::La lluvia, la risa, la lágrima::
Relatos Postales
Juan Cruz Catena
Se trata de la lluvia. Nada más familiar que la lluvia. Nada de ella debería estremecernos, tampoco debería hacerlo un perro, pero. Pero, primero Carlos Sorín, y, ahora Ana Katz, pudieron hacer una película con él; también César Aira pudo dedicarle al ladrido una de sus noveletas. El perro, la lluvia, esas cosas insignificantes de la vida que, no obstante, preceden a la nuestra.
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Lo insignificante es un fósil divino injerto en el paso ordinario de los días, deidad laica que degrada las proezas de los grandes hombres y enaltece las pequeñas vicisitudes: perros lobos o gotas de lluvia. Injertos prehistóricos, se imponen en la historia de alguien como detalle obstinado, irreprimible: bypass semántico.
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No se puede evitar entrar en los detalles para contar una historia, reconstruirlos huesito por huesito, gota por gota. Y cuando digo que no se puede evitar digo que es impostergable, acuciante. Pensándolo en voz alta, es el mismo ejercicio que hago para ilustrar, se me vuelve inevitable -por ejemplo, al hacer un retrato de mi perro de los 90, “El Jonathan”- entrar en el detalle de la verruga sobre la arruga del párpado superior del ojo derecho por el cual parecía bueno. Uno, dos, cuatro, doce, veinticinco, sesenta y tres trazos. ¡Es una pérdida de tiempo, Juan! Lo sé, los detalles te hacen ir a pérdida, detalles inútiles, nunca te garantizan un salario mínimo, vital y móvil, más bien te plantean la pregunta por el onanismo en el arte, por la degradación en la renta y por la inutilidad en la vida.
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Bueno, pero vuelvo al relato. Si vos pensás, como yo lo vengo haciendo acá, que una historia es siempre el goteo de una vida, o pensás que las grandes consecuencias proceden de pequeñas causas, esto te enfrenta al hecho de que el más minúsculo de los episodios puede estar conformado por episodios aún más pequeños e insignificantes. ¡Pudor social del relato! ¡Episodios bonsái que pueden sorprender al bosque y que a nadie le importan! ¿Por qué publicarlos, entonces? ¿A quién le importa cómo regaba las plantas con agua de lluvia tu abuela Carolina en el verano de tus siete años de tu Alcorta de 1984? ¿O quién podría estremecerse al ver unas fotos mal sacadas por una niña en un viaje a Perez con una Kodak Star 275 de 35mm? ¿Habría que rastrear las décadas que contienen, plegadas en origami, cada uno de estos episodios menores?
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“La pasión precede al conocimiento. Las lágrimas preceden a la ontología: los llantos lloran lo ignorado”, escribe otro Nicolás (de Cusa).
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En el minuto 4:30, en primer plano, se ven unas copas de cristal en un mueble con puertas de vidrio entalladas. A los 10seg empieza a sonar una cajita de música que dice “Carrusel”. Andrés le escribe -sobre esa imagen sonora que luego devendrá en imagen de una flor-, “en el jardín también hay una camelia/ lleva 30 años en la casa/ dan ganas de llorar”. Y ahí, como si fuera un paciente suyo bajo efecto de la hipnosis, lloro, lloro mucho, a cántaros, lloro de una emoción que me avergüenza porque desconozco si debería estar llorando o no, porque no sé por qué lloro. Lo insignificante de una secuencia de imágenes toca lo más sensible de mis cuerdas nerviosas, las tañe, como una imagen de un mate de loza oxidado que en un sueño me hizo despertar sollozando y por la cual lloré durante las 24hs siguientes. ¿Qué es eso, Andrés? ¿Qué son esas imágenes minúsculas que saben más de nuestras lágrimas que nosotros mismos? ¿Cómo vamos a atesorarlas de la predación de los días?
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Detalle de lluvia, representación episódica de lluvia, relato generacional de la lluvia: zoom filiatorio. Madre e hija según Andrés (que es el padre de la hija e hijo de la madre). Tres generaciones en un corto. Tres generaciones pluviales. La casa, la fuente, el retrato, la camelia, el damasco, el cerezo, los lirios y las gallinas, la cajita musical, el bondi y la lluvia que cae, todavía. ¿En cuantos pequeños detalles se narra lo que importa de un legado? ¿Cuánto tiempo nos lleva poder darle lugar?
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Aira, en el que más me gusta de sus relatos, dice: “Una revolución puede contarse en tres líneas, un adulterio puede despacharse en un párrafo, pero contar cómo se hizo para pinchar con el tenedor una arveja exige tres páginas de la prosa más precisa y los recursos más avanzados del arte narrativo”. Parece su chiste -a esta altura, ¡su gran chiste!-, pero en estas palabras anida la risa del relato, del relato de la lluvia o de la verruga, risa sin la cual, como decía arriba, el pudor ganaría la partida, cajoneándolo, volviéndolo impublicable: destino y vicisitudes del ensayo.
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Hay una pregunta con la que Deleuze inaugura el capítulo intitulado Del Humor, de La Lógica del Sentido, que es la siguiente: “¿pueden los cuerpos fundar el lenguaje?”. Pregunta ontológica en un apartado sobre el humor, ¿cuál es el chiste? Fundar el lenguaje, reconstruir su origen, adjudicárselo a unos cuerpos. Que unos cuerpos puedan reconstruir la lengua parece un chiste para burlar vanidades o para mofarse de grandes relatos, parece un chiste de perro helénico, al estilo del gallo desplumado o del arenque con correa, parece, fundamentalmente, una puja por la redistribución de los sentidos.
Platón, gran hombre, se reía de los que se contentaban con poner ejemplos, mostrar, designar, documentar, relacionar, corporizar, en lugar de tender a las esencias, en él no se trataba de quién es justo o bello sino de cuál es la sustancia de lo justo o bello. Deleuze, Aira, Katz y Sorin parecen de la misma parroquia, se ríen de las elucubraciones profundas apelando a las cosas raseras de la tierra. Esa es la puja semiótica, tan vital como la del ingreso en política, de la que participa el ensayo audiovisual de Andrés Nicolás.
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“En la casa ya no hay gallinero/ ni floreros con margaritas/ ni clarinetes sonando a las cuatro de la tarde/ y el gomero ya no da sombra, me decís”. Ya no/ Pero. Ya no, pero, ¡qué dialéctica! La dialéctica del coloquio cotidiano. Lo que ya no, pero aún así. Relato de una casa. Retrato de una familia. Relato generacional sobre los episodios más minúsculos de una vida retratada en un ensayo que casi no publicamos, perdiendo en la puja, por vergüenza emocional o por pudor social. Menos mal, como sugiere Hebe Uhart, que siempre pervive un pero -o un perro, o una camelia, o una foto de 1927- que reinaugura el relato. Reconstruir la lluvia, las lágrimas, las risas, pero para enviarlas desde este estar aquí a ese estar allí: relatos postales.