Me saco la copita menstrual llena de sangre y la contemplo frente a mí. La luz ámbar del pasillo apenas raja la oscuridad del baño y traza una «L» en el plástico. Su inicial. Mis entrañas me dan un buen augurio. Huelo la sangre y pienso en cuánta hay que poner; La Queta sólo me dijo que debía mezclarla con la yerba y cebarla con el primer mate. ¿Y si Lu no quiere tomar mate? Sé que nunca fue fan del mate. ¿Por qué habría de aceptarme uno ahora?
Salgo del baño y voy a la cocina, desnuda, sosteniendo la copita menstrual como si fuera un cáliz de oro. Veo los rectángulos pálidos en los azulejos donde solían estar la alacena y el freezer. Apoyo con mucho cuidado la copita contra un vaso en la pileta y levanto la pava eléctrica del piso; la cargo con agua y la pongo a calentar.
Debo vestirme. Lu va a llegar en cualquier momento. Primero dejo lista la fase final, la que me aseguró La Queta que ataría a Lu para siempre conmigo: vierto un dedo de sangre en el mate, cuatro de yerba, cubro la boca y sacudo un poco, no mucho, solo lo necesario para quitarle el polvillo, y clavo la bombilla. Acerco la cara para cerciorarme de que no se note nada raro. Olfateo. Todo bien. Acá no pasa nada.
El agua está a punto de hervir. La pongo en el termo. Me vuelvo a meter la copita, sin lavarla, y entonces me visto. Me pongo linda. Huelo a flores y vainilla. Como a ella le gusta.
Suena el timbre. Borro la sonrisa y trato de verme preocupada; como si no intuyera lo que va a decirme. La atiendo y ella irrumpe enardecida, con ojos tristes y felinos.
Por un momento se planta en el medio del living. Se ve confusa.
—¿Y tus muebles, Nati? —me pregunta, sin dejar de mirar alrededor.
—Después te cuento —le digo—. Hablemos de vos. Sos vos la que tiene un problema.
Ella arruga la naricita con pecas y asiente; sabe que sus problemas son peores. Los problemas del corazón siempre son peores. Pero antes de que se ponga a hablar, voy a la cocina y vuelvo con el mate, un paquete de Criollitas y el termo bajo el brazo.
—Bueno, contame —le digo, férrea por fuera, gozosa por dentro—, ¿qué te hizo ese idiota ahora?
—Los cuernos, eso me hizo —dice ella, las manos en la cintura, buscando con la cabeza dónde sentarse: lo único disponible es la mesa ratona de vidrio—. Acabo de ver todas las fotos en los correos, las conversaciones, los emoticones y los corazoncitos de mierda. Todo.
Ella saca el celular del jean ajustado y me la muestra: una pelirroja bellísima, atlética, curvilínea y turgente. Lu pasa las fotos con el dedo: la cara de la chica está oculta tras un peluche diferente en cada una de las fotos. En la última se lee: «Toda tuya cuando dejes a la morsa de tu mujer».
—¿Y él qué respondió? —digo.
—Que mañana mismo. O sea, hoy.
—¿Y lo niega?
—Todavía no se lo dije. Lo voy a encarar esta noche, cuando vuelva del trabajo. Además, quiero ver si él me encara primero. Quiero saber si de verdad me va a dejar o le mintió también a la otra. —Lu agacha la cabeza, amaga a desplomarse—. Ya no doy más, Nati: ¡se mandan mails desde hace tres meses!
Tres meses. Justo después de mi sesión con La Queta. Después de haberle puesto a Lu uno de mis pelos en la comida. Me pregunto qué pasará cuando consiga que beba mi sangre. Lu debe haber notado mi desconexión momentánea porque me pregunta:
—¿Vos estás bien? Te noto rara. Además —se gira hacia donde solía estar el tocadiscos—, ¿qué son todos esos sobres apilados?
Quiero hablarle sobre mi madre en el hospital, pero la verdad es que prefiero no pensar en eso. En realidad, lo que quiero, lo único que quiero, es tocarla a ella. Quiero recorrer otra vez su piel sedosa, como cuando éramos adolescentes. Quiero olvidarme de todos los problemas adultos.
—¿Un mate? —le digo, sonriendo.
Ella me mira, extrañada.
—Sabés que no tomo mate. ¿No tenés algo más fuerte?
—Uno solo —insisto—, te va calmar los nervios, vas a ver.
—Nati, la yerba me da arcadas. Lo sabés.
—¿Y si le pongo azúcar?
—Es lo mismo.
Empiezo a preocuparme. Aunque falta para la medianoche, siento que el tiempo se me escurre. Debe beber mi sangre antes de las doce, o a las doce en punto.
Me disculpo por un momento y me encierro en el baño. Saco el celular y la llamo a La Queta:
—No quiere tomar el mate —le digo, apenas atiende.
—Sabés que las sesiones telefónicas cuestan el doble.
—Sí, sí, lo sé. Te necesito.
—Las urgencias se abonan en dólares, mi amor.
Dudo, con lágrimas en los ojos. Pienso en mi madre, en las cuentas, en la obra social. Pienso en la soledad y en la muerte:
—Todavía tengo algo en la caja de ahorro de mamá.
—«Algo» no nos sirve, bebé. ¿En serio querés a esta persona en tu vida para siempre o solo es un capricho?
—Sin ella, me muero. Pero no puedo sacar dólares hasta el lunes.
—Despedite de tu amor, mi cielo.
Lu toca a la puerta. Yo doy un respingo, de milagro no se me cae el celu al inodoro.
—¿Estás bien, Nati?
—Sí, ya salgo, dame un minuto. —Y vuelvo a lo mío, susurrando con el teléfono pegado al cachete—: ¿Y si te transfiero ahora cincuenta mil pesos y el lunes te pago el resto en dólares?
Silencio en la línea. Lu se va. Oigo que La Queta murmura con otra mujer en el fondo, pero no entiendo lo que dicen porque los tacones de Lu retumban en el baño.
—De acuerdo —responde, y el corazón más o menos se me acomoda—. Solo porque tu energía me trae paz y sé que sos una mujer que sabe lo que quiere. Hemos realizado avances enormes con vos. —Empieza a murmurar, como los curas cuando rezan. Creo que habla un idioma que no conozco, pero el sonido me reconforta, me devuelve la confianza. Después, agrega—: hacé la transferencia, prendé dos de las velas rojas que te dí la última vez y mantenela a la piba en tu casa.
Nunca dudo de su poder, pero la pregunta brota sola:
—¿Nada más?
—Apurate, que la noche se te termina.
Y me corta.
Con aire renovado, voy en puntitas de pie hasta el lavadero y prendo las velas que adornan el altar con fotos de Lu: una de cuando éramos chiquitas, con trenzas y ortodoncias; otra de cuando nos enamoramos de adolescentes; y otra de la mudanza, cuando decidimos vivir una junto a la otra en este edificio. Me santiguo con la mano izquierda y vuelvo a la cocina, donde Lu revisa las cajas apiladas en el suelo y los cajones. Parece que hubiera perdido algo.
—¿Hace cuánto que no comés, Nati?
—¿Por qué me preguntás eso?
—Porque no hay nada y lo único que veo es una pava eléctrica y botellas de whisky vacías.
—Estoy bien, tonta. —Me acerco a ella. Huele tan bien que quiero comerle hasta el olor, quiero arrancarle los labios de un mordisco—. Te dije un millón de veces que Julián no es para vos. Vos necesitás alguien que te conozca de verdad. Alguien que nunca te engañe.
Ella retrocede un poco, se recuesta contra la mesada polvorienta.
—Volviendo a eso… No estoy tan segura de que me engañe…
—¡Imposible! —Me doy cuenta de que me fui al carajo, y bajo el tono—. Bah, digo, ¿por qué ahora no estás segura?
—Porque los correos son a la madrugada, y sabés que yo escribo de noche, por mi insomnio. Y a esa hora él siempre está durmiendo… Es más, lo veo dormir para inspirarme. Tampoco dejamos de coger, que es la primera señal de engaño, ¿no?
Aprieto los dientes, tomo aire y exhalo por la nariz. Me acomodo las arrugas del vestido.
—¿Qué querés decir? ¿Que alguien le hackeó el correo?
Lu se encoge de hombros, pone esa carita lastimera que me derrite.
—Yo qué sé. Julián nunca lo revisa. Sigue usando Hotmail, imaginate. Además, hay mucha gente de mi pasado que querría hacerme mal. Vos lo sabés mejor que nadie.
Sí, lo sé mejor que nadie. Ella se refiere a esos estúpidos que vinieron después de mí: Fabio, Alexis, Marito, Fede. Esos que yo le dije que merecían una denuncia, o incluso un trabajito de La Queta. Y ella que no, que era una locura, que cosas así pasaban en cualquier pareja. «Pareja», les decía ella. Siempre se negó a llamarlos como lo que en verdad fueron: «fases», desvíos necesarios para que se diera cuenta de que debe volver a mí, de que su destino soy yo. Esos de los que tuve que encargarme yo. Quiero gritarle «Te amo, éramos felices», pero me contengo. Miro la hora: 23:50. Empiezo a desesperarme, pero debo esperar. Tener fe.
—…plata.
—¿Eh?
—Que si necesitás que te preste plata, Nati.
—Estoy bien.
El cuarto vibra de repente; los mecanismos del ascensor resuenan sobre nuestras cabezas. Se oye como si una horda de ratas se desbocara detrás de las paredes.
—Ese debe ser Julián —dice Lu—. Mejor lo espero en casa y arreglo las cosas como una adulta. Ya no tenemos quince años, ¿viste? Qué tiempos aquellos en los que se sacaba un clavo con otro sin pensar en nadie más que en una misma. ¿No extrañás esos tiempos, amiga?
Asiento, forzando una sonrisa, y me antepongo a ella cuando intenta irse. No puede irse de acá. No ahora, no sin haberse tomado mi mate. La Queta dijo que debía retenerla. Así que abro los brazos y me pongo delante de la puerta como los ecologistas se ponen delante de los árboles. Le digo que no puede irse todavía. Ella me mira, extrañada. Cautelosa, pregunta por qué.
Yo me largo a llorar de inmediato. Como vengo ensayando hace meses.
—Es que… Es que no puedo con mi vida, Lu. Mi vieja está en terapia intensiva y yo…
—¡Nati! —dice Lu. Me abraza, y mi nariz roza sus hombros desnudos. Mis labios se embeben en su perfume. Siento latir sus tetas contra las mías. Le rodeo la cintura y la aprieto contra mí. Quisiera meterme adentro de su carne. Me da lo mismo morirme en este mismo momento si eso significa seguir unida a ella.
Ilustración: Santiago Grunfeld
El timbre del ascensor retumba en nuestro piso. Se oyen pasos y después la antepuerta corrediza de metal. Lu se aparta —me aparta— con delicadeza. Me dice que ya vuelve, que va a pasar la noche conmigo pero que primero necesita hablar con Julián. Yo la abrazo, con más fuerza que antes, y no la dejo ir.
—Nati, soltame, por favor, no seas exagerada.
—¿Exagerada? Es mi mamá…
Ruego y ruego, con mi cara pegada a ella. Ruego, como aquella vez que me dejó por primera vez. Ruego, como a los quince años. Ruego, esperando que ahora me funcione, porque en ese entonces no lo pude soportar y todavía no puedo soportarlo.
Ella se libera de mí, ya sin tanta delicadeza. Camina hacia la puerta del departamento, en dirección a Julián, hacia el tipo que la estuvo engañando durante meses gracias a los poderes de La Queta. La sigo por detrás, dispuesta a jalarla de la ropa y encerrarla conmigo, porque sé que cuando el amarre esté completo ella me va a amar por siempre y me agradecerá por todas las maniobras que realicé para que al fin estuviéramos juntas. Pero no la alcanzo. Abre la puerta. Las dos nos frenamos en seco. Miro el reloj sobre el rectángulo blanquecino donde solía estar el televisor y las agujas marcan las 23:58. Atónita, vuelvo la mirada al frente y veo, por sobre el hombro de Lu, cómo la pelirroja sexy de las fotos, agitada y empapada en sudor, pega un brinco y envuelve a Julián en un abrazo de koala, lo envuelve con su melena fogosa y le devora la boca.
—¡Al fin juntos, mi amor! —oigo que exclama antes de que Lu cierre la puerta.
—Necesito agua, Nati, algo, siento que voy a desmayarme —me dice ella, al cabo de unos segundos, pálida como una muerta.
Agarro del piso el termo y el mate, le cebo uno a las corridas y se lo doy. Sus labios sorben desesperados, sin perder la delicadeza.
Entonces las entrañas me rugen, marcan la medianoche. «Sos mía», pienso, descompuesta de felicidad. Pero Lu me mira y arruga la cara:
—¿Qué le pusiste a esto, Nati? Es un asco.
Entonces, me atrevo a hablar con total libertad, sabiendo que ya me pertenece:
—Mi sangre, Lu. Sabrás entender que necesitaba tomar mis propias medidas para que vuelvas a tus cabales.
—¿Sangre? ¿De qué me estás hablando, Natalia?
—Volviste a mí. Te gusto yo. No los hombres. Al fin vamos a estar juntas de nuevo.
Ella hace una pausa. Mira el mate, y me vuelve a mirar.
—Eso fue hace quince años. Sabés que ya no me interesan las mujeres. ¿Y qué carajo es eso de la sangre?
¿Por qué me habla así? Es mía, no debería hablarme así.
Julián abre la puerta y entra arrastrando a la pelirroja por las axilas; la mina parece inconsciente.
—¿Ustedes vieron que me atacó, no? —balbucea, aterrado. La apoya contra la mesita ratonera y se agarra la cabeza—. Ahora llamo a la policía. No le quise pegar. Ustedes la vieron.
Desconcertada, Lu retrocede, se aleja de todos nosotros.
¿Qué está pasando?
—¿No es tu amante? —le dice a Julián.
—Jamás la vi en mi vida.
—¿Y quién mierda es, entonces? —Nunca la oí a Lu putear así, tan en serio. Y mucho menos le vi estos ojos encendidos, furiosos, que me clava ahora—. Pará… ¿sangre?… No me digas que… ¿De verdad me hiciste tomar sangre? Por dios, sé que creés en esas forradas ocultistas, pero nunca pensé que eras capaz de algo así. Seguro que todo esto es…
Retrocedo. Lu se queda de pronto quieta y después se acerca a la pelirroja desmayada. Le corre el pelo de la cara, y resulta que es una peluca. La observa, boquiabierta.
—Yo conozco a esta flaca —dice, ahora más exaltada, hablando con los dientes apretados.
—¿¡Quién es!? —grita Julián, encogido en un rincón.
—¡Es empleada o algo de esa curandera que me obligó a visitar Nati cuando me hice el aborto!
—¡No!
—¡Sí! —grita Lu—. Mientras a vos te alineaban los chakras o no sé qué carajo yo fui al baño y me equivoqué de puerta. Ahí me la encontré. No me olvido más de su expresión; la pesqué contando billetes con una máquina. Y me acuerdo que se tiró arriba de la mesa para tapar joyas y tarjetas de crédito.
Me quedo muda. Es imposible. Años que visito a La Queta y jamás me crucé un alma en su santuario. Lu está mintiendo. Negando la realidad. Como ha negado su amor hacia mí todos estos años. Extiendo los brazos, me largo a llorar, intento acercarme. La necesito cerca.
Pero ella me da un empujón.
—Salí, enferma de mierda, ni se te ocurra tocarme.
Entonces lo miro a Julián: asustado, falso, mosquita muerta, riéndose por dentro, actuando como si no fuera culpable de todo. A los gritos me le tiro encima. Le rasguño los cachetes, le rajo los labios. El muy idiota me pegotea los dedos con su sangre.
Lu me agarra desde atrás, intenta desprenderme de él. Julián me agarra de las muñecas y me las retuerce. Mis huesos crujen. Aúllo de dolor.
—Es su culpa, Lu, es culpa de este hijo de…
—¡No, Nati —me dice Lu—, todo esto es culpa tuya!
No, no, no.
Jadeando, voy hacia la pelirroja. Me caigo de rodillas, al lado de ella, y como puedo la sacudo. Los ojos le bailan en las cuencas, hasta que logran enfocarse en mí.
—¿Por qué no funciona el amarre? —le grito, sin dejar de zamarrearla—. ¿Qué hizo mal La Queta?
De pronto ella me mira, espabilada, como si recién naciera al mundo.
—¿Qué hacés hablando del amarre enfrente de ellos, idiota? Ahora no va a funcionar.
—¿Qué?
—¡Que vos, vos acabás de cagarla! Así que pagá los dólares que debés, y agradecé si la Queta no te cobra un recargo.
Y vuelve a desmayarse, con una contorsión en la cara que parece una sonrisa.
Y yo me quedo tiesa, de rodillas, pensando en cómo pude cargarla de esta manera.