“Soy tenor y desde el 2000 me están estafando. Han hecho discos con mi voz y lo han distribuido por todo el mundo, me han hecho famoso. Lo que sucede es que me hizo un contrato trucho una banda de mafiosos de la que participa Canal 3. Había un tal Carlos Bermejo metido”.
Frente al bar Rockandfeller, bajo la sombra de los árboles de calle Jujuy, Alberto Iturralde, que rondaba los ochenta, contaba su situación. De esto hace más de diez años. Yo andaba haciendo una crónica sobre Pichincha y su cara me convocó. La veía y sentía que en ella latía el pasado. Me acerqué pensando encontrar a un tanguero, a un sobreviviente de la vieja escuela esquinera, pero sus palabras borraron mi intuición y me descolocaron:
“A Jack Nicholson le gustó mi voz e hizo una película que no he podido ver. El gran tenor del siglo. Sé que la pasaron por Cablehogar en el canal 44, pero soy tan pobre que no la he podido ver”.
Iturralde agradeció que lo escuchara. “Madonna sabe que tengo una hernia inguinal y me mandó tres millones para la operación. Pero no pude cobrarla por esta mafia que me tiene retenido. A ver si con tu nota se hace justicia”.
***
“Todos los días escribo lo que aprendí. Todos tienen algo para enseñarte; siempre aparece algo nuevo. Cuando me voy a dormir anoto las cosas que observo en un cuaderno. La noche que no escribo nada siento que no existo, que soy un fantasma”.
Veterano de Malvinas, aventurero en Brasil y por aquel tiempo croto en Rosario, Juan Carlos se me apareció en Nansen y Rondeau un sábado de frío y lluvia. Refugiado bajo el alero de una casa antigua, escuché su historia y recordé a Nathaniel Hawthorne, el pionero de la literatura norteamericana, que en sus diarios escribía cosas como: hoy fui a comprar el pan y la panadera tenía un sombrero distinto. Según Borges, Hawthorne vivía encerrado en su habitación, escribiendo. El mundo era lo que la ventana le dejaba ver, y por eso llenaba sus cuadernos con detalles —aparentemente— intrascendentes de la cotidianidad. Para cerciorarse de que su existencia era real, para verificar, día a día, que no era un fantasma.
Perder el tiempo, no tener qué hacer, fue siempre un atajo para descubrir el mundo. Caminar y perderse en la contemplación del paisaje. Cazar al vuelo las charlas y los gestos del prójimo. Sentarse a mirar y escuchar. Esperar que algún personaje te hable. Presentarme como periodista y primerear. Entrometerse en el mundo. Buscar con el otro el silencio; el trastabillar de silencio. Quedarse con lo que una persona cualquiera pudo decir, quizás, incluso a pesar de sí misma —a favor de sí misma—. Proponerle a un tipo cualquiera un rapto de silencio. Para mirarse por dentro y hablar.
***
En la esquina de Sarmiento y Mendoza existió un bar al que iban vendedores ambulantes, habitantes de las pensiones y los geriátricos de alrededor, viejos barrabravas, tranzas de poca monta, putas de la calle, borrachines y locos. Lo frecuentaba desde adolescente y recién al finalizar el secundario, garabateando mis primeros apuntes, le pregunté al encargado del bar por la mina al que consideraba la más loca de todas: una vieja de cara ausente que se sentaba en una mesa junto a la ventana y se pasaba horas, a veces la tarde entera, sin hablar con nadie.
“Le decimos la mujer de la lágrima porque cada vez que llega se pide una lágrima y después chau…se mete para dentro”.
Su apodo era un conjuro. Un manto de palabras que envolvía a un fantasma para nombrarlo y devolverlo al mundo de los vivos. Investigando el asunto, comprobé que las preguntas son un agujero en la triste pared con que el mundo se recubre a sí mismo.
“Mi viejo guardaba el revolver arriba del armario. Lo tenía descargada. Una noche estábamos comiendo y yo lo agarré, en joda, y me gatillé. Resulta que no estaba descargado. La bala me atravesó la cabeza. Quedé con alguna secuela, pero creo que estoy bien. ¿Vos me ves bien o decís que tengo problemas?”
Ya no recuerdo como esa piba de veinte años que tomaba cerveza en un bar de la zona oeste llegó a mí. Yo esperaba el colectivo a metros de su mesa y de golpe me vi envuelto en una conversación incómoda, de la que me costó salir. Hablamos casi una hora, pero no recuerdo mucho más.
Las palabras verdaderas, las que nos hacen temblar de identificación, las que nos levantan quebrándonos, más allá de la muerte y el ruido infernal en el que vibran las cosas, siguen en nosotros, entre nosotros, avivando la llama del estar ahí.
***
“A la plaza Sarmiento la veo triste, no tiene la vida que tenía antes: fíjate si ves un cantero de flores…Aunque no sé si será que la plaza está triste o es que la tristeza está en nosotros. Quizás estamos así por las circunstancias de la existencia, tener que luchar toda la vida para sostenerse, no para progresar”, se preguntaba el uruguayo Valentín, allá por el 2014, en su puesto callejero de Corrientes y San Luis.
Exiliado político, derrotado por los milicos de su país, viajó por mil lugares y terminó en el barrio Qom de Rouillón y Segui. Decía de sus tardes como vendedor: “Hablo con mucha gente. Por ahí viene uno, pregunta un precio, le contestás y empieza: che, no sabés el problema que tengo…. Hay muchos que tienen una enorme necesidad de hablar, muchos”.
Detrás de la pared que recubre al mundo vibra el mundo. Perder el tiempo, andar por ahí, parar, mirar y seguir. ¿Hacia dónde? ¿Y por qué?
***
“Si querés conocer a la gente tenés que venir de noche. De día están frescos, en cambio de noche están ardiendo y dicen cosas muy importantes”, me avivó el Pollo en Barlovento, un bar que había en la esquina de Sorrento y Rondeau.
El tipo bebía todos los días desde temprano; le gustaba charlar y contar lo que veía. Tenía cuarenta años y atravesaba la existencia con lo puesto. Sus ojos eran los de un niño golpeado, obligado a mirar la vida como si fuera un adulto. En la semana paraba como sereno en una casa en medio del campo; los sábados y domingos visitaba la ciudad.
Lo iluminaba el brillo de las palabras pérdidas que a cada trago recuperaba: “Si me despierto con culpa después de una borrachera es que no tomé lo suficiente”.
La charla, que recuerdo con nitidez, fue en el inverno del 2013, en una noche que el paso del tiempo la vuelve lejana. La maldita pandemia hizo que nunca más lo vuelva a ver. Reescribo sus sentencias y trato de nutrirme de ellas, de vaciarme de ellas, que siguen ahí, implacables.
La post-verdad, los linchamientos mediáticos y los linchamientos virtuales nos llevaron al todos contra todos. La propagación de imágenes que subimos a nuestras redes sociales, y en donde nos mostramos comiendo, tomando un trago o posando de frente, no nos han acercado. Vivimos en el oscurantismo.
Perder el tiempo, olvidarse de “lo de uno” para ver si existe “lo nuestro”; dar con las palabras y los silencios que nos hermanen en esta extraña aventura que es vivir en esta tierra extraña, fue la misión periodística de todos estos años. Buscar otra forma de vivir.
***
“Siempre que puedo salgo a caminar por el río, por las zona de los clubes de pesca. En uno se ve un viejo muelle de madera comido por el tiempo, tapado con enredaderas. Yo paso y me quedo mirando. Eso es belleza. Algo que ayer era una cosa y hoy es otra, y te da un respiro de la rutina de todos los días. No es fácil darte cuenta de que existe hasta que te emociona”, contó Mabel, una docente, en una encuesta que hicimos con los redactores de la revista Apología, preguntando a quien nos cruzábamos en la calle qué es la belleza.
Nos deslizamos en la soledad tumultuosa del día, entre la rutina y la muchedumbre, atrapados por el tiempo, cumplamos nuestras obligaciones o desertemos de ellas, atrapados. Nos sumergimos en la noche y pronunciamos sus atajos, las caras que nos hermanan, las voces que intentamos que nos entiendan. Cada tanto sucede. El filamento de una luz antigua que ilumina a dos tipos cualquiera, que hablan y tiemblan en un escalofrío de identificación.
***
La conocí en un bar enfrentado a la terminal de colectivos. Cuidaba coches y andaba sola por la vida. Bajita, de movimientos lentos y decididos, no tardó en sacarme charla, una noche de verano cuya humedad dejaba paralizadas inclusos a las moscas. Podía tener cincuenta años o treinta y seis:
“Hace años que llegué a esta zona. A la noche estoy por los bares de calle Santa Fe, me quedo hasta que amanece. Ahí vuelvo a la pensión y duermo un rato. Conocí mil personajes, gente con la vida rota, gente que perdió todo, pero todo, como yo, y ahora se la rebusca como puede. Aprendí muchísimo de todos ellos. Vi la vida de otra manera”.
La cadencia de su hablar era extraña. Tambaleando entre el silencio y la distorsión, las palabras que pronunciaba parecían querer escaparse de sí mismas: “Antes no había salido de mi pieza, de todo esto no tenía idea. Pero ojalá nunca hubiera salido, ojalá pudiera estar en mi casa en Funes. ¿Si total de qué me sirve lo que aprendí? ¿De qué me sirve si sigo en la calle?”
Añorar los días reales, la vida y la aventura. Una charla encendida, una voz que nos convoque. ¿Hacia dónde? ¿Y en busca de qué?
***
“Este es el mejor barrio del mundo. ¿Por qué lo digo? Porque toda la vida viví acá y la pasé sensacional”.
Sobre una pequeña silla de madera, ubicada al costado de la entrada de la verdulería de San Lorenzo y Castellanos, el viejo Luis me regaló su sonrisa. Arriba suyo había un loro en una jaula, que repetía con fiereza cada una de sus palabras.
Antes de que me vaya me dijo: “¿Vos sabés que significa pasarla sensacional?
Andamos solos por este mundo. Solos de toda compañía, envueltos en el tumulto triste de la ciudad, lejos del silencio.
Con poco para decir, de tanto no decir nada, hasta que alguna vez hablamos.
Arrojados a esta tierra, escapándonos de la extrañeza de nuestra existencia, logramos, incluso a veces a pesar nuestro, decir algo verdadero, escuchar algo verdadero.
Escuchar es narrar. Por eso las recorridas callejeras y el tumulto de la palabra. Por esos las charlas y las palabras, la tinta y el papel.
Preguntándonos por la vida que perdimos viviendo, al decir de Eliot, preguntándonos por el porvenir, por el silencio y la palabra, buscamos una escucha que nos permita decir algo de la vida; algo que nos haga sentir vivos.
Para conocer más sobre el autor, www.apologia.com.ar