El fuego está ligado de modo inmemorial a la humanidad. El titán Prometeo, asistente de Zeus en la creación de los hombres, es admirado por su coraje y su pasión antitiránicos y por habernos entregado el secreto del fuego. A través de su acto heroico, lo que era un privilegio de los dioses se convierte en herramienta civilizatoria. Protege del frío, ahuyenta a las bestias, cocina el alimento: abre el claro. Pero el poder de la “flor roja”, como supo Kipling[1], es ambivalente. No es insignificante que Shakespeare[2] llamara “fuego sin lumbre” al apetito que el tirano decide satisfacer violando a Lucrecia. Atento al doble filo del rayo, Freud[3] interpretó la victoria de Hércules (liberador de Prometeo) sobre la Hidra como un mito que contiene un saber sobre el riesgo del apasionado desborde incendiario. Correlativa a la capacidad de abrigo de las llamas es su potencia infernal. La antorcha proyecta las sombras de quien la carga. La misma luz que deja ver, enceguece, despierta a la razón y al fanatismo. Las llamas acompañaron la colonización humana del planeta desde la aparición del Sapiens, abrieron el horizonte y el abismo, avivaron las candelas que disiparon las tinieblas, las hogueras de la censura y los hornos de la “purificación” criminal. Junto al fuego que abre un espacio habitable por el símbolo, avanzan las lenguas ardientes que amenazan a las fuerzas creadoras de la naturaleza y la cultura.
A partir de Prometeo, la incineración que devora la diversidad sólo excepcionalmente es azarosa. Los instigadores y beneficiarios inmediatos del caos repiten a Eróstrato. Éste alcanzó su notoriedad a expensas de los tesoros del mundo. El miserable hombrecito capaz de grandes males se convirtió en una pieza clave del modelo del yo occidental contemporáneo. No obstante, los infames de hoy esconden sus rostros cuando actúan. Como el rey Midas, la inmortalidad a la que aspiran es la del oro y la del goce, no la del nombre. Los incendios en los humedales, en las selvas, en los bosques nativos y en las sierras son un holocausto ofrecido al capital por el narcisismo adicto al dinero. Son el equivalente actual del arrasamiento histórico de las grandes bibliotecas del mundo: el asalto a la razón del árbol sagrado de la vida. Las oscuras luces ígneas de los altares modernos arden ante los indiferentes “últimos hombres”[4], víctimas impávidas que gozan sonrientes del espectáculo de su propia aniquilación.
El pacto de la barbarie con la técnica se consuma con fuego. Las fotografías de Franco Trovato Fuoco que presenta Ubik documentan el ecocidio en curso situando las llamas como corolario de un proceso normalizado de conversión de los humedales en recurso, vertedero y víctima sacrificial. El ojo sensible de alguien llamado a hacer este trabajo encadena las imágenes de la biofobia con las hogueras como su último y definitivo eslabón: botellas, latas, artefactos de goma, colillas de cigarrillo amplían desde hace decenios el círculo de las ganancias y la mortandad. En una de las imágenes [Foto 12] un pez parece dirigirnos la mirada bajo la superficie, detrás de una bota ajada en la orilla. En medio de la basura: nuestra firma, nuestra huella indeleble. Como si la naturaleza enajenada y subyugada arrojara estupefacta una interrogación a su hijo perdido.
Trovato Fuoco hace palpable hasta qué punto la pirografía del antropoceno es un epitafio de la humanidad dirigido a nuestra nada, una marca destinada a ningún porvenir. La sexta extinción masiva de la historia del planeta, la más veloz y eficaz de la que se tenga conocimiento, es un siniestro producto del capital que avanza a toda marcha. Cada año, las víctimas humanas mortales del calentamiento global se cuentan por miles, Se agregan los desplazados de sus tierras, despojados hasta de sus nombres, convertidos en parias e ilegales, enfermos, humillados en las fronteras, víctimas del hambre y la sed, sofocados o ateridos. Sus historias se esfuman en las desmemorias del fuego. No es sencillo lograr el reconocimiento público de los líderes globales sobre los nexos causales entre muchas de estas tragedias y el colapso ecológico. Y sin embargo, sólo el poder combinado de la ignorancia y el desconocimiento nos impiden considerar a los desmontes y las quemas intencionales de los bosques primarios y de las reservas naturales como crímenes de lesa humanidad[5]. Éste se perpetra ante nuestras narices desde hace años, de modo continuado e impunemente, al amparo de la complicidad empresarial y gubernamental.
Los activistas ambientales son desoídos y ridiculizados, cuando no perseguidos y asesinados, como los servidores de Deméter bajo el hacha de Erisictón. Según cuenta el mito, éste arremete contra el árbol sagrado de los bosques de la diosa para construir un techo bajo el que devorar apetitosos banquetes con sus amigos. Al verlo alienado empuñando su arma, Deméter, transformada en ninfa, intenta apaciguarlo: “«Hijo –lo llama–, el que cortas los árboles consagrados a los dioses, detente, hijo, hijo tan querido de tus padres, cesa y haz que tus hombres se alejen»”[6]. Tres veces Deméter lo llama “hijo” para hacerlo entrar en razón. Como si la locura del criminal residiera en el rechazo del natum esse, de la condición universal e irrenunciable de nuestra existencia: la de haber sido engendrados, la de ser hijos. El ímpetu del destructor se erige sobre la renuncia de la filiación, sobre el arrebato de la deuda simbólica en la que tenemos nuestro lugar[7]. Erisictón renuncia al parentesco que hunde sus raíces no sólo en la familia nuclear en sentido moderno, sino en la historia de la vida que liga a la comunidad de mortales. Desoye el llamado de una pertenencia que condiciona su señorial individualidad; se quiere autohecho (a selfmade man), autosuficiente, hijo de sí mismo.
Deméter y Némesis lo castigan con un hambre feroz e insaciable. La maldición, como en el caso de Midas, nombra la verdad del deseo preexistente. El hambriento tirano se encierra en el palacio. Sus padres, avergonzados, lo encubren, y la madre apenada ofrece toda clase de pretextos para justificar la anti-socialidad del vástago, que se figura en el relato como una retirada de la vida pública. Erisictón es el adicto inmemorial: en él, la necesidad es colonizada por el imperativo del goce, y el hambre es metáfora de la compulsión mortal. No hesitará en vender a su hija para conseguir qué tragar –el otro extremo de su rechazo de la filiación–, y terminará devorándose a sí mismo: “nutriendo su cuerpo con disminuirlo”[8]. Como el fuego contra el fuego.
En una de las fotos [Foto 15], la silueta de un biguá con las alas desplegadas empujado por el humo se nos presenta como el ángel de la Historia que Walter Benjamin creyó reconocer en el Angelus Novus de Paul Klee:
[Éste] quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso[9].
Nuestra “ceguera del Apocalipsis”[10] se acentúa a causa de la obnubilación ante el brillo de la promesa del consumo, ya ni siquiera de la ilusión del progreso. La tardo-modernidad se deshizo de la superstición del infierno convirtiéndolo en realidad histórica. “Estamos en el horno”, se repite, incluso por cualquier banalidad. Pero el lenguaje usual, observa Freud[11], es fiel hasta en sus caprichos a alguna realidad. Quienes aún pueden huir se enfrentan a un escenario inminente en el que ya no habrá lugar para esconderse. A menos que…
A menos que interrumpamos la huida y respondamos al llamado a detener la cosmofagia. El dios (sive Natura) que sólo quizá habrá de salvarnos[12] es capaz de hacer del fuego (el del sol), alimento. Técnicamente, su poder fundamental es conocido como “fotosíntesis”. Bastaría con dejarlo ser. Los rituales propiciatorios de dicho milagro consisten en apagar las llamas [foto 11], detener el hacha, curar la fiebre del oro y disminuir al máximo posible la producción de tóxicos [Fotos 1, 3, 4, 7, 8, 15, 29, 20, 21]. Se impone la necesidad de reparación de los daños ocasionados que dé lugar a la regeneración de la biodiversidad. Como parte de este proyecto global, del que depende nuestra supervivencia, deberíamos iniciar una gigantesca campaña de reforestación, especialmente de especies nativas.
En la atmósfera que nos resulta a la vez palpable e irrespirable, una auténtica y exigente Ley de Humedales no admite más dilaciones. Tampoco el juicio y castigo a los responsables de la calamidad. Éstos no cesan de jugar con fuego: harían bien en considerar la ambivalencia de las orgullosas llamas, ligadas inescindiblemente a la revuelta. Los resignados se encuentran siempre a un equívoco de la indignación.
La acción de la sociedad civil contra los “modernos Prometeos”[13], los Erisictones y los Midas se está forjando. Es urgente y prioritaria: a juzgar por el panorama de desastres, hay más trabajo por hacer que tiempo disponible.
[1] Kipling, R. El libro de la selva.
[2] Shakespeare, W. “La violación de Lucrecia”.
[3] Freud, S. “Sobre la conquista del fuego”.
[4] Nietzsche, F. Así habló Zaratustra.
[5] Tal es la definición de Stefano Mancuso.
[6] Calímaco. “Himno a Deméter”.
[7] Lacan, J. Seminario 8. La transferencia.
[8] Ovidio Nasón, P. Metamorfosis.
[9] Benjamin, W. Tesis sobre el concepto de historia.
[10] Anders, G. La obsolescencia del hombre.
[11] Freud, S. Psicología de las masas y análisis del yo.
[12] Se alude a la sentencia de Heidegger: “Sólo un dios puede salvarnos”.
[13] Cf. Shelley, M. Frankenstein, o el moderno Prometeo.