Cuando mi bisabuela tenía cuatro años, hacia comienzos de 1900, su madre le enseñó cómo criar, cuidar y matar un pavo. También aprendió cómo obtener huevos de las gallinas y perfeccionó la técnica para degollar a un cerdo cabeza abajo. Así, con el animal colgado de las patas traseras, la sangre fluía hacia una palangana. Mi bisabuela era una niña y todo cuanto veía e incorporaba en la terraza de la casa –donde su madre había construido una rudimentaria granja– acababa en las cacerolas y las sartenes de la cocina, donde continuaba la formación de la niña, descubriendo los trucos para convertir al pavo muerto en un pavo con huevo y cognac o en morcillas la sangre del cerdo degollado. Apenas una generación después mi abuela y sus hermanas no resistirían esa educación sobre la vida y el sacrificio. Cuando de niñas les tocó el turno de aprender de su madre, la muerte de los animales las impresionó tan profundamente que acabaría dejándoles huellas mnémicas irreparables. Mi abuela nunca más comería cerdo y su hermana sentiría repulsión de por vida por la carne de pavo.
Cuando mi bisabuela llegó a la Argentina era apenas una niña. Su madre sólo hablaba el gallego y eran una familia pobre y analfabeta. Cuando Benita –tal era el nombre de mi bisabuela– murió a los ochenta y tantos años, había logrado algún dinero y un pasar confortable, aunque continuara tan analfabeta como siempre. Es decir: nunca supo leer ni escribir, por analfabeta me refiero a la carencia específica de estas dos habilidades porque, por otro lado, la parte más maravillosa e inefable de esta mujer, era portadora de un saber para relacionarse con lo vivo que se perdería en las subsiguientes generaciones. Para ella cada comida ofrecida a su familia era la continuación de un sacrificio. Cuidaba con afán del pavo y del cerdo porque estos animales no sólo morirían a su favor sino que se volverían la propia carne y espíritu de sus hijas y su marido. ¿Cuán bien sabría la vieja que aquel porcino que colgaba cabeza abajo, chillando y sacudiéndose, se continuaba sin interrupción en aquellos que amaba? ¿Que era, al fin y al cabo, parte de la misma vida que cuidaba?
Vean esto: Benita tenía, además del mandato de comer todo cuanto se sirviera en el plato, una pequeña oración para cada sobra arrojada a la basura. Sólo respetando el alimento es posible rezarle a las sobras. En efecto, los animales criados para brindarse como comida no eran muertos o asesinados: eran sacrificados. Esto evocaba la idea de un ritual y un sentido para esa muerte. Cuando sus hijas crecieron ya una parte de esa relación estaba rota: el pavo se podía comprar muerto y desplumado, y sobre todo sin cabeza, en cualquier carnicería. El hecho de que no tuviera cabeza ayudaba a ocultar la idea del sacrificio. Ese cuerpo no tiene ojo que nos mire, ni boca que nos grite. Es un cuerpo de pura carne, desprendido del mundo inmaterial de las pollerías, de los fabricados en serie. A lo largo de dos generaciones comprar cerdo se convertiría en comprar un corte de cerdo: una chuleta, una pata o un kilo de carne picada. El animal comenzaba a perder su identidad para disolverse en una masa anónima de carne y cortes.
Ver un huevo es haber visto todos los huevos[1]. Voy hasta la cocina, tomo un huevo del montón que tengo. Todos exactamente iguales, todos probablemente de gallinas diferentes, todos tatuados en rojo con un código alfanumérico. Los coloco sobre la mesada: imposible distinguirlos. Todos son parte del mismo flujo de huevos. Una góndola en el supermercado guarda los pollos. Todos son el mismo pollo, kilo más o menos. Parte del mismo flujo de pollos. El flujo productivo de pollos y huevos. Los vegetales se me presentan igual de repetidos: todas las manzanas son la misma manzana tatuada y envasada. Cuesta creer que crezca en un árbol. El árbol no existe, ni el pollo muerto, tampoco existe la gallina ponedora. Todo cuanto hay es una manzana, un huevo tatuado y carne de pollo envasada. Ignoro el camino que los puso ante mí, no sé lo que se siente matar un pavo para comérmelo. Recuerdo un niño mapuche, en la Patagonia, que volteó a un cabrito que huía de un palazo en la cabeza. Regresó cantando y saltando y arrastrando al cabrito con la cabeza rota. Comí de ese animal. Tenía un sabor extraño, era la primera vez que asistía a la muerte de aquel que se transformaría en mi almuerzo.
Dos generaciones más tarde llego yo. Miro la góndola del supermercado y pienso cuántos de mis conocidos producen al menos una pequeña parte de lo que comen. Ninguno. De mi relativamente amplio círculo de relaciones, no hay uno sólo que cultive hortalizas o que críe pollos. Muy de vez en cuando algún amigo sale de pesca, pero el pez retorna a las aguas luego de capturado. Reviso la historia que nos trajo hasta acá: desde mi bisabuela dando muerte al cerdo en la terraza de su casa hasta hoy, cuando ya ninguna de la relaciones de su bisnieto saben nada sobre el sacrificio. La experiencia de la muerte de lo que irá a convertirse en comida ha desaparecido de nuestro cotidiano.
La cría y muerte de los pollos, cerdos, vacas y de casi todo lo que compone nuestra dieta acabó organizándose en torno de ciertas prácticas norteadas por la idea de la máxima productividad. Fábricas de pollo, fábricas de soja. Chanchos en serie. Hacen falta muchos pollos, muchos chanchos, mucha soja, mucho de todo. Considerando la importante escasez de alimentos en tantos sitios del planeta, verdaderas tragedias del hambre, resultan curiosos los denodados esfuerzos vueltos hacia la producción en masa de comida que no llegará a los lugares donde se la necesita. Y es que la creciente productividad no responde a paliar las hambrunas, sino a aumentar las ganancias vendiendo alimentos en aquellos sitios donde la población tenga dinero para comprarlos. Y como quienes tienen capacidad de compra son muchísimos menos que los que no la tienen, esta población con dinero estará compelida a consumir mucho alimento, definitivamente mucho más de lo que necesitan para suplir sus necesidades. En este punto ocultar el sacrificio, el valor ético de la muerte de un ser en favor de otro, es casi una necesidad de mercado.
Porque el sacrificio oculto permite la voracidad. Si en mi sociedad urbana de alto poder adquisitivo alguien propusiera una experiencia pedagógica sobre la muerte de los animales, probablemente la idea sería descartada por cruel o sádica. Hay escuelas en donde los niños aprenden rudimentos sobre la cría, hay también experiencias culturales como visitas a las pequeñas granjas –lugares pintorescos, copiados de las páginas de Heidi, absolutamente mentirosos sobre la realidad de la cría y muerte– pero en ningún caso recorridos guiados por los mataderos industriales. La muerte desprovista de ritual y sentido se oculta a los ojos de los consumidores porque asistir a esa experiencia implicaría conmover los corazones de quienes sólo deben consumir a gran escala. Hay una operación cultural, que se puede rastrear en los últimos 100 años, destinada a ocultar el sacrificio en orden de permitir la voracidad y el hiperconsumo.
Las normas de la Shejitá, en la tradición judía, dictan que los animales aptos para la alimentación humana deben morir de un sólo corte profundo en la garganta para evitar su sufrimiento. Esta práctica tiene al menos 5.000 años y expresa la preocupación por evitar la agonía de aquel ser que se volverá parte nuestra. Intentar evitar el propio sufrimiento en una mirada especular sobre el animal que muere llena de sentido nuestro alimento, previene contra la gula, el exceso, la voracidad. Es apenas un ejemplo de las muchas prácticas culturales en torno al sacrificio. La industrialización de la producción de alimentos las vacía de contenido, fetichiza la relación entre el que consume y el que muere desapareciendo a este último en un colectivo anónimo que no sufre, ni respira, ni es. Apenas una fracción de la gran masa de carne que pasa por las puertas de los mataderos. De eso se puede comer todo cuanto se pueda, sin límites, sin escrúpulos, sin piedad. Sin sacrificio la voracidad está permitida, porque eso que comemos no es una vaca, o un pavo, o un huevo, sino una cosa que se da por obra de la magia industrial. Un pedazo de carne anónimo y envasado.
El negocio de los alimentos opera también en el nivel de las prácticas educativas y en la formación de nuestra propia subjetividad. ¿Por qué no hablar de la muerte en el aula? ¿Por qué ocultarla? ¿Qué nos hace pensar que sería una crueldad exponer a nuestros niños y niñas al hecho concreto de la muerte del pollo que comerán en la cena?
Durante cuatro días el cazador Kaiowá persiguió al ciervo de los pantanos siguiendo su rastro de bosta y ramas rotas. Durante las noches, cuando el cazador se echaba a descansar en la oscuridad impenetrable de la selva, soñaba con el ciervo. Los dos caminaban juntos por la orilla del río. Cuando llegaban a un recodo, el animal ponía el hocico junto a la boca del hombre que podía sentir el frío húmedo de la nariz y el bufido calmo de su respiración. Entonces el cazador despertaba, bebía el agua acumulada en las hojas de las grandes bromelias y retomaba la persecución. Finalmente, el cazador Kaiowá dio con el ciervo. Camuflado en la floresta, observó al animal pastar en un pequeño descampado. Los ciervos jamás se detienen en los descampados, pero este parecía esperarlo, tranquilo, calentando su cuerpo bajo los rayos del sol recién nacido. El cazador tensó su arco y disparó. El ciervo cayó agonizante, con la flecha atravesada en el cuello. Rápidamente, el cazador Kaiowá se lanzó sobre el animal y lo degolló con premura y eficacia. Tenía la cabeza del ciervo sobre su regazo. Dejó sus armas a un costado y acarició la cabeza del animal muerto. Cantó y lloró en lengua guaraní durante un buen rato. Después lo descuartizó, cargó con cuantas piezas pudo y regresó a su aldea. Allí lo esperaban los niños y las mujeres. Cuando lo vieron llegar todos gritaron y cantaron de alegría. El cazador entregó la carne a las mujeres y, sin decir una palabra, taciturno y serio, se metió en su choza.
El sacrificio oculto disuelve la identidad de los seres que se ofrecen por nosotros. “Identidad” que no es sólo un conjunto de rasgos singulares sino un reconocimiento. Nos reflejamos en los ojos de los corderos sacrificados porque estamos hechos de y por ellos, somos la consumación de ese sacrificio. Pero también porque el destino de lo sacrificado retorna a nosotros: nos parecemos no sólo porque puedan ser mamíferos –y su desarrollo embrionario sea harto similar al nuestro– o porque se nos asemejen en el mero hecho de estar vivos. En la muerte del animal, en su sacrificio, cuando miramos en sus ojos grandes y vidriosos, encontramos la señal de nuestra propia muerte. La vemos como un aviso, como una fecha de caducidad. Y enfrentarnos con lo inevitable de su sonido produce angustia. Sin embargo ocultar el sacrifico no es, como pudiera pensarse a primera vista, sólo un tabú motivado por nuestra salud mental, como si ocultar el reflejo de nuestro final tuviese por objetivo apenas desplazar esa angustia.
La idea de la muerte incomoda, pone fin a las fantasías de la seguridad, nos muestra en un mundo caótico, lleno de peligros, en donde debemos buscarnos y comprendernos en el modo de lo más propio. Nos arenga a preguntarnos por nosotros mismos, por nuestro rol histórico, sea cual sea el lugar al que pertenezcamos. La conciencia explícita de nuestra finitud nos compele a interrogarnos y cuestionar. El ocultamiento del sacrificio es parte de una dominación que se extiende en la negación de nuestra propia muerte trivializando inquietudes y reduciendo nuestras posibilidades de ser. Esta inmediatez, esta vida sin preguntas ni angustias, es el perfecto escenario para el ganado consumidor del capitalismo industrial.
Esta es una de las instalaciones de la empresa Tyron. Desde la cámara del dron que la sobrevuela se aprecia un conjunto de edificios de metal, relucientes bajo el sol de la pradera norteamericana, conectados por rutas de acceso y franqueados por torres y chimeneas. Los camiones ingresan por dos grandes entradas. Los primeros traen a los chanchos: son grandes vehículos con acoplado atiborrados de animales que asoman las narices rosadas por entre las rendijas de la jaula. Gritan, pero no podemos oírlos, tampoco los oyen los empleados de seguridad ni los chóferes porque ese llanto animal se ha vuelto tan cotidiano como todas las otras cosas que hay allí. Por la otra entrada llegan los trabajadores. Los traen en combis y colectivos de un radio de alrededor de ciento sesenta kilómetros. La mayoría, sino todos, son inmigrantes e indocumentados. Como el viaje es largo deben madrugar y, cuando llegan a la planta, están dormidos con las frentes morenas apoyadas contra los cristales de las ventanillas. El primer día es el peor, entonces se enfrentan a la cinta sin fin de cadáveres tibios de cerdos cubiertos de mierda y orina a los que tiene que abrirles las entrañas para arrancarles las tripas. Hay que hacerlo rápidamente porque los cuerpos desfilan sin parar, colgados de los ganchos. Por día son procesados alrededor de treinta y cinco mil cerdos. Cada obrero repite una y otra vez el mismo movimiento y los dedos se cubren de carne y excremento hasta que las uñas se infectan y se les caen. Cuando termina la jornada, el mismo bus los lleva de vuelta. Los que tienen algo de suerte regresan con sus familias, los otros van a los remolques donde comparten el reposo con otros diez o quince compatriotas. Ya bien tarde, cenan. Al menos no es caro allí: apenas por un dólar pueden comer una buena hamburguesa con papas fritas y, por cincuenta centavos más, un vaso grande de gaseosa.
Nadie muere, nadie sufre, nadie pasa hambre: Duerman tranquilamente. No se pregunten, no se inquieten. Los pollos y los cerdos y las vacas que comen nunca han estado vivos. Nada ocurrirá, están seguros en el gran supermercado del mundo: coman. Y buen provecho.
[1] Lispector, Clarisse. Actualidade do ovo e da galhina.
Cuando mi bisabuela llegó a la Argentina era apenas una niña. Su madre sólo hablaba el gallego y eran una familia pobre y analfabeta. Cuando Benita –tal era el nombre de mi bisabuela– murió a los ochenta y tantos años, había logrado algún dinero y un pasar confortable, aunque continuara tan analfabeta como siempre. Es decir: nunca supo leer ni escribir, por analfabeta me refiero a la carencia específica de estas dos habilidades porque, por otro lado, la parte más maravillosa e inefable de esta mujer, era portadora de un saber para relacionarse con lo vivo que se perdería en las subsiguientes generaciones. Para ella cada comida ofrecida a su familia era la continuación de un sacrificio. Cuidaba con afán del pavo y del cerdo porque estos animales no sólo morirían a su favor sino que se volverían la propia carne y espíritu de sus hijas y su marido. ¿Cuán bien sabría la vieja que aquel porcino que colgaba cabeza abajo, chillando y sacudiéndose, se continuaba sin interrupción en aquellos que amaba? ¿Que era, al fin y al cabo, parte de la misma vida que cuidaba?
Vean esto: Benita tenía, además del mandato de comer todo cuanto se sirviera en el plato, una pequeña oración para cada sobra arrojada a la basura. Sólo respetando el alimento es posible rezarle a las sobras. En efecto, los animales criados para brindarse como comida no eran muertos o asesinados: eran sacrificados. Esto evocaba la idea de un ritual y un sentido para esa muerte. Cuando sus hijas crecieron ya una parte de esa relación estaba rota: el pavo se podía comprar muerto y desplumado, y sobre todo sin cabeza, en cualquier carnicería. El hecho de que no tuviera cabeza ayudaba a ocultar la idea del sacrificio. Ese cuerpo no tiene ojo que nos mire, ni boca que nos grite. Es un cuerpo de pura carne, desprendido del mundo inmaterial de las pollerías, de los fabricados en serie. A lo largo de dos generaciones comprar cerdo se convertiría en comprar un corte de cerdo: una chuleta, una pata o un kilo de carne picada. El animal comenzaba a perder su identidad para disolverse en una masa anónima de carne y cortes.
Ver un huevo es haber visto todos los huevos[1]. Voy hasta la cocina, tomo un huevo del montón que tengo. Todos exactamente iguales, todos probablemente de gallinas diferentes, todos tatuados en rojo con un código alfanumérico. Los coloco sobre la mesada: imposible distinguirlos. Todos son parte del mismo flujo de huevos. Una góndola en el supermercado guarda los pollos. Todos son el mismo pollo, kilo más o menos. Parte del mismo flujo de pollos. El flujo productivo de pollos y huevos. Los vegetales se me presentan igual de repetidos: todas las manzanas son la misma manzana tatuada y envasada. Cuesta creer que crezca en un árbol. El árbol no existe, ni el pollo muerto, tampoco existe la gallina ponedora. Todo cuanto hay es una manzana, un huevo tatuado y carne de pollo envasada. Ignoro el camino que los puso ante mí, no sé lo que se siente matar un pavo para comérmelo. Recuerdo un niño mapuche, en la Patagonia, que volteó a un cabrito que huía de un palazo en la cabeza. Regresó cantando y saltando y arrastrando al cabrito con la cabeza rota. Comí de ese animal. Tenía un sabor extraño, era la primera vez que asistía a la muerte de aquel que se transformaría en mi almuerzo.
Dos generaciones más tarde llego yo. Miro la góndola del supermercado y pienso cuántos de mis conocidos producen al menos una pequeña parte de lo que comen. Ninguno. De mi relativamente amplio círculo de relaciones, no hay uno sólo que cultive hortalizas o que críe pollos. Muy de vez en cuando algún amigo sale de pesca, pero el pez retorna a las aguas luego de capturado. Reviso la historia que nos trajo hasta acá: desde mi bisabuela dando muerte al cerdo en la terraza de su casa hasta hoy, cuando ya ninguna de la relaciones de su bisnieto saben nada sobre el sacrificio. La experiencia de la muerte de lo que irá a convertirse en comida ha desaparecido de nuestro cotidiano.
La cría y muerte de los pollos, cerdos, vacas y de casi todo lo que compone nuestra dieta acabó organizándose en torno de ciertas prácticas norteadas por la idea de la máxima productividad. Fábricas de pollo, fábricas de soja. Chanchos en serie. Hacen falta muchos pollos, muchos chanchos, mucha soja, mucho de todo. Considerando la importante escasez de alimentos en tantos sitios del planeta, verdaderas tragedias del hambre, resultan curiosos los denodados esfuerzos vueltos hacia la producción en masa de comida que no llegará a los lugares donde se la necesita. Y es que la creciente productividad no responde a paliar las hambrunas, sino a aumentar las ganancias vendiendo alimentos en aquellos sitios donde la población tenga dinero para comprarlos. Y como quienes tienen capacidad de compra son muchísimos menos que los que no la tienen, esta población con dinero estará compelida a consumir mucho alimento, definitivamente mucho más de lo que necesitan para suplir sus necesidades. En este punto ocultar el sacrificio, el valor ético de la muerte de un ser en favor de otro, es casi una necesidad de mercado.
Porque el sacrificio oculto permite la voracidad. Si en mi sociedad urbana de alto poder adquisitivo alguien propusiera una experiencia pedagógica sobre la muerte de los animales, probablemente la idea sería descartada por cruel o sádica. Hay escuelas en donde los niños aprenden rudimentos sobre la cría, hay también experiencias culturales como visitas a las pequeñas granjas –lugares pintorescos, copiados de las páginas de Heidi, absolutamente mentirosos sobre la realidad de la cría y muerte– pero en ningún caso recorridos guiados por los mataderos industriales. La muerte desprovista de ritual y sentido se oculta a los ojos de los consumidores porque asistir a esa experiencia implicaría conmover los corazones de quienes sólo deben consumir a gran escala. Hay una operación cultural, que se puede rastrear en los últimos 100 años, destinada a ocultar el sacrificio en orden de permitir la voracidad y el hiperconsumo.
Las normas de la Shejitá, en la tradición judía, dictan que los animales aptos para la alimentación humana deben morir de un sólo corte profundo en la garganta para evitar su sufrimiento. Esta práctica tiene al menos 5.000 años y expresa la preocupación por evitar la agonía de aquel ser que se volverá parte nuestra. Intentar evitar el propio sufrimiento en una mirada especular sobre el animal que muere llena de sentido nuestro alimento, previene contra la gula, el exceso, la voracidad. Es apenas un ejemplo de las muchas prácticas culturales en torno al sacrificio. La industrialización de la producción de alimentos las vacía de contenido, fetichiza la relación entre el que consume y el que muere desapareciendo a este último en un colectivo anónimo que no sufre, ni respira, ni es. Apenas una fracción de la gran masa de carne que pasa por las puertas de los mataderos. De eso se puede comer todo cuanto se pueda, sin límites, sin escrúpulos, sin piedad. Sin sacrificio la voracidad está permitida, porque eso que comemos no es una vaca, o un pavo, o un huevo, sino una cosa que se da por obra de la magia industrial. Un pedazo de carne anónimo y envasado.
El negocio de los alimentos opera también en el nivel de las prácticas educativas y en la formación de nuestra propia subjetividad. ¿Por qué no hablar de la muerte en el aula? ¿Por qué ocultarla? ¿Qué nos hace pensar que sería una crueldad exponer a nuestros niños y niñas al hecho concreto de la muerte del pollo que comerán en la cena?
Durante cuatro días el cazador Kaiowá persiguió al ciervo de los pantanos siguiendo su rastro de bosta y ramas rotas. Durante las noches, cuando el cazador se echaba a descansar en la oscuridad impenetrable de la selva, soñaba con el ciervo. Los dos caminaban juntos por la orilla del río. Cuando llegaban a un recodo, el animal ponía el hocico junto a la boca del hombre que podía sentir el frío húmedo de la nariz y el bufido calmo de su respiración. Entonces el cazador despertaba, bebía el agua acumulada en las hojas de las grandes bromelias y retomaba la persecución. Finalmente, el cazador Kaiowá dio con el ciervo. Camuflado en la floresta, observó al animal pastar en un pequeño descampado. Los ciervos jamás se detienen en los descampados, pero este parecía esperarlo, tranquilo, calentando su cuerpo bajo los rayos del sol recién nacido. El cazador tensó su arco y disparó. El ciervo cayó agonizante, con la flecha atravesada en el cuello. Rápidamente, el cazador Kaiowá se lanzó sobre el animal y lo degolló con premura y eficacia. Tenía la cabeza del ciervo sobre su regazo. Dejó sus armas a un costado y acarició la cabeza del animal muerto. Cantó y lloró en lengua guaraní durante un buen rato. Después lo descuartizó, cargó con cuantas piezas pudo y regresó a su aldea. Allí lo esperaban los niños y las mujeres. Cuando lo vieron llegar todos gritaron y cantaron de alegría. El cazador entregó la carne a las mujeres y, sin decir una palabra, taciturno y serio, se metió en su choza.
El sacrificio oculto disuelve la identidad de los seres que se ofrecen por nosotros. “Identidad” que no es sólo un conjunto de rasgos singulares sino un reconocimiento. Nos reflejamos en los ojos de los corderos sacrificados porque estamos hechos de y por ellos, somos la consumación de ese sacrificio. Pero también porque el destino de lo sacrificado retorna a nosotros: nos parecemos no sólo porque puedan ser mamíferos –y su desarrollo embrionario sea harto similar al nuestro– o porque se nos asemejen en el mero hecho de estar vivos. En la muerte del animal, en su sacrificio, cuando miramos en sus ojos grandes y vidriosos, encontramos la señal de nuestra propia muerte. La vemos como un aviso, como una fecha de caducidad. Y enfrentarnos con lo inevitable de su sonido produce angustia. Sin embargo ocultar el sacrifico no es, como pudiera pensarse a primera vista, sólo un tabú motivado por nuestra salud mental, como si ocultar el reflejo de nuestro final tuviese por objetivo apenas desplazar esa angustia.
La idea de la muerte incomoda, pone fin a las fantasías de la seguridad, nos muestra en un mundo caótico, lleno de peligros, en donde debemos buscarnos y comprendernos en el modo de lo más propio. Nos arenga a preguntarnos por nosotros mismos, por nuestro rol histórico, sea cual sea el lugar al que pertenezcamos. La conciencia explícita de nuestra finitud nos compele a interrogarnos y cuestionar. El ocultamiento del sacrificio es parte de una dominación que se extiende en la negación de nuestra propia muerte trivializando inquietudes y reduciendo nuestras posibilidades de ser. Esta inmediatez, esta vida sin preguntas ni angustias, es el perfecto escenario para el ganado consumidor del capitalismo industrial.
Esta es una de las instalaciones de la empresa Tyron. Desde la cámara del dron que la sobrevuela se aprecia un conjunto de edificios de metal, relucientes bajo el sol de la pradera norteamericana, conectados por rutas de acceso y franqueados por torres y chimeneas. Los camiones ingresan por dos grandes entradas. Los primeros traen a los chanchos: son grandes vehículos con acoplado atiborrados de animales que asoman las narices rosadas por entre las rendijas de la jaula. Gritan, pero no podemos oírlos, tampoco los oyen los empleados de seguridad ni los chóferes porque ese llanto animal se ha vuelto tan cotidiano como todas las otras cosas que hay allí. Por la otra entrada llegan los trabajadores. Los traen en combis y colectivos de un radio de alrededor de ciento sesenta kilómetros. La mayoría, sino todos, son inmigrantes e indocumentados. Como el viaje es largo deben madrugar y, cuando llegan a la planta, están dormidos con las frentes morenas apoyadas contra los cristales de las ventanillas. El primer día es el peor, entonces se enfrentan a la cinta sin fin de cadáveres tibios de cerdos cubiertos de mierda y orina a los que tiene que abrirles las entrañas para arrancarles las tripas. Hay que hacerlo rápidamente porque los cuerpos desfilan sin parar, colgados de los ganchos. Por día son procesados alrededor de treinta y cinco mil cerdos. Cada obrero repite una y otra vez el mismo movimiento y los dedos se cubren de carne y excremento hasta que las uñas se infectan y se les caen. Cuando termina la jornada, el mismo bus los lleva de vuelta. Los que tienen algo de suerte regresan con sus familias, los otros van a los remolques donde comparten el reposo con otros diez o quince compatriotas. Ya bien tarde, cenan. Al menos no es caro allí: apenas por un dólar pueden comer una buena hamburguesa con papas fritas y, por cincuenta centavos más, un vaso grande de gaseosa.
Nadie muere, nadie sufre, nadie pasa hambre: Duerman tranquilamente. No se pregunten, no se inquieten. Los pollos y los cerdos y las vacas que comen nunca han estado vivos. Nada ocurrirá, están seguros en el gran supermercado del mundo: coman. Y buen provecho.
[1] Lispector, Clarisse. Actualidade do ovo e da galhina.