Digo yo, que dice Xul, que dice Kusch, que dice Astrada, que dice Musil, que dice Heidegger: El estar es anterior al ser.
“Sólo atravesado por las sendas que abrían las alimañas, el bosque tenía semanas de ancho y semanas de profundidad; y allá arriba, donde ese bosque era coronado por la montaña, comenzaba el reino de los espíritus. Allí, con los vientos y las nubes, moraban los demonios; no había un solo camino que fuese transitable por un cristiano […] De todo lo que había escuchado, había algo que le resultaba particularmente extraño: se decía que, así como nadie había podido alcanzar los extremos del arcoíris, tampoco nadie había podido tener una imagen completa del paisaje […] A menudo ella se había representado en sueños esta tierra, de la que provenía el hombre que ella amaba, a imagen de este, y se había representado la imagen del hombre de acuerdo con lo que él narraba de su tierra”. Fragmento de Tres mujeres, Robert Musil.
Ilustración: Santiago Grunfeld
Con la inconstancia que me caracteriza, hice el intento de estudiar Antropología en la Facultad de Humanidades de la calle Entre Ríos. Pocas fueron las veces que entré al aula, y esa, creo ahora, debió ser la causa por la que el intento se diluyó hasta frustrarse. No podría culpar a la memoria si en el registro de aquellos años solo se almacena lo ocurrido en los pasillos. Felizmente, fueron las clases de filosofía lo que el recuerdo guardó con mejor criterio. Repaso mis textos y me encuentro en ellos. Sospecho que las ideas con que intento resolver mi realidad, son las aprendidas dentro del aula y no en el bar como supuse durante tanto tiempo. Ignoro si mi estudio realmente se frustró o si, quizás, así debía suceder, tal cual sucedió todo. No existe arrepentimiento alguno, solo me gustaría conocer a la persona que hubiese sido si decidía seguir fingiendo. De los pasillos, el patio y el bar de enfrente, casi no tengo ningún recuerdo significativo. De lo exterior, solo Buchín y el rito.
Definir qué estudia la Antropología no me es posible, no estuve lo suficiente atento como para hacerlo. No se alcanza a desarrollar ningún concepto si uno prefiere estar haciendo otra cosa en vez de oyendo la clase. Aun así, ya no fui el mismo. Aunque me pese todo lo que no aprendí, rescaté una idea que me acompaña desde aquel entonces, una herramienta que me protege, me apuntala, que no me alcanza para comprender la complejidad de la existencia pero sí para construir con calma mi propia conciencia: intento observar un hecho, cual fuere que la vida me ponga delante, desde varias aristas, idénticas, complementarias, diferentes e incluso opuestas. Cuando uno logra mantener ejercitada esa predisposición ante un proceso creativo, muta todo. Ya he escrito alguna vez sobre el cuento “Las tres versiones de Judas”.
¿Y por qué creo tan necesaria esa impronta para enfrentarse a la realidad? La inmediatez nos compromete. Nos empuja a vomitar la opinión de otro. Cualquier mortal que se digne de una vez por todas a pensarse dentro de su realidad, inmediatamente adopta otra postura, otro pulso, sosegado, silencioso, donde las preguntas pueden reposar sin que se enreden con las respuestas insoslayables de un ritmo de vida más bien ansioso. Y en este punto reparo cada vez me siento a revolver el mero estar, agradeciendo eternamente al profesor que me abrió las puertas de Rodolfo Kusch. Agradezco también haber soportado la eterna y fastidiosa fila en la fotocopiadora de enfrente para comprar un cuadernillo con sus relatos. Una cuestión algo clandestina ya que sus libros no son parte del programa académico. Una vez leí que es un autor que se lo desconoce o se lo ama, pero no existe quien no lo quiera. Ahora, releyendo su obra, me arriman otra idea: un autor no comprendido. Como fuese, quedó clara la advertencia del peligro que significa ser. Ser puede asemejarse a parecer, y no me siento cómodo cuando la escisión es un límite tan confuso.
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Una década después del periplo universitario, un yuyero de Puerto Gaboto mencionó el apellido Kusch en el cybermundo y a partir de entonces, comencé a leerlo -a diferencia de aquella otra ocasión- en todas partes. Claro, el algoritmo. Regreso a sus textos en otro entorno: las islas. Lo primero que leo es la idea con la que elijo insistir: el mero estar es una dimensión viva, un postura frente a los hechos. Idea que el autor contrapone a ser, definiéndolo como un anhelo obturado por el deseo, y en el sistema-mercado nunca estaremos en el centro sino en la periferia de ese deseo. Es decir, deseando permanentemente.
Estar es contemplar, la isla es contemplar. Ahora me entero que el coreano más famoso del momento sacó un libro que se llama Vida Contemplativa: Elogio de la inactividad[1]. Estar es el vínculo inmediato con la tierra, con la naturaleza, y lo curioso de este estar, propuesto por Kusch y por Hang, es que rápidamente se lo suele asociar a la precariedad, en primer término, económica, pero en varios sentidos más. Y esa ambigüedad, esa contradicción, parece no estar resuelta por los críticos literarios: justamente me pregunto si eso de la inactividad no solo que no es precariedad, sino que es abundancia. Quizás podría cuestionársele al filósofo argentino un exceso de americanismo en su prosa, cuando el mero estar es una predisposición por fuera de las geografías y los calendarios. El estar es acercarse a aquello que nos interesa, estar es resistirse a tener que ser. Estar siendo así se contrapone a tener que ser, a querer ser alguien, a deber ser algo. Pero claro, hay que aprender a percibir esa incomodidad del deber. Esa ansiedad. Estar también es sentir. Por eso creo que Kusch hablaba de la necesidad de sentir un arraigo al suelo, sea en la ciudad, el campo, la montaña o la selva.
ILustración: Santiago Grunfeld
La cultura es el lugar donde uno se refugia para intentar explicarse y comprender el significado de la propia existencia. Ese lugar no está construido por el cumulo de objetos culturales, sino que se construye con la acción que provoca mi relación con ese lugar. Si cultura significa cultivo, quizás no sepamos qué cultivar si no tenemos suelo. El origen no puede ser reducido a la opinión de quienes contaron la historia, el arraigo es un acierto fundante y no un fundamento casual.
Al mismo tiempo considero que desmenuzar el verbo ser en idioma español puede resultar un poco más intrincado que en otras lenguas donde una misma palabra aborda ambos términos. Porque somos, algo somos, aquí estamos, y por más que una corriente filosófica crea conveniente separar los vocablos tengo que agrado de decir que al menos existimos. Existir creo que se incrusta tercamente entre el ser y el estar para volverlo todo un poco más confuso. Ahora bien, si podríamos liberarnos o, al menos, comenzar a dudar de la idea de ser, tal vez podamos estar en nuestra realidad plenamente, de acuerdo a eso que creemos que es nuestra cultura. Si reconocemos que esto es así, también podríamos pensar que no nos engañaron con la imposición de una cultura acabada, sino que simplemente tergiversaron las raíces y fuimos nosotros mismos quienes construimos esa cultura impropia. Ninguna de nuestras raíces pareciera tener que ver con cuyo, el Litoral, el Altiplano, la Pampa, el Chaco o la Patagonia, sino con la vieja Europa. Creemos que en el suelo de nuestra cultura deben crecer raíces europeas y esto dificulta el arraigo.
Cada circunstancia que nos haga sentir parte del paisaje es un hecho que alienta a avizorar algo más que lo explícito, porque el paisaje no sólo es lo que muestra la imagen, también lo que esconde. Lo que no se ve. El misterio. El propio paisaje es lo que nos brinda infinitas posibilidades de existencia y para que ese contacto inmaterial sea posible, nos tiene que ser posible elegir y participar. Nos lo deben permitir. Se debe poder participar del paisaje. Sea en la ciudad o la isla.
Podría utilizar otra palabra en vez de paisaje, pero prefiero sostener la retórica del autor en cuestión. Su modo de hablar es usado como característica cultural, contraponiéndose al castellano que pertenece a un modelo ajeno. Para que exista esa característica nativa y secular tiene que haber instituciones creadas por la misma cultura, decía Kusch. Los modelos educacionales inculcan e imitan modelos extranjeros y las instituciones nos crean una crisis tal que no logramos completar nuestro modelo local, intentando construir permanentemente una identidad que jamás alcanzaremos.
¿Pretender alcanzar una identidad, un modelo, no podría asemejarse también a querer ser? En este embrollo conceptual que se atisba infinito, procuro aportar al debate una minúscula aclaración: estos pensamientos no están acabados ni son incuestionables y menos aún concluyentes, siquiera yo estoy seguro de ellos. Solo expreso mi interpretación, sin cuestionarme ni reprimirme en caso que de que mute otra vez, y sin olvidarme que es solo una de las ocho mil millones de aristas que coexisten en la sociedad moderna. Antes de la colonización, podría decirse que la vida del indio americano era propensa a representar las conductas contemplativas del mero estar, incluso la construcción de su lengua al llamar a los objetos por sus características y funciones observadas en la cotidianeidad de los días. Por ejemplo, en vez de arroyo, hijo del río, o en vez de sol, luz que sube. En contraposición, encontramos al mundo moderno bastante más inquieto, incapaz de detenerse a contemplar y condenado a la sed de ser. Un mundo productor de entes obnubilados en la rapidez, la productividad y la eficacia. Podríamos anexar también las ideas de Ser y tiempo del polémico Heidegger[1], incluyendo al estar dentro de la predisposición que supone una existencia auténtica, una existencia elegida, aunque no resuelta, pero adoptada por elección y no por imposición; y una existencia inauténtica donde predomina la angustia y la necesidad de refugio en lo ya establecido.
Mientras debatimos si el lenguaje es o está en el paisaje, bien podría no haber sido, podría no haber estado, pero existe. Todo lo que hay, es algo, no como verbo sino como sustantivo, como ente, hablado por el idioma de la materialidad, hablado en tanto se pueda nombrar y objetivar. Lo que no se puede delimitar, como el silencio, la oscuridad, la muerte, preferimos que no sea o que no esté. Ante el miedo, nos protegemos con cualquier teoría. Por este motivo, prestar atención al habla de los pueblos ancestrales nos puede permitir superar el periodo caótico en el que nos hemos embarcado al estudiar nuestra relación con el paisaje.
Pensar en la lengua nos permite formar un criterio propio para descubrir lo negado. Y Kusch utilizaba la literatura justamente para eso: crea una relación con la experiencia donde se está al mismo tiempo viviendo y registrando.
Ahora bien, ¿es simple el paisaje?, pregunta Kush. ¿Es simple la naturaleza?, pregunto yo. ¿Es simple un lago a cuatro mil metros de altura formado por el pliegue de una cordillera que nace?, pregunta Kusch. ¿Es simple un río como este?, pregunto yo.
Aunque son preguntas, no buscan respuestas. Son preguntas con otro objetivo, el de provocar, advertir, molestar e irritar la conciencia. Algún día aseguraremos con rabia que el paisaje era otro.
[1] “Vida contemplativa: Elogio de la inactividad“, Byung-Chul Han, Ed Taurus 2023
[1] “El ser y el tiempo”, Martin Heidegger, Ed Fondo de Cultura, Ed 2009
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