Una asistente al curso que actualmente estoy dando sobre temporalidad del inconsciente[1], resumió así lo que yo intentaba transmitir: “el tiempo está situado entre la causa y el límite”. Me gustó la expresión y la retomo.
Ignoramos la causa y la esencia del tiempo, al cual definimos siempre con metáforas acuáticas tan insuficientes como imprescindibles; y el límite desde el cual lo concebimos, el límite desde el cual nos situamos, seres mortales, consiste en que siendo en principio y a la postre infinito e indiferente a lo humano, para cada uno de nosotros el tiempo nos apremia en virtud de su escasez. Nunca hay, como suele decirse, “tiempo suficiente”.
Se dirá que estoy tratando las cosas desde el llamado “tiempo cronológico”, al que mejor sería denominar “tiempo métrico”[2], porque es homogéneo, lineal y susceptible de medida cuantitativa, y no desde el también llamado “tiempo lógico” que, en verdad, merecería mejor el nombre de “tiempo conjetural”, aunque, en este caso, el oxímoron que implica contrastar lógica y tiempo, la lógica que se supone intemporal, el tiempo que se supone alejado de la lógica, justifica que conservemos el nombre que le dio Lacan. Por varias razones que paso a enumerar, quiero indicar que no estoy privilegiando de manera ingenua el llamado “tiempo cronológico”.
Ilustración: Santiago Grunfeld
1- Se reproduce incesantemente entre nosotros una versión escolar y pobre que se limita a decir que el tiempo lógico, formado por tres instancias, instante de ver, tiempo de comprender y momento de concluir, se instituye a posteriori, es ternario (y aquí aparecen las inevitables frivolidades acerca del “contar tres”, las que dejan de lado que cada vez que cuento tres el tercero se duplica en un cuarto suplementario) y no lineal.
2- Ahora bien, el simple movimiento a posteriori – el que, digamos, invierte la dirección de izquierda a derecha –, es tan lineal como el llamado lineal. De otra parte, en los tres cortes temporales, importa, antes que nada, subrayar el primer término: instante de ver, tiempo de comprender y momento de concluir: ¿ qué modos diversos, qué ritmos cualitativamente dispares, están implicados en esta progresión que no puede ser reducida a una cualidad homogénea – como la del tiempo común – medible según un patrón cuantitativo fijo? ¿Cuánto dura un instante? ¿Es válida esta pregunta? ¿En la repetición del circuito ternario no se despliega, advertido o no, un cuarto insidioso que perturba a los amantes incondicionales de la Santísima Trinidad? ¿El acto de contar, en la anfibología que implica tanto contar-relatar como numerar (¡y numerarse!), no está profunda, visceralmente ligado a una exclusión primera (no existe representación adecuada de la expresión “yo nazco”) y a la conversión del último momento en el penúltimo?
3- Además, y no se trata de algo que esté demás, en absoluto, el bendito tiempo métrico no puede ser dejado de lado con la liviandad habitual. A fin de cuentas, tiene algo definitivamente real: los instantes sucesivos no admiten retorno alguno ( para decirlo con pedantería: los distintos “ahoras” no tienen la propiedad conmutativa que sí tiene, por ejemplo, la suma) y transcurren con la indiferencia y ceguera y ausencia de finalidad que es propia del tiempo. No cabe la menor duda de que el tiempo de la sesión, pongo por caso, librado de la presión más crónica que cronológica de los famosos cincuenta minutos, adquiere una nueva dimensión. No obstante, Lacan llamaba a sus sesiones breves, como para indicar que el tiempo lógico no es meramente ajeno al métrico; en realidad se instituye en tensión con él y también contra él. Es más: vivimos en una sociedad gobal cuyas instancias, estructuras, grupos, agrupamientos, niveles, carecen de un tiempo global y único que agruparía en su seno a los tiempos parciales. La economía y la administración pública viven al ritmo del reloj, es cierto, pero ¿ qué tiempo es el tiempo de las identificaciones grupales, digo, para señalar algo ejemplar?
4- Nuestro tiempo, si podemos aplicar el posesivo, más bien diría que no, se constituye en tensión con otros tiempos con los cuales mantiene relaciones de solapamiento, interferencia y, a veces, de convergencia. Si paso del singular al plural: tiempos, no tiempo, un panorama inmenso se ofrece, difícil de abarcar y por eso mismo estimulante.
5- En verdad, no sabemos qué es el tiempo. Y en este sentido conviene recordar la lección de San Agustín en el libro onceavo de sus Confesiones. Su reflexión, es cierto, está determinada por la herencia aristotélica, quien había definido al tiempo en su Física como “la medida del movimiento según el antes y el después”. Más tarde llegarán, muchos siglos más tarde – voy a citar sólo a los más célebres –, las investigaciones de Bergson en Los datos inmediatos de la conciencia y por supuesto El ser y el tiempo de Heidegger. Pero la perspectiva antigua – San Agustín es un momento de transición hacia otra cosa –, no es desdeñable, en absoluto; justamente porque las construcciones actuales que tienen mayor vigencia (y aquí hay que incluir, desde luego, a la problemática freudo-lacaniana que es la que, en definitiva, nos interesa) muestran a las claras que el tiempo de la subjetividad, con su circuito escalonado, con sus diversas entradas y sus conexiones aleatorias que alteran la linealidad y la reemplazan por la tabularidad [3], se defiende de, resiste a lo real de la temporalidad, un real que no podemos siquiera confundir con el llamado por Freud principio de inercia, porque éste es una tendencia propia del organismo psíquico, que tiende al cero, mientras que el tiempo “crudo” del que hablo, el tiempo que me gustaría llamar salvaje, está al margen de cualquier tendencia; ni siquiera es una finalidad sin fin.
6- San Agustín tuvo el mérito de incorporar la noción de memoria para analizar la temporalidad; esa memoria para la cual el futuro es el que ahora adviene como tal y el pasado no es simple pasado sino el pasado que ahora vivimos como aquello que ha sido, que está siendo sido o que fue, todos modos verbales sin duda diferentes entre sí. Y es esa misma memoria humana la que se topa con el enigma del tiempo, ya que la medida del tiempo no transcurre, es fija, sea medida según los movimientos solares o según el cronómetro o incluso según el calendario; por el contrario, el movimiento, en el sentido aristotélico, que es el movimiento de transformación, metabólico, y no el mero movimiento local, transcurre como movimiento de generación y de corrupción – Aristóteles privilegia este último desplazamiento metabólico: la materia es causa eficiente de corrupción. Sin embargo, el tiempo no se confunde con el movimiento, dice San Agustín, porque si algo permanece inmóvil, el tiempo sigue su curso; pese a a lo cual no podemos aislar el tiempo del movimiento. Así el tiempo es una entidad bífida, situada entre lo simbólico y lo real de un modo enigmático.
7- Es desde aquí que tenemos que interrogar esa serie ya apuntada: instante de ver, tiempo de comprender, momento de concluir.¿Cómo aislar y coordinar las dimensiones del instante, del tiempo, del momento? Voy a señalarlo, sólo señalarlo, de manera preliminar para luego en próximas notas ahondar en ello. El instante no tiene otro espesor que la pura negatividad: el instante de ver es el instante en que algo se sustrae al ver y pone en marcha el circuito íntegro; el tiempo de comprender – lo ha dicho Lacan –, tiene la extensión, cualquiera por otra parte, de llegar a comprender que es preciso concluir. En cuanto al momento de la conclusión, es el de la identificación, que, como sabemos por el seminario La identificación, es un tiempo de detención; lo que equivale a decir que el acto allí sufre un desmentido cuya estructura es preciso cernir.
8- Una última (y todavía preliminar) observación sobre la retroacción. Si ella es algo más que una retroacción que determina el sentido a posteriori de una frase, de un párrafo, de un enunciado, es porque se cruza en el camino de una anticipación del sujeto, pero lo hace de manera tal que divide a la anticipación en una anticipación esbozada de antemano y en la misma anticipación pero anticipada, es decir trastrocada, invertida. Que es otra manera de repetir la clásica aseveración de Lacan: “el emisor recibe del receptor su propio mensaje en forma invertida”, pero incorporándole la dinámica de la anticipación, que sufre una fragmentación.
Ilustración: Santiago Grunfeld
I
En cualquier caso, la retroacción, concebida como efecto retardado más que como simple retroacción, es inseparable de la comunicación invertida: soy el receptor de mi propio mensaje; lo que escucho de lo que he pronunciado, lo que escucho de mí desde un Otro, muestra la disparidad entre oír y escuchar.
Pero este vínculo entre la temporalidad en retardo y la estructura del diálogo (que es en verdad un triálogo) debe profundizarse en una dirección no siempre bien explorada.
Es que si interrogo a otro y este otro se comporta como Otro testigo, mi pregunta, lo sepa o no, es ya y de antemano una respuesta a una interrogación previa, informulada, virtual, que sólo se actualiza en dos tiempos: cuando comienzo a hablar y cuando escucho el sentido invertido de mi propio mensaje.
Ahora bien, lo que importa es situar el eje en torno al cual condensar los tres grandes modos de la temporalización inconsciente: El choque traumático , indisociable de la presencia del prójimo; la prisa que el Otro impone al sujeto; y el retardo con que éste llega a situarse con respecto a las consecuencias de sus actos.
Ese eje puede ser reducido a una sola palabra, a un verbo y sus múltiples transformaciones:contar.
Uno cuenta numerando las cosas, también numerando a las personas, operación cuyo mayor interés consiste en que al contarme me excluyo, precisamente porque estoy yo, que en primer lugar cuento como contante y luego yo como objeto, dualidad imposible de reunir en una sola dimensión, aunque una sola palabra, “Yo” , refiere simultáneamente a ambas dimensiones. Pero también cuento cuentos, cuento acontecimientos, fabulo; y asimismo cuento momentos, fechas de inicio y de fin, o bien describo lo que fuere con expresiones temporales que tienen toda la ambigüedad referencial de lo que no se reduce al reloj o al calendario:”hace tiempo”, “luego de un rato”, “ahora mismo”, “lo haré después que vos lo hayas hecho”, etc.
Graham Greene decía en el comienzo de su novela El fin de la aventura: “Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira hacia atrás o hacia delante”. Se dirá: sí hay comienzo; sí hay fin; después de todo uno nace, real y metafóricamente, y también muere, sin metáfora.
Pero el nacimiento metafórico es el producto inevitable de una reconstrucción y la muerte no es un fin, sino una interrupción.
Al contar “cómo empezó todo…” hay un silencio anterior a la primera palabra que pronunciamos o escribimos que es como el espacio blanco sobre el cual se dispone luego la escritura o el escenario mudo en el cual nos disponemos a hablar con nuestro interlocutor. Ese silencio sólo revela su enigma poco a poco, a medida que el discurso progresa hacia su fin y las direcciones temporales se invierten. Mas es un enigma cuya revelación es decepcionante porque posee la misma textura que Hegel asigna a las magnitudes infinitamente pequeñas en su Lógica[4], cuando sostiene que “Estas magnitudes han sido determinadas de tal modo que existen en su desaparecer, no antes de su desaparecer, pues entonces serían magnitudes finitas, ni después de su desaparecer, pues entonces no serían nada”.
Pero, ¿qué presente es éste, un presente sin antes ni después? ¿Un presente inaferrable?
Sin duda se confunde con la sustancialidad del sujeto, sobre la cual hay tantas confusiones en nuestro medio, seguramente porque se ha convertido en mera consigna el decir una y otra vez que Lacan desustancializa al sujeto, cuando sí, se puede decir que sí, que lo desustancializa hasta el límite de lo posible, porque en el mismo sujeto hay algo inaferrable, algo de sí que ignora sin remisión – y el saberlo, el saber no que lo desconoce, porque el desconocimiento es una forma de significar lo desconocido, sino saber que se ignora radicalmente, no levanta la censura.
La frase de Hegel tiene su miga, incluso en esa aseveración final un tanto sorprendente y hasta sintomática; es que sólo una inteligencia no dialéctica puede sostener que algo que desaparece se transforma en nada. Lo que subsiste es justamente la huella de la desaparición que no es simplemente nada, aunque tampoco sea un ser pleno: es una casi nada. Quizá la temporalidad del sujeto sea una perpetua oscilación entre una existencia que existe desapareciendo y así pulsa en el fondo, (iba a decir como una suerte de bajo continuo; pero no, el bajo continuo está cifrado; y aquí de lo que se trata es de algo obtuso, un ruido más bien, un ruido constante e insidioso;) y algo que después de desaparecer subsiste como huella, esa huella que se puede contar, que de hecho contamos cada vez que empezamos a contar, porque al contar el que cuenta se descuenta y lo que cae de la cuenta retorna, incesante, en los intervalos entre una cuenta y otra, entre un segmento y otro, y así el tiempo que contamos es un tiempo mal contado: el comienzo forzado está por recomenzar y el fin es penúltimo y no último.
Ilustración: Santiago Grunfeld
II
El ruido del comienzo sin comienzo, se mezcla inevitablemente con la pregunta del Otro a la cual responde mi interrogación, en la medida misma en que esta pregunta fundamental es como un palimpsesto a medias destruido, al cual hay que cercar, diré para emplear la terminología de Hegel, en un acercamiento de retorno,[5] acercamiento al cual siempre le falta algo para concluir, razón de repetición, razón de interpretación que concluye provisoriamente en el punto en el que el supuesto círculo de retorno se transforma en espiral de progresión hacia atrás.
Todo movimiento temporal se orienta, a la vez, en una doble e irreductible dirección – y sin síntesis, al menos en el sentido clásico del término: de un lado la flexión temporal irreversible, sin remisión; del otro una tensión dirigida simultáneamente desde un presente del cual el sujeto no es contemporáneo, hacia el pasado y hacia el futuro; flecha doble y doblemente desgarrada: ya el advenir adviene desde el pasado y éste retorna desde el futuro como anticipación.
Hay quizá una tercera dirección, la que merece el nombre de instante.
En su diálogo Parménides, Platón menciona esa extraña entidad que llama atópica, y que es el instante: exaíphnes (Parménides, 156c/157a), palabra sugestiva formada por la partícula ex “fuera de” y el adverbio aíphnes,”súbitamente”. Es un intermedio, un intervalo ( metexis) entre el movimiento (kínesis) y la inmovilidad, (stasis[6]).
Esta extraña entidad, dice uno de los mejores conocedores del problema, Jean Wahl[7], no es ni ser ni no ser, o en todo caso es un no ser que no se confunde con la nada, algo que guarda una cierta relación con el concepto matemático de diferencial (es la hipótesis del neokantiano Paul Natorp) y que, en definitiva, tiende a dar cuenta, gracias a un elemento neutro que no transcurre y que por ello se vuelve intemporal, del cambio, del pasaje de un estado a otro: del movimiento a la inmovilidad y a la inversa.
Ya el famoso Zenón de Elea había mostrado cómo el intelecto capta al movimiento sólo bajo la forma de una serie sucesiva de inmovilidades y de esa paradoja extrajo su conocida conclusión aporética: el movimiento no existe.
Los cambios de estado de la materia – nuestra módica experiencia cotidiana del paso del estado líquido al gaseoso – son captados no como tránsito sino como corte temporal.
¿No es impensable el tránsito en su pura continuidad?
Quizá por ello ha dicho Wahl que quizá “ese discontinuo <el instante> sea, pues, el símbolo de la continuidad”. Un concepto, el de instante, que puede acoger, simultáneamente, predicados contrarios y hasta contradictorios.
Habrá que explorar esta noción explorada primero por Aristóteles en su Física y luego en siglos posteriores por Kierkegaard y Bachelard. Y habrá que hacerlo para que podamos retornar con mayor detenimiento y rigor al temar inicial, el del contar.
¿Es contable el instante?
Ilustración: Santiago Grunfeld
III
Para Kierkegaard la concepción que Platón tiene del instante es abstracta; es decir, no tiene en cuenta ( ni podría haberla tenido) a la temporalidad específicamente cristiana, que en el instante se cruza con la eternidad.
Pero, se dirá, ¿no ha dicho Platón en el Timeo – una frase citada una y mil veces –, que el tiempo es “la imagen móvil de la eternidad”?
Se puede argumentar primero, que la eternidad cristiana no es idéntica a la griega clásica (baste citar, característica diferencial aunque desde luego no única, el creacionismo cristiano, que instaura en el origen un salto) y luego, que una imagen móvil es apenas otra cosa que un reflejo sensible, abotagado, cansino, imperfecto entonces, de la absoluta e indescriptible perfección marmórea – y desdeñosa de lo meramente humano –, que reina en un cosmos tan finito como cerrado sobre sí.
Por el contrario, para Kierkegaard el tiempo es un infinito en el cual sería imposible localizar algún lugar fijo, un lugar que no sea mero pasar, sin un vínculo con la eternidad, la que hace de la presencia de la divinidad una súbita intervención en la constitución de un presente como tal.
“Por lo tanto – dice – el tiempo es la sucesión infinita[8]. La vida que es tiempo y que sólo pertenezca al tiempo no tiene ningún presente. A veces, desde luego, se tiene la costumbre de definir la vida sensible diciendo que es en el instante y sólo en el instante. En este caso se entiende por instante la abstracción de lo eterno, convirtiéndolo en una parodia de la eternidad, en cuanto se pretende hacerlo presente. El presente es lo eterno o, mejor dicho, lo eterno es el presente y éste es la plenitud. Éste es el sentido en que los latinos afirmaban la presencia de la divinidad– presentes dii–, y con esa misma palabra, aplicada a la divinidad, designaban también su poderosa asistencia….
Si, en definitiva, se pretende emplear el instante para designar el tiempo, haciendo que el primero signifique la eliminación puramente abstracta del pasado y del futuro y que así sea el presente, entonces hemos de afirmar taxativamente que el instante no es en modo alguno el presente, por la sencilla razón de que semejante intermediario entre el pasado y el futuro, concebido de un modo meramente abstracto, no existe en absoluto. Esto manifiesta bien a las claras que el instante no es una mera determinación temporal, ya que ésta sólo consiste en pasar, de tal suerte que el tiempo no será más que tiempo pasado si para definirlo no tenemos otras categorías que las que se descubren inmediatamente en él. En cambio, si el tiempo y la eternidad se ponen en contacto, ello tiene que acontecer en el tiempo, y henos aquí ante el instante”[9].
Ilustración: Santiago Grunfeld
Oponer un puro pasar a una presencia que fija el presente sólo apelando a la divinidad puede pasar por un recurso que atenta contra la racionalidad y que no podemos aceptar sin cribarlo. Y sin duda es preciso cribarlo, pero en una dirección distinta a la que suele suponer el lector refugiado en las comodidades del pensamiento llamado “científico”.
Sin duda nosotros ya no creemos simplemente que “el presente es lo eterno” y menos aún que el presente de la presencia y la eternidad plena se equiparen. No obstante, sabemos que la imposibilidad de reunir la búsqueda y el hallazgo de objeto en un solo haz, la inasibilidad del momento de la muerte y la constitutiva insatisfacción del deseo amenazan siempre con diferir indefinidamente cualquier corte, cualquiera pausa o punto de referencia estable; amenazan con transformar la inscripción metafórica en una perpetua derivación metonímica o, para decirlo en términos de la patología obsesiva, amenazan con la incesante procrastinación.
¿Cuál es entonces el punto de corte? La presencia de una ausencia, que no es mera ausencia pero tampoco pura presencia porque se trata, en definitiva, de una huella, de la huella de lo que se retira. Negar la plenitud, proclamar que el principio del placer es pura negatividad –la ausencia de dolor: así, nada positivo–, afirmar que el deseo, causado por un objeto (o más bien por la ficción de un objeto, dado que nada tiene allí de arrojado delante de alguien: ob-yectum) carece de objeto que lo colme, reclama una eternidad; pero podríamos agregar, con y contra Kierkegaard al mismo tiempo, que estamos ante una eternidad vacía o el vacío de la eternidad, o de lo eternamente irrepresentable. Para decirlo en términos más, por así decirlo, laicos, el punto de llegada de las asociaciones se transforma inmediatamente en un punto de retorno: la repetición repite un desencuentro constitutivo.
Curiosamente, el propio Kierkegaard, da un ejemplo para volver “intuitivo” el que el instante es conmensurable con la eternidad, “puesto que en el momento de sucumbir expresa en el mismo instante la eternidad” y lo hace en una nota que él agrega a su libro ya citado más arriba, El concepto de angustia, una nota que, sugestivamente reclama indulgencia del lector, porque se trata de algo poco “serio”, (nada menos que de la escena y para colmo de la escena cómica[10]), arroja una luz inmensa sobre el tema, al punto que lejos de ilustrar el concepto de eternidad, lo conserva cuestionándolo, lo conserva llevándolo a su punto extremo de resolución – o de irresolución, pudiéramos decir también.
La transcribo en lo esencial:
“Había una vez en Copenhague dos actores a los que casi de seguro ni siquiera se les pasó por las mientes que en su ejecución artística se iba a encontrar un profundo significado. Nuestros buenos actores aparecían en escena, se situaban frente a frente y empezan a representar de una manera muy mímica algún conflicto apasionado. Cuando la acción mímica estaba casi en el apogeo y los ojos del espectador pendían de la historia dramática, esperando ansiosos el final, precisamente entonces nuestros actores la interrumpían de pronto y se quedaban como petrificados en la expresión mímica del momento. El efecto era sumamente cómico – o podía serlo -, ya que el instante se hacía conmensurable con la eternidad de un modo fortuito.”
La referencia a la alianza entre lo fortuito y lo cómico proviene del romanticismo alemán, más propiamente de Jean Paul: mostrar lo más elevado bajo su aspecto más incidental y casual y hasta frívolo – el tamaño de la nariz de un gran hombre, por ejemplo –, genera un efecto de comicidad cuando se trata de una escena o propiamente humorístico cuando se integra a un relato.
Pero el relato que hace Kierkegaard de la escena presuntamente cómica, no suscita sino inquietud: ¿la eternidad se sitúa en la interrupción brusca de algo que parecía llegar a su culminación?
¿No evoca, acaso, simple y terriblemente a la muerte, que llega como parálisis del gesto que sobreviene súbitamente sin tener en cuenta la vida del sujeto? – la muerte es un huésped desconsiderado, indudablemente.
El instante final (de la vida) es el modelo de cada instante. Podemos utilizar el modelo que ya utilizó Bachelard, el de la música. La música surge del fondo de silencio (aunque la sugerencia de Lacan, interesante por demás, indica que la voz, la música en este caso, es la que hace manifiesto al silencio de fondo), pero es preciso que existan intervalos de silencio, por más pequeños que sean, para que haya música, es decir, para que discontinuamente se articule el sonido –articular, lo sabemos, es dividir–.
Si no hubiera intervalo relativo (en oposición al gran intervalo absoluto, el que ya ni siquiera es intervalo) todo sería confusión, ruido.
Pero a partir de aquí es preciso interrogar qué es lo que fija, qué lo que se retira, (¿la retirada del Dios cabalístico?), por qué razón siempre tenemos en el horizonte una plenitud tan indescriptible como imposible de eludir, aunque más no sea que para negarla.
Ilustración: Santiago Grunfeld
IV
Podemos pensar las cosas desde un ángulo diverso pero convergente; me refiero al punto de vista de la repetición. Kierkegaard ha destacado que la repetición no consiste en la reiteración[11]. La reiteración remite a la linealidad cronológica; “el hecho ocurrido el jueves, se reitera el sábado”, pongo por caso. La repetición está ligada fatalmente al “salto”; la vez posterior está separada por un abismo de la anterior hasta el punto que el régimen anterior del tiempo y el posterior no se incluyen (no se encastran, no se integran) en un mismo paradigma. En la historia francesa y en definitiva europea, el año de la Revolución Francesa hace saltar el continuo témporo-cronológico; y más aún el abismo se marca desde el momento en que el rey es guillotinado: empieza otro tiempo, discontinuo en el nivel político aunque en otros planos – económico, administrativo, en sectores más viscerales de la organización familiar, etc –, persista una cierta continuidad, sin embargo profundamente afectada por el trastorno político.
Desde ya, hay eclipses, cuestiones vueltas una y otra vez a retomar, pero en ningún caso lo que suele suponer un cierto historicismo: una acumulación progresiva de fuerzas.
¡Todo lo contrario! Como lo ha mostrado inapelablemente Bataille, la dilapidación de fuerzas es la norma del proceso histórico: el tiempo es el tiempo del salto pero asimismo el tiempo de la ruina.
Ahora bien, no hay ruina sin suposición de un estado primigenio de perfecta conservación, ni discontinuidad sin una suposición de continuidad, aunque sea la mera y aparentemente humilde (¡ pero no lo es!) suposición de invariabilidad, esta continuidad y aquella perfección que se atribuyen en principio al Paraíso o a la Edad de Oro o a su retorno inminente; o a alguna de las ingenuas (ingenuas y connmovedoras) representaciones populares ( campesinas) de Jauja, un lugar donde no es preciso buscar la comida porque está a disposición de todos libre y continuamente.
Y sin embargo estas instancias son tan vacías, tan insistentes, tan patéticas, tan necesarias, tan necesariamente imposibles, como la sempiterna eternidad.
Así, con Kierkegaard y contra él, podemos decir que el cruce del instante con la eternidad es sistemáticamente un cruce vacío, porque cruza lo condicionado con lo incondicionado, pero de este último no se retiene ningún contenido, ninguna memoria, sólo el pasaje por un fulgor que remite a posteriori a la nada del contenido, a la nada de la memoria: lo incondicionado,apelado, declina como condición sin remedio, tal y como lo expresa un aforismo de Novalis: “Buscamos siempre lo incondicionado, pero sólo encontramos, por todas partes, cosas, condicionadas”. (El autor juega con la contraposición entre incondicionado (Un-bedingt) y cosa (Ding) , porque una cosa incondicionada, unbedingtes Ding, es una verdadera contradicción en los términos[12].
En Kierkegaard hay un juego extremadamente refinado que vale la pena explorar entre términos temporales que encuentran un rápido y fructífero eco en el psicoanálisis, a condición de que sepamos escuchar[13] lo que allí se trama.
Existe un tiempo inmediato, estético (y para él, en esto, claramente discípulo de Hegel) en el que la sensibilidad, primera, se pierde. ¿Cómo recuperarla?[14] No hay recuperación, dice Kierkegaard, sino salvación: salvar la sensibilidad, salvar los fenómenos, agrego introduciendo otro matiz. Pero hay que pasar para ello por un estado superior, que supone a la ironía – entendida como división en acto del sujeto, entre el querer y el desear, entre lo buscado y lo hallado, entre la obra realizada y la obra por realizar –, y asimismo a la melancolía, tomada esta última en una acepción más básica y general, que es el enfrentamiento del sujeto con el dolor de existir, que no es otra cosa – no es menos, pudiéramos agregar –, que el llamado goce (no gozo) de la vida: el hecho de estar en el mundo como objeto entre los objetos, sometido a la acción de ellos, a la promiscuidad del entorno que no es discernible del ruido de los órganos cuando enferman.
¿Hay acceso a una inmediatez segunda?
Si la inmediatez primera es un flujo sin corte, la segunda es un corte en el flujo que implica, es preciso decirlo, lo que Freud denominaba una ganancia de placer (Lustgewinnen), un más allá del placer que opera como excedente y que es el correlato de una invención que establece una profunda e inconmensurable distancia entre el antes y el después, un intervalo que es lo que llamamos en otro registro acontecimiento.
Vemos que hay series temporales que empiezan con un flujo que es pura pérdida, una división que es simultáneamente traumática, segunda instancia de una temporalidad del choque, del golpe, de la violencia de lo inesperado, y culminan provisoriamente en la historia que ya no es continua porque entre el antes y el después se introdujo ese particular y azaroso instante que llamamos acontecimiento.
La interpretación analítica es un ejemplo acabado de esto último, al igual que la obra que culmina, aunque sea bajo forma fragmentaria.
Pero importa señalar, para evitar tendencias que podemos llamar “puritanas”, que si la intemporalidad que se cruza con el tiempo es una clase nula, es asimismo una clase que se inscribe en modos no nulos, algo así como arabescos, siluetas o vislumbres del absoluto absolutamente inconcebible, cuya inconcebibilidad, experimentada en la carne y no mera y abstractamente pensada, causa concepción, es decir causa un excedente. Dicho de otra manera: la nulidad sólo se aprecia a posteriori, del mismo modo en que sólo porque hay una huella de satisfacción podemos declarar que la vivencia de satisfacción es un lugar vacío de representación.
Es preciso que desde el tiempo experimentemos el vértigo de lo intemporal, la irrupción de un hallazgo en esa tensión extrema, para luego ser sacudidos por el hueco de lo intemporal.
Mas de ese vértigo no podemos prescindir, aunque lo entendamos de un modo bien diverso de los cánones de la tradición religiosa.
Ilustración: Santiago Grunfeld
[1] La referencia “actual” corresponde a agosto de 2008.
[2] Es que decir “tiempo cronológico” equivale, dado que cronos significa “tiempo” en griego, a algo así como “tiempo temporal”. No puedo evitar la mención de aquella serie televisiva de la década del 80, que los autores del doblaje llamaron “Martillo Hammer”.
[3] Véase Serres, M., Hermes I, la communication, Minuit, Paris, 1984. (Hay versión castellana en la editorial Almagesto) La tabula (tabla) es un dispositivo que, como lo indica el nombre, tiene simultáneamente varios ejes de referencia. Que haya una dimensión simultánea en el tiempo mismo, plantea no pocos problemas.
[4] Hegel, G. W.F., Ciencia de la lógica, Hachette, Buenos Aires, 1956, tomo I. p.135.
[5] Ib. tomo II, p. 580. Así traduce Mondolfo la expresión alemana Rückannä-
herung, o sea “acercamiento hacia atrás”. [Hegel: Wissenschaft der Logik, S. 1576. Digitale Bibliothek Band 2: Philosophie, S. 41225 (vgl. Hegel-W Bd. 6, S. 570)] Estoy empleando, por cierto, estas nociones aisladas del contexto en que opera la ontología hegeliana, aunque también es verdad que algo antihegeliano ( antisistemático) se desliza de continuo, si uno es capaz de oír su murmullo en estas densas páginas.
[6] El término griego, del cual deriva nuestro “estático”, tiene una sorprendente anfibología en su lengua de origen, porque significa tanto estabilidad, fijeza, como sublevación o revuelta. Quizá el elemento común consista en la pesantez, la gravedad, que connota al vocablo: una sublevación es sin duda “grave”, pero a través de su pesantez social y militar tiende también a la fijeza una vez tomado el poder.
[7] Wahl, J. Estudio sobre el “Parménides” de Platón, Nueva Biblioteca Filosófica, Madrid, 1929; ver especialmente pp. 154/157.
[8] Un heideggeriano podría objetar – y de hecho es lo habitual –, que ese tiempo infinito es el tiempo vulgar, ya que el tiempo de la existencia se construye de una manera finita, con un término de referencia que es la muerte. No obstante, es una cuestión que aquí quiero dejar meramente subrayada, como al pasar, pero para que no pase, en definitiva, si el tiempo finito no se construye sobre el fondo de un tiempo inabarcable, un tiempo que derrapa sin cesar y conduce todo a la ruina, un tiempo, en suma, sin asidero, este tiempo termina por instaurar un humanismo edificante, salvífico, francamente beato, aunque se pretenda inmanente y ajeno a toda tradición trascendente. Hay, en definitiva, una dimensión del tiempo que es real; y es lo que hace que no pueda construirse una teoría unitaria de él.
[9] Kierkegaard, S., El concepto de angustia,( traducción de Gutiérrez Rivero), Alianza, Madrid, 2007, p.162.
[10] Si Schelling quiso constituir una filosofía narrativa, Kierkegaard le agregó una dimensión innovadora: una filosofía además de narrativa, dramática.
[11]Kierkegaard, S., In vino veritas/ La repetición, Guadarrama, Madrid, 1976; Colette, Jacques, Kierkegaard et la no-philosophie,Gallimard, Paris, 1994, cap. VI. “Temps et discontinuité”.
[12] He tomado la cita de la entrada “Friedich Schlegel” de la Stanford Encyclopedia of Philosophy, que en inglés reza así: “Everywhere we seek the unconditioned < das Unbedingte>, but find only things <Dinge>”. Las ediciones que tengo a mano de este aforismo que pertenece a “Granos de Polen”, no contienen el fragmento, aunque son poco fiables. Sí la he hallado en una versión al portugués publicado por el Folhetim de la Folha de S. Paulo, en su edición del 27 de marzo de 1988.
[13] Las críticas insistentes, a veces irónicas, otras frontales, al “oírse hablar” que suele desplegar Derrida están fuera de lugar, entre otras y decisivas cosas porque no existe alguien (¡salvo Dios!) que se oiga: siempre me oigo dividido y cuando escucho a Otro no oigo meramente el rumor de mi propia palabra sino que escucho la desposesión y extranjería que es propia de lo que considero propio: mi propia palabra, impropia.
[14] Colette. Ob. cit. pp149/150.