MIENTRAS AVANZABA AZAROSAMENTE VI FUGACES DESTELLOS DE BELLEZA / Federico Fontana

Algunas ideas en torno de Los Llanos, de Federico Falco.

No es que al escribir expresemos algo. Construimos otra realidad, con palabras.

Cesare Pavese.

La literatura no es un espejo del mundo, es algo más, agregado al mundo.

Jorge Luis Borges.

Cuenta la leyenda que Cortázar soñaba sus cuentos y que al despertar sólo debía transcribirlos al papel. El sueño recordado no se mostraba confuso o incoherente, sino que contenía en sí la estructura de una narración. Y resulta que de aquellos sueños emergían maravillas. Samuel Coleridge, allá por 1797, decía lo siguiente al respecto:

“¿Y si durmieras? ¿Y si en tu sueño, soñaras? ¿Y si al soñar fueras al cielo y allí recogieras una extraña y hermosa flor? ¿Y si cuando despertaras tuvieras la flor en tu mano? Ah, ¿entonces qué?”

Para los románticos, los sueños eran poesía involuntaria y lo que buscaban era alejarse del mundo ­­de la acción y encontrar el fondo del alma, ese lugar donde es posible recuperar el don de la clarividencia o como exhortaba León-O a su espada del augurio en la serie animada Thundercats: “déjame ver más allá de lo evidente”. Lo que hay en el fondo de nosotros sube a la superficie en la duodécima hora del sueño, momento en que vemos vagar topos salvajes y lobos huargos que la razón diurna había encadenado. Los románticos bebían en las aguas oníricas y a su regreso el mundo les parecía insípido y superficial. Adoptaban una suerte de pasividad al escuchar el lenguaje de las profundidades.

Son, a mi modo de ver, escritores que producen la sensación de genio, de que existe algo extraordinario en ellos –difícil de alcanzar– y que mantienen una relación particular con la cosa que implica una diferencia radical con el resto. Algo habla en ellos, y entonces traducen para este lado ese sonido, esa rumiación. Más allá de que sea cierto, creo que la cuestión no es esa –la del genio– sino más bien dónde encuentra la puntuación cada escritor para escribir, cual es la materia con la que compone, cómo la ética se relaciona con nuestra forma de respirar y qué lugar ocupa la literatura en nuestras vidas.

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La cuentista norteamericana Flannery O’ Connor, en un ensayo titulado Escribiendo historias cortas, decía que ella no sabía lo que les sucedería a sus personajes antes de escribir.

“Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable”.

O’Connor creía que conocer a los personajes era un exceso de vanidad, en cierta manera una forma de la cobardía –digamos moral– de quien escribe. Escribir de esa forma supone que la historia, los personajes, los ambientes, las acciones, los desenlaces, los silencios, ya están contenidos en el espíritu del escritor y que al escribir lo que hace es liberar ese contenido por medio de la escritura. Sólo hay que desandar el camino. Algunos lo conocen, obvio –Morfeo se lo dijo a Neo en la primera Matrix– pero también le dijo que no era lo mismo conocer el camino que transitar por él. Ese tránsito es lo que permite agregarle algo al mundo, algo que no estaba antes, ni siquiera en la imaginación de quien escribe.

Hay otra versión de la escritura que, no sé si se contrapone con la anterior pero sí representa una alteridad, un modo diferente de relacionarse con el objeto sobre el cual se escribe. En la conferencia La poesía, incluida en Siete Noches, Borges dice que cuando él escribe tiene la sensación de que ese algo lo preexiste. Uno tiene la impresión de que las cosas lo perseguían a Borges; las cosas por narrar. Muestra allí su procedimiento:

“Partiendo de un concepto general, sé más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias. Al hacerlo no tengo la sensación de estar inventando nada ni de que esas cosas dependan de mi arbitrio. Las cosas están escondidas y mi deber como poeta es encontrarlas”.

La búsqueda se dirige hacia lo oculto y no hacia lo inexistente –sutil diferencia, vasto contraste–. Las cosas están o las cosas se construyen. Se inventan o se recuerdan. Se viven o se imaginan. ¿Acaso existen tales dicotomías? ¿No serán variaciones del encuentro con la experiencia?

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“Los diarios sólo obedecen a la progresión de los días. No hay otra cosa que defina un diario, no es el material autobiográfico, no es la confesión íntima, ni siquiera es el registro de la vida de una persona. Al diario lo define el hecho de que lo escrito se ordene por los días de la semana y los meses del año. Eso es todo”. Ricardo Piglia, Diarios, Los años felices

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Todo esto se me va ocurriendo a la hora de querer escribir sobre la novela de Federico Falco, Los llanos, editada por Anagrama en 2020 y que fue finalista del 38º Premio de novela Herralde. Para mí ese premio es una vara tan alta que he llegado a buscar qué novelas lo ganaron para anotarlas en mis lecturas pendientes. Esa vara la marcó Los Detectives Salvajes, de Bolaño, que ganó ese premio en 1998 pero también Nuestra parte de noche, de M. Enriquez, que lo hizo en 2020. Bien, la novela de Falco quedó finalista de ese premio. Voy a lanzar mi primera flecha, en forma de pregunta: ¿la de Falco es una novela o es un diario? Si razonamos de acuerdo a la tesis de Piglia nos encontramos con un problema, porque es un diario que no está fechado. Si bien el índice se estructura de acuerdo a los meses que el personaje va a pasar en el campo, en el texto no hay ninguna fecha. ¿Qué elecciones tomó Falco en torno de esto? ¿Fue deliberado, fue un recurso editorial?  ¿Se escribió como diario y luego se editó como novela? ¿Puede un diario ganar un premio de novela?

En todo caso cabe resaltar la confianza y la perseverancia de Falco en su escritura, como si de alguna manera creyera en la virtud de su proyecto, según la expresión de A. Giordano en sus clases públicas sobre el diario y la figura del diarista.

Digamos que se escribió como diario, uno que lo llevó –lo ayudó– a transitar el duelo por una separación amorosa. Un diario escrito sobre una mesita de madera de cara a una ventana de frente al desierto de la pampa.

El autor debe desaparecer; su presencia, supeditarse a una búsqueda errante del lector, que la línea argumental y la dirección de lectura nunca se toquen. Que intenten, al menos, rozar la correspondencia entre un lado y otro. Creo que el autor debe perder su rostro y la lectura no dejar de intentar reconstruirlo, animada por la idea del entendimiento, de que finalmente se puede conocer algo.

Una lectura que no se corresponda con lo escrito es una mala lectura y ésas son las que importan, aquellas que no pueden decodificar lo que quiso decirse, donde los ánimos están siempre desencontrados, donde la pregunta por el sentido no cierra.

En Los Llanos, lo escrito toma la forma que dicta el paso de los días, la espesura afectiva, el detenimiento en cosas mínimas, la capacidad de la percepción de enrarecerse de acuerdo al momento anímico que atravesamos.  Escuchen esta parte:

“El viento lame el camino grande, acumula el polvo contra las cunetas. Es media mañana, vuelvo caminando del pueblo, un par de bifes y un paquete de azúcar en la mochila. Lo más difícil es siempre cómo nombrar esas ráfagas espiraladas, esos humitos de tierra que el viento desprende del guadal mientras lo pule y lo acomoda. ¿Torbellinos? ¿Pequeños tornados? ¿Tornaditos? Después, cuando el viento se calma, en la cuneta, a la orilla de las huellas, quedan unas minidunas estriadas imposibles de describir”.

Falco estuvo allí, él vio lo que luego convirtió en narración. Él hizo esa experiencia, fue sacudido, atormentado. Y si digo que no interesa lo que tenga para contar Falco sobre su novela es precisamente porque trabaja en contra de la función como lector. Cuando se escucha a un escritor hablar de su obra o sobre el sentido de un cuento, lo que sucede es que se rompe el pacto establecido, el pacto por el cual la literatura se sostiene y en buena medida existe. Quienes escribimos debemos seguir el ejemplo de J.D Salinger; escribir y después callar. Una cosa es trabajar en un taller literario un cuento, otra cosa es leerlo, dejar de pensar en su relojería interna, en la estructura narrativa e ingresar en la propuesta, irse a vivir allí. Estas notas sobre Los llanos son a partir de identificarlo como una forma velada de diario, que no registra fechas ni horarios, pero que en su estructura ósea se vislumbra un registro pormenorizado de los hechos y una captación narrativa de algo visto y oído, sensiblemente registrado por una escritura afectada de ánimo, ensombrecida por la pérdida.

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