era una mancha
oscurísima, una galaxia sin destellos
una llanura negra por donde correteaba
el atisbo plateado que se daba a la fuga.
En el nudo traslúcido que unía su iris con el mío
me agarraba a la intimidad de su ojo
y como quien corre una cortina
yo descubría
la ceguera de todas las bestias.