No hubo una sino decenas de movilizaciones en todo el país: “desde Jujuy a Tierra del Fuego”. Se calcula que participaron entre 800 mil y un millón de estudiantes, docentes y no docentes, que salieron desde sus facultades, marcharon con sus organizaciones gremiales, sus grupos de compañeros y amigos o que llegaron a la concentración con sus familias. Las calles y las plazas se poblaron de banderas de sindicatos, de centros de estudiantes, de agrupaciones políticas, pero también se multiplicaron los carteles hechos a mano donde se reproducía la consigna central: “en defensa de la universidad pública” o se respondía a las amenazas del gobierno de Javier Milei y sus funcionarios: “que auditen mi salario de ayudante de primera”, entre tantas otras invenciones que circularon.
Hubo marchas y celebraciones en las marchas: abrazos por los encuentros y reencuentros, alegría por el debut callejero de las y los más jóvenes, bailes y rondas, nuevos cancioneros y batucadas que ensayaban la ironía, la burla o el desprecio contra un gobierno que, desde que asumió pero particularmente durante estos últimos meses cuando estalló el conflicto, no ha dejado de agraviar a quienes enseñamos, estudiamos e investigamos en las universidades públicas. Su hostilidad se expresa tanto en su política de ajuste –congelamiento presupuestario y licuación de salarios y becas estudiantiles– como en su sistemático ataque macartista al considerar que la educación superior es un “centro de adoctrinamiento” o que “la educación pública ha hecho daño lavando el cerebro de la gente”. Incluso en la noche del martes, publicó el meme de un león que se alimentaba con un tazón de “lágrimas de zurdos”, despropósito que intentó corregir al día siguiente, forzado por la repercusión de las movilizaciones en todo el país, con una declaración donde reconocía lo “noble” de la causa para dejar sentado lo “oscuro” de los motivos.
En definitiva, frente a un ataque a la universidad pública cuyos antecedentes se remontan al Onganiato, la intervención de Ottalagano o la dictadura militar, el martes 23 de abril resonó en todo el país la voz unánime de la comunidad universitaria.
¿En qué andan los estudiantes?
Desde la vuelta a la presencialidad plena en las universidades –aunque el proceso puede fecharse con anterioridad a la pandemia–, el estudiantado pasó a convertirse en un gran interrogante, una tierra incógnita; como si la mudez y la inmovilidad en las pantallas de las plataformas de videollamadas, su existencia “virtual”, se hubiera traspuesto a la vida offline de nuestros centros de estudio sin sobresaltos. “¿Están ahí?”
La hipótesis se afianzó tras el triunfo electoral de un gobierno ultraderechista y, ya en el inicio del ciclo lectivo, se manifestó con las dudas acerca de la capacidad del movimiento estudiantil –protagonista de todas las luchas universitarias en nuestra historia– para contrarrestar una ofensiva que ya se advertía descomunal. La rebeldía ¿era solo de derecha?
Con fundamentos de distinto tipo se compartía la impresión –y en nuestras cámaras de eco docentes se potenciaba– de que los estudiantes iban a mantenerse ajenos e indiferentes a los reclamos presupuestarios y salariales. Incluso se temía la emergencia de cierta hostilidad: rechazos a participar de acciones públicas o protestas por la pérdida de clases.
Tales sospechas se desplomaron con las marchas. En realidad, comenzaron a deshacerse antes: los debates en los cursos, las primeras asambleas estudiantiles e interclaustro, la experiencia de las clases en las escalinatas o en las calles y plazas, empezaban a revelar que los estudiantes procesaban y se ayudaban a procesar la crisis en la que nos hundimos precipitadamente. Los adultos –sus docentes, en este caso– también debíamos sacudir nuestras certezas y perplejidades para apelar al tradicional repertorio de la lucha universitaria: las aulas en las calles y la movilización colectiva.
Batallas culturales
Las consideraciones anteriores se relacionan con otra tesis: el gobierno de Milei habría ganado la “batalla cultural” con la que termina imponiendo su credo, su lenguaje, su estética, la reescritura de la historia más reciente y pasada, sus valores, un puñado de identidades de traders emprendedores. Desde una lectura de los cuadernos de Antonio Gramsci –menos que eso: apenas un vistazo a la vulgata de Agustín Laje y Nicolás Márquez– se ha traducido el triunfo electoral en el balotaje y el apoyo popular que revelarían las encuestas como la consolidación de una hegemonía libertaria, esto es: consenso en torno a los valores más concentrados del capitalismo financiero, acorazado con el protocolo represivo de Patricia Bullrich. ¿Pero estas consideraciones no son acaso una apresurada cristalización de un estado de cosas? ¿No es la hegemonía, entendida como esa lenta conformación de un muy macerado sentido común, resignado y conservador, es sinónimo de simples creencias compartidas, un sistema de adhesiones coyunturales, inescindibles de esta crisis sin fondo? Estas preguntas escapan al propósito de nuestra nota. Pero nos animamos a pensar que las marchas también empezaron a desflecar esa supuesta hegemonía. O al menos comienzan a revelar –el “principio de revelación” puede jugar a nuestro favor– que es mucho menos consistente, más frágil, menos sólida de lo que creemos o de lo que se pretende que sigamos creyendo.
Los profesores
Si en algo más coinciden las expresiones de la ultraderecha global –de Trump a Orbán, pasando por Abascal o Bolsonaro– es en su militancia antiintelectual. En esto tampoco difieren de los fascismos clásicos de la década del veinte o de la desdeñosa consideración napoleónica sobre los ideólogos. El ataque apunta a los profesores, pero además embolsa a periodistas, artistas populares, científicos, intelectuales en general. Todos formarían parte de una cultura progresista –woke, en la despectiva denominación estadounidense– decididamente hipócrita, parte del establishment; serían sujetos ensobrados o preocupados por defender sus privilegios y, sobre todo, manipuladores de conciencias, en fin, adoctrinadores.
Esta operación ideológica parece sencilla de desnudar: se deslegitiman sus voces para –consecuentemente– desacreditar sus saberes, sus argumentaciones y fundamentos, sus críticas, su eventual influencia en la formación estudiantil y en la opinión pública. Así se introduce una profunda desconfianza en la relación pedagógica entre docentes y estudiantes, precisamente fundada en la confianza: los primeros caen bajo la sospecha de sus estudiantes y de sus familias; los segundos pasarían a realizarse como delatores. El subsecretario de Políticas Universitarias promovió una dirección de mail para organizar esa presunta reacción estudiantil.
Los instigadores de esta campaña contra los intelectuales adhieren fanáticamente a sus dogmas, monologan frente a sus audiencias sin autorizar preguntas ni repreguntas, repiten argumentos no solo indemostrables sino falsos y anticientíficos, recurren a una adhesión emocional sobre la base del resentimiento, el enojo y la frustración. Todo lo contrario de una clase en la universidad y en el sistema educativo.
No critican al discurso científico para desafiarlo en sus demostraciones –como lo hace la propia comunidad de investigadores– sino para que deje de ser científico, esto es, para que se convierta en una ruidosa y ruinosa conversación como tantas otras frente a la cual el discurso libertario o fascista pueda imponer su atención excluyente. La marcha también le puso un freno a ese discurso premoderno, tal vez incluso precivilizatorio.
Lo público
Es mucho lo que está en juego y lo que las marchas universitarias contribuyeron a colocar en el paisaje político. En su radio de amenazas están todas las instituciones públicas de la comunicación, la cultura, la ciencia y la educación: Télam y el INCAA, el sistema de la TV Pública y Radio Nacional, las bibliotecas populares, el Instituto Nacional del Teatro, el Conicet. Está claro que el gobierno no ataca a lo público por sus históricas limitaciones realmente existentes sino por sus virtudes o mejor: por las posibilidades que abren o permiten experimentar. El arsenal libertario dispara contra lo público para que sea colonizado por las corporaciones. De allí que determine su privatización, su cierre definitivo o su agonía presupuestaria. No tiene otro menú.
A diferencia de lo que ocurrió con otras instituciones públicas en riesgo, la defensa de la universidad acumuló muchos apoyos y fue masiva. Operó como un catalizador de los restantes espacios públicos a defender. Sin duda, porque está más cerca de la experiencia cotidiana de cientos de miles de jóvenes –de aquellos que pueden acceder por capital económico y cultural, desde ya–; a lo mejor, porque hay algo que resuena ahí como “expectativa de ascenso social” –aunque la representación del hijo doctor evoca tiempos demasiado pretéritos–; tal vez, porque las universidades nacionales, gratuitas, científicas, públicas, siguen siendo un extraordinario experimento social, a pesar de los ataques que padecemos desde hace décadas –recordemos que la ley de Educación Superior menemista continúa vigente– y de la guerra declarada por el actual gobierno.
Lo público universitario es su autonomía, su independencia de la influencia o del control de las iglesias, de las corporaciones y del Estado. Ese fue el legado de la Reforma del ‘18 en nuestro país, que se proyectó en todo el continente. Se desplegó una larga lucha desde entonces para que las universidades sean cada vez “más públicas”, es decir, para fortalecer la autonomía del demos. En ese laboratorio se preparan clases, se forman estudiantes, se delibera, se hace política (¡qué otra cosa es intervenir en lo público!), se investiga, se ensayan y producen conocimientos, saberes críticos que pueden contribuir a nuestro desarrollo, a transformar el estado de cosas completamente injusto y desigual, a prefigurar alternativas sociales, comunes, populares. Eso explica el furioso ataque libertario; también, las decenas de marchas que nos dejaron un mejor punto de partida para las batallas por venir.
Santiago Gándara.
Profesor en la carrera de comunicación de la UBA y la UNLPam.