“Construí
Una intemperie donde vivir
Mientras ardió la casa
Y los cimientos chamuscado
Recordaron,
Antes que nada,
La precariedad que antecede
A los incendios
Julieta Lopérgolo
Quizás este ensayo sea sobre las vicisitudes de la pulsión, pero voy a tratar de hacer el ejercicio de hablar de ella sin nombrarla, al estilo de esos desafíos on line que te invitan a “decir qué es un argentino sin decir argentino”.
Empiezo con un ejemplo de la psicopatología del turismo cotidiano. Imagínense que se van de mochileros y se instalan en un camping. Estando ahí, si ustedes ponen los objetos que llevan encima en espacios bien delimitados, reservándole un lugar preciso a cada uno, pueden luego ir a buscarlos; la bolsa de arroz está en el rincón izquierdo y el anafe al lado de la puerta de entrada a la carpa. Digamos que pueden ser localizables en la medida en que puedan volver a buscarlos a un mismo lugar; imagínense que eso no suceda, que los dejan en la conservadora y les reaparecen en el baúl del auto, ¡ay!, como mínimo van a empezar a creer en los fantasmas. Si ustedes no hacen esa primera operación no pueden hacer, tampoco, la operación de retorno; si fallan en esa ubicación primera, en la segunda estarán estofados, o, lo que es parecido, sometidos a algún espectro. Por lo cual, guardar y volver al lugar donde lo hicieron, dos acciones que hacen uno, es un mínimo valor rituálico de ese incipiente narcisismo laico. No digo nada nuevo, ya lo aprendimos en el Jardín: “A guardar a guardar, cada cosa en su lugar…despacito y sin romper que mañana hay que volver”.
Esas dos operaciones permiten saber dónde volver, en su defecto, estaríamos haciéndonos permanentemente la pregunta por la cosa, la heideggeriana que acosa, “¡¿dónde está el plato, el anafe, las latas de lentejas, la cama de dormir, el Off para la nena… la nena?!”, y así hasta el hartazgo, o hasta el insulto, o hasta la auto o heteroagresión -como les gusta decir a los patólogos-, rompiendo todo y tirando la carpa al demonio, poseídos. No puedo decirlo de otra manera. Creo que se entendió.
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Vamos por una segunda vuelta. ¿Cómo decirlo? ¿Con qué otra manera repetitiva del tiempo de la cura? Hay una que nace de apenas un juego, de casi un juego, de un juego interferido: el de la casa embrujada. En varias oportunidades, luego del armado de una casa con sillas, almohadones y telas, la brujería hace su aparición fantasmagórica, repentina e indeliberada, rompe la puerta de entrada, tira los almohadones, rasga la tela, asusta. ¿Quién fue? No sé sabe, no hay un individuo culpable, hay, en su lugar, un espectro acechante. El juego se interrumpe, a veces transitoriamente porque logramos reparar el daño, a veces definitivamente, fin de sesión con casa dañada. ¿Quién daña? ¿De dónde obtiene su empuje, su poder de daño? ¿Por qué no puede formar parte del juego sino que se repite como acechanza o invasión?
La casa desordenada o el derrumbe de la casita, ese monstruo que acecha, esa invasión que rompe el juego o que quita el sueño, ¿esa pesadilla? A la casa, el monstruo; al sueño, la pesadilla: retoños por la espalda.
La casa, la casita, la guarida, el resguardo, ¿ma’ qué cosa son? La primera idea que me viene es que son todos esos objetos que, por tan próximos, no tienen casi el estatuto de objeto, objetos que nos amueblan, abovedan, acondicionan o cimientan: “objetos continentes u objetos en“. ¿Pero ma’ qué cosa son? Quizás son esos objetos en los que uno se guarda, se salvaguarda, una caja, una sala, una cancha, un armario, una cama, etc.; o quizás son esos objetos que uno guarda en la cocina, el comedor, la pieza, el baño, el placard o el closet, y que por guardarlos sabe dónde están luego, al ir a buscarlos, al necesitar de ellos. Por el contrario, lo que embruja, acecha o invade, la pesadilla, es la interferencia e interjección de lo ruinoso, de lo otro, de lo “glú-glú” -como decía Lacan que decía Joyce-.
Las operaciones de tenencia, guardado y recuperado que mencionaba hace una líneas atrás esbozan también los tiempos de lo sagrado, y, con éste, siempre empieza a garabatearse una creencia, un pequeño resguardo, ¿un narcisismo? Creo que sí, un garabato de narcisismo. Es verdad que, sin el valor rituálico de esas operaciones, no hay creencia que valga, y, lo que hay, por defecto, es una pérdida irreparable de lugares y objetos de pertenencia o referencia, glú-glú de nuevo, interferencia e interjección, y un trabajo a muerte por mantener con el antídoto que sea por lo menos uno de esos objetos aspirados. Es muy claro en el Dr. Schreber, ¿lo recuerdan? Schreber martilla el piano y recita poesía, glú-glú, cuenta 1-2-3-4 y rememora el rosario en silencio, glú-glú, grita refranes groseros, glú-glú, lanza injurias en voz alta, glú-glú. No da para más, eso lo ocupa. Casa okupada. Lo escribe, aún persiste un poquito de tinta: “no existe ningún obstáculo mecánico fabricado por el hombre que sea capaz de cerrar el paso del influjo de los rayos, el diablo se cuela por el ojo de la cerradura”. Esa frase es tremenda, ni algo del tamaño del Dique San Roque sería capaz de detener ese pulso. No es por ahí. No hay paredes ni escondite, no hay puerta, ni acaso cerradura, me recuerda al poema de Vicente Luy que dice: “Entre 2 tablitas de la persiana de la habitación de la casa/ que alquilo en Argañaraz y Murguia/ y San Carlos no cabe un marlo de choclo, pero/ sí una mirada asesina./Por eso estoy paranoico“.
La pregunta es cómo sustraerse de eso, cómo resguardarse u ocultarse de eso, como crear o creer en una casa ante ese monstruo íntimo e intangible, esa es y sigue siendo una pregunta acuciante por su pulsión espasmódica en el tiempo del análisis.
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Añado un tercer rodeo, abro con él una ventana de comprensión. Creo que por definición el narcisismo se esconde, o mejor, si se esconde habrá habido narcisismo. Esto es así para un niño, para un feligrés o para cualquiera de los tres cerditos del cuento. Se esconde opacando la transparencia, se esconde recubriendo la inconsistencia, se esconde de lo que lo amenaza, de lo que lo castiga o aterra, ahí está su valor distintivo, o su sagrado valor. Lo pescás o no, está expuesto deficitariamente en transferencia, es una de sus interferencias e interjecciones. El narcisismo, como algo distinto a la angustia, es una señal exageradamente contrastante, infatuadamente contrastante, es un garabato maníaco o una presencia de fe apenas lograda de su presencia -la de la angustia, digo-.
Dos ocurrencias de dos pacientes echan luz respecto a esto último. Un paciente se ve sobrepasado por lo que dije, parece que desoí alguna resistencia, empieza a canturrear un mantra, “ho´oponopono”. Lo repite. Me preocupo, ¡¿qué habrá escuchado de lo que dije?!. Esto de pagar con palabras es costoso, pienso, me arrepiento, quiero desdecirme -contra toda regla técnica-. “Andrea Bruno”, dice, interrumpiéndome. “Es una técnica de Andrea Bruno, no te preocupes”. Luego de 10 minutos continuamos la sesión hablando de lo que dije inmediatamente antes de que se desate su mantra.
Otro paciente sale del consultorio corriendo, repentinamente, asustado, tiene 7 años, vuelve a acudir a la presencia que lo salvaguarda, y abraza a la madre que está en el hall, luego de que en un juego de guerra yo me diera por vencedor.
Uno y la cantinela. Otro y la madre. Uno y otro apelan al resguardo, cada uno vuelven al suyo: ¿acto tangible de fe? Relaciono estas 2 ocurrencias de retorno con algo de Winnicott, que insistía con que el narcisismo necesita de otro que no sea una amenaza de aniquilación sino que necesita de otro que, aún en su inconsistencia, habilite algún lugar-teniente: ¿algún lugar o algún teniente de ese lugar?, ¿algún alfil de la hospitalidad?, ¿algún vigía para el desconsuelo?, ¿algún guardián para el sueño?
Esto me recuerda al Pichón Riviere que describiera alguna vez Alfredo Moffatt, “tenía una biblioteca que era un caos absoluto, a veces me hacía buscar libros que después me enteré no existían, yo no sabía para qué me hacía buscar inútilmente en ese caos total, en donde nunca encontraba nada, así él podía dormitar algo, necesitaba que alguien le sostuviera la vigilia”. Esa presencia que sostiene la vigilia, ese censor de la vigilia, desaparece de la escena una vez que está conciliado el sueño, una vez que hizo su sagrado trabajo. Esto también me recuerda a las veces que, atendiendo el celular de madrugada, sostenía el sueño de uno de mis pacientes. Definitivamente, es un asunto de hospitalidad.
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Digresión: ¡Qué buen libro que es “La hospitalidad”, de Derrida y Dufourmantelle! ¿Será casual que esté escrito a cuatro manos?
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Bueno, voy por una cuarta vuelta, ahora apoyado en una línea de lectura freudiana que me permite percibir mejor algunos fragmentos de mi labor analítica. Freud nos ha advertido de lo que nos angosta complejamente de niños, es decir, de dependientes. La soledad, angustia por la falta de quien sostiene al niño. La obscuridad, angustia por la falta del contorno o del borde que sostiene al niño. El silencio, angustia por la falta de voces que sostienen al niño. Esos tres siniestros del sostén, esos tres que acechan al garabato del pequeño yo, por qué no llamarlos con el nombre que lo suelen llamar los mismos niños: lo monstruoso.
El monstruo hace su aparición y desorienta al endeble narcisismo, lo desafía cuando no lo ofende. Ante esa aparición, ¿qué puede suceder? Un paciente volvió al cuerpo del que depende pidiéndole auxilio, a los brazos del padre. Otro céleremente se puso a jugar a las escondidas, sin esconder su cuerpo sino escondiendo un juguete con el que estuvo jugando un rato antes de sentir la amenaza. Otro empezó a preguntar por un dibujito que le hacía de doble, “¿dónde está Pocoyo, se fue, adónde está, ya no está, adónde se metió?, ¡uf, acá ‘tá!”. Otro abría y cerraba a ritmo, primero irregular y luego regular, una cajita con muñequitos de Dragon-Ball-Z. Otro tarareó una cantinela de cuna, familiar por su frecuencia, que le canturreaba su abuela. Esas respuestas en transferencia ante la inminencia de lo monstruoso se imponen como se impone una oración de San Roque ante la inminencia de un perro, o la de San Cayetano ante la pérdida de trabajo. En suma, hace su aparición el monstruo, desorienta al pequeño yo, y, a reglón seguido, arrancan una serie de operaciones de valor rituálico que sin lugar a dudas son de salvaguarda, de fe, identificatorias. Pedir auxilio bien localizado, no a cualquiera, “¡mamá!, ¡papá!, ¡seño!, ¡Diosito!, ¡*911!”. El auxilio ajeno se precisa en una palabra bien dirigida y tonalmente invocante. Eso es identificar también.
Si hacemos un conteo de estas respuestas queda aún más de manifiesto cómo ese ir haciendo algo distinto tiene un santo valor: escondiéndose o escondiendo a alguno de sus juguetes, preguntando por su ubicación, abriendo y cerrando un espacio que contiene, cantando algo familiar, volviendo con ese canturreo a lo familiar, etc. Uno y otros logran resguardarse de lo que angustia, refrenándola con algún lugar-teniente. Esas variadas respuestas de resguardo, de guarida y amueblamiento, les permiten volver a algún lugar de familiaridad, de satisfacción, algún lugar-sagrado, les permiten rendirse a esa evidencia por más inentendible que sea. Como bien ironiza Germán García:“la gente vuelve al hogar siempre, el hogar tampoco se entiende, pero hay una evidencia en él”.
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Quinta vuelta, lo evidente es una necesidad inexplicable. La evidencia de la casita es aún más clara cuando es acechada e invadida, cuando se vuelve poco familiar. Lo embrujado de la casita es una expresión de la falta de evidencia en ella, quiero decir, no es esencialmente evidente pero no puede ser sino evidente. Debe ser evidente, tiene que ser necesariamente evidente. No puede ser contingente, tiene que estar, sostiene. Y esa necesidad de evidencia aparece lograda cuando el mismo yo cree saber operar en y con ella, ir y venir, entrar y salir, guardar y volver. En otros términos, la evidencia o la casita puede no estar, en ese sentido es contingente, pero de estar, está necesariamente, es el santuario de ese yo, no es más que un resguardo narcisístico contra las asechanzas, invasiones y amenazas del monstruo -de lo fiero, de lo poco familiar, de la resonancia siniestra de lo otro-.
“Papá, para dormir necesito que me veas”. Mi hija me llama por la noche, tiene miedo. Qué miedo. Miedos, más o menos repetitivos, más o menos semejantes. Miedos con los que pierde su casita, su referencia, su evidencia, su hogar, decía García. Es indiscutible, lo saben los niños, lo rechazan los enloquecidos. Mi niña, antes de dormir, de dormir sin mi asistencia, se arma una casita, junta dos almohadones rojos, en el flanco derecho pone un almohadón negro, en el izquierdo otro, en el extremo inferior pone al Sapo Pepe, a Pablito de los Backyardigans y a la Dra. Juguetes, en el extremo superior un libro de Fogwill mío, en el derecho un bolso de su mamá, y al lado una cartuchera con lápices de la que se agarra al momento de conciliar el sueño. Sin esa casita a base de objetos nuestros y suyos no logra caer en sosiego ni en sueño, sin esa casita la vigilia no descansa: miramientos de hospitalidad.
La presencia que es llamada ahí, en ese momento, es una presencia en difuminación, que aparece a partir del grito y desaparece una vez conciliado el sueño. Presencia difuminada como lugarteniente del sueño, es una presencia que va desapareciendo de a poquito y en la medida en que va realizando el trabajo por el cual fue llamada. Tu hija te llama, vas. La acompañás con un canturreo, con una caricia, con tu módica presencia contenedora. Y, una vez dormida, te vas sin hacer ruido, cuidándola del ruido. Ya está, se durmió con tu presencia, que ahora guarda al sueño.
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Una sexta vuelta. Decía, a tan solo unos párrafos de distancia, que hay rituales de fe, evidentes, de valor identificatorio. Añado, ahora, que algo de un canturreo, de una cantinela, única y repetitiva, viene a hacer las veces de pivote, o de pivot, no es lo mismo pero da igual. Es un poste, una cinta roja, un cuarto, una muñeca de la Princesa Sofía, un gatito, una caja, un cuadro del General, una frazada o un nombre de pila, no importa a priori lo que es, no tiene como condición cierta materialidad, sólo es conditio sine qua non que esté bien fijado –desexualizado dice Omar Amorós en “Mito en la Estructura”-, que sea insustituible e impermutable, que se presente firme como mediocampista de Cambaceres, y que permita que en derredor se empiece a girar hasta caer en el sueño o en el placer o en el sosiego o incluso en el lapsus. Ese pivote necesita de un pivot, ¿parece una redundancia? Parece, pero no lo es. Ese objeto pivote necesita de la performance de un pivot, de un partenaire, sin un buen centrofobal la pelota no te llega, y la conversión menos. En suma, a un lugarteniente siempre le precede un teniente del lugar, o mejor, a todo sueño le precede un vigía del sueño.
De eso también da cuenta un emblemático lumpen urbano de acá de Rosario, lo he visto varias veces en Italia y Urquiza, que lleva a cuestas unas balizas y unos carteles de advertencia para ubicar en su derredor al momento de dormir; el vigía del sueño es el deseo de cuidarlo -al sueño, digo-, eso lo decía Freud, lo anecdotizaba Pichón y lo ratifico a diario, en mi clínica o en mis insomnios transitorios.
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Séptima. Cuando el monstruo interfiere, ¿qué hacer para no quedar sumido en su horror? La fascinación de lo monstruoso apresa. ¿Cómo mantener el juego, cómo seguir flotando, como quien dice mantener la regla fundamental de la asociación?
Su aparición en transferencia hace patinar, a veces durante una, dos o diez sesiones, ¿cómo disociar esa angustia con una asociación más? No siempre puede despertarnos la agudeza, quedamos embarrados durante un lapso, como en la compartida pesadilla de correr sin avanzar. La angustia, en este sentido, es siempre un contenido dislocado o desintegrado en transferencia: espasmo asociativo. De ahí que añadir un juego puede lograr desdoblarla, es como en homeopatía, que aplican pequeñas cantidades de las sustancias que producen la enfermedad para provocar el efecto contrario, la cura; por ejemplo, jugar a la casa embrujada no es equivalente a la agonía de la posesión, es una pequeña dosis de “brujería” que provoca el efecto contrario de restablecimiento risueño, es una asociación más en el lugar de la disociación posesa.
Esto vale para todas las pesadillas e interjecciones, por ejemplo, jugar a caerse, jugar a romperse en pedacitos, jugar a morir o a perderse psíquicamente, son acciones que permiten añadir un juego en el seno de lo horroroso, añadir una asociación en el seno de lo dislocado, en dirección del ceñimiento de la angustia.
En suma, si, por definición, el pequeño yo no puede huir del monstruo, ese enemigo íntimo, puede sí asociarle algo distinto a él, disociándolo, desde lo cual pivotear.
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Octava vuelta, un recuerdo infantil. Para el día del niño del ’83 me regalaron un muñequito de Martin Karadagián -el titán de Titanes en el Ring, como decía la canción-. Fue un antes y un después. Tenía varios juguetes, pero este sería excepcional; estaban los perdibles -todos, o casi todos-, menos él, que era como mi santo laico. Era el único de mis juguetes que no podía perder, ni romper. En verdad, lo estoy diciendo mal, no era que no lo podía perder ni romper, decirlo así es vanidoso, porque si hay algo que no dependía de mí, era él. Incluso era él el que jamás me perdería ni jamás dejaría que me rompan, de hecho, velaba por mi sueño, como Moffatt a Pichon.
Lo tenía en un estante, a lo alto, intocable. De donde lo miraba me miraba, tenía de efecto óptico giocondo o de santo de portarretrato. Lo había puesto a caballo de Battle Cat -el tigre de He Man-, y ambos entusiastas pisando a la Momia Blanca. Si él estaba ahí, yo podía dormir tranquilo, en su defecto, miedos nocturnos, pesadillas, glú-glú.
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Una vuelta más, la novena. En “La represión”, Freud dice que “en el caso de la pulsión de nada vale la huida, pues el yo no puede escapar de sí mismo”. El yo y sus figuras avasallantes. Digamos, entonces, que la imposibilidad de huir nos exige pensar los vasallajes del yo, en la íntima extrañeza de su formación.
Si no puede huir, desprendimiento de angustia. ¿Pero qué puede? ¿Dónde puede? ¿Cómo puede? Podríamos aventurar otros verbos más efectivos que huir, como, por ejemplo, transformar. Es un asunto de satisfacción, por lo cual no se trata de respuestas a estímulos, sino más bien de transformaciones, deformaciones e inversiones que nos permitan reencontrar otro destino para esa fuerza constante -Miller, en “La Biología Lacaniana y Acontecimiento del Cuerpo”, se anima a categorizarla como pulsión del superyó, no sé, se anima a enlazar dos elementos disímiles como pulsión de muerte y lenguaje en uno, búsquenlo, pueden leerlo en la página 30, y saquen sus propias conjeturas-.
Bueno, pero volviendo a Freud, a nuestro salvaguarda de partida, a un texto de 1925, “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”, leo en él unas indicaciones que, para el caso, me parecen de alcance técnico, dice: “el peligro fue advertido demasiado tarde, y el desprendimiento de angustia viene a representar el sucedáneo de la deformación omitida”. Primera indicación: la manifestación angustiosa como sucedáneo de la deformación. Y añade una segunda, “la censura no sólo puede manifestarse en deformaciones y en despliegues de angustia sino que también puede exacerbarse a punto tal que anula por completo el contenido inmoral, sustituyéndolo por otro de índole punitiva, pero que aún deja reconocer al primero”. Deformación, despliegue angustioso y/o sustitución de contenido punitivo: dos indicaciones, tres destinos.
Tomo nota, son tres puntualizaciones freudianas respecto a la censura, que, acá, nos permiten empezar a hacer una reformulación sobre la acción específica de la labor analítica: la interpretación.
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Décima y última. El juego de persecución, como escuché decir alguna vez a Jaime Fernandez Miranda, es unos de los juegos inaugurales. Lo es, y le añadiría, que es un juego cuya casita es un órgano hipocondríaco: vasallaje y salvaguardo.
Si se trata de la pulsión se trata concomitantemente del yo, del lugarteniente del yo, su pido gancho, su válvula de freno, su zona de retraimiento para no ser cazado, avasallado. Voy por ahí. ¿Cuál es el órgano, cuál es la zona, la casa?, ¿cuál es el refugio donde descansa el yo en el juego inaugural de persecución y predación? Voy por ahí. ¿En qué órgano, de dolor hipocondríaco, está contenido el yo -atareado por un esfuerzo de trabajo que le hace a veces retirar el interés y retraer la libido sobre esa pequeña zona residencial psicosomática-? Voy por ahí.
El resguardo está dañado, pero salvaguarda. Así, por ejemplo, si un pequeño dolor intestinal puede figurarse como un dragón prendiendo fuego villas y ciudades de campiña, ese pensamiento ígneo quema al pensador o esa figuración derrumba a ese refugio somático. Así quemado el pensador o así derrumbado el órgano, esa desintegración queda fuera de sí, a la vista y a la mano del analista en transferencia: obstáculo horroroso.
¿Qué puede conquistarse o recuperarse del fuego? ¿En qué zona de lo que se está quemando podemos salvaguardar algo? Estas preguntas, que parecen literarias, son las que dirigen técnicamente la cura. El analista puede ser el dragón, puede ser un personaje que huye del fuego junto con el paciente, o puede ser el que construye la casita del juego, el pido gancho, en esa asociación empiezan a aislarse los componentes del juego de persecución, con monstruos y resguardos, por más pequeños o dañados que estén. Voy por ahí.
Creo que yendo por ahí -también a la luz de la introducción del narcisismo que hace Freud respecto a la libido-, se pueden reorientar las asociaciones que desprenden personificaciones persecutorias -modo que tengo que nombrar a las figuraciones que avasallan súbitamente en transferencia-. ¿Cómo? Más no fuera, como en el ejemplo, como recurso para volver al dolor intestinal, quedarse atareado sobre ese dolor de órgano -sobre esa “partícula de hipocondría que es constitutiva de las neurosis“, como dice Freud en la “Introducción…” de 1914-, para volver más pequeño al dragón, para transformarlo en acidez, ponéle, para disminuir su crueldad, su quemadura feroz, quizás, para que el yo pueda volver sobre esa zona de su cuerpo, para que pueda volver a esa pequeña residencia cuando los vasallajes recrudezcan, y ya no perdiéndose entre las cenizas o las ruinas.
Ese santo resguardo, ese garabato de residencia dañada, esa partícula hipocondríaca en la asunción de sí cuando todavía no hay gradación del dolor somático -y, como en la infancia, un dolor de cólicos puede ser figurado como una ponzoña de serpiente- es lo que me orienta para pensar cómo cuidar esos enclenques refugios cuando están o cómo ceñir las fantasías persecutorias hasta su mínima perturbación cuando lo queman todo. Voy por ahí para hacer una reformulación de la interpretación a la luz de los censores. Todavía no dimensiono su alcance.
(Nota aclaratoria: este ensayo no hubiese sido posible sin la interlocución privilegiada mantenida durante el 2014 con Andrés Palavecino y sin el libro pivote de “Mito en la Estructura” de Omar Amorós -cuyo prólogo está compuesto con algunas notas de este ensayo-).
Ilustración: Martina Zorzón