Sabina
“Yo también fui un ser humano. Mi nombre era Sabina Spielrein”
Sabina Spielrein, “Última voluntad”, 1904
Para Bruno Bettelheim, Jung se encontró de entrada, en la relación con Sabina, atrapado en los espinosos senderos de la transferencia (“en una relación transferencial y contratransferencial”). “Se lo comunicó por escrito a Freud, quien trató de ayudarlo como mejor pudo. También Sabina, cuando se le hizo insoportable su relación con Jung tuvo que recurrir a la ayuda de Freud. Pero como la amistad entre Freud y Jung se estaba ya deteriorando, Sabina Spielrein se encontró en medio de una situación muy compleja de amor y odio, en la cual los tres protagonistas se debatieron y hasta desgarraron, apresado por igual en una vicisitud humana.”
Sabina comienza a escribir su diario cuando su relación amorosa con Jung está terminada. Cuando se conocieron ella tenía 19 años y Jung 30. A mediados de 1909 Freud toma conocimiento de que aquella estudiante rusa que Jung había definido como un caso difícil era Sabina Spielrein. Un tiempo antes Jung le había hablado de una paciente que le había armado un “sucio escándalo” solo porque él se había negado a darle un hijo. En su diario la joven anota las vicisitudes de un amor que ella define como sagrado y al cual le asigna las características de propiciatorio, salvador, grandioso, y por eso mismo imposible. Un amor que aspira al Uno.
Al parecer tanto Sabina como Jung estaban prometidos a realizar un destino excepcional. En el caso de Jung, Freud no cesaba de manifestar su aprobación en ese sentido como uno de sus sucesores, otorgándole un lugar privilegiado dentro de la incipiente comunidad analítica. Por su parte, Jung consideraba a Freud, al menos en los inicios de la relación, un maestro. En lo que respecta a Sabina, la idea de un destino de excepción le es transmitida por su abuelo y por su padre desde muy pequeña y así lo consigna ella en su diario de infancia.
El destino está presente en la existencia y la escritura de Sabina desde muy temprano, en una versión inalterable que se presenta desde el inicio como visión sacrificial en pos de una gran creación que compromete al ser en su totalidad: “en la vida se me ha dado tener un destino importante y heroico y tendré que sacrificarme a una gran creación.”
Tanto en Jung como en Sabina se repite la predestinación a un destino excepcional por parte de un personaje cargado de autoridad. Y será la fijación a este personaje, en el lazo transferencial, lo que tiñe de pasión a la transferencia, con el agravante de que si quien es tomado en la pasión de transferencia no se ocupa de deshacer ese lugar, no habrá basculación entre el amor y el odio, no se producirá lo que Lacan llama “odioenamoramiento”, para dejar al sujeto sujetado a cumplir con la predestinación.
La gemelidad de almas entre Jung y Sabina es precisamente el punto de enganche fantasmático en que ambos ceden frente al que le propone un destino excepcional. Ambos continúan sosteniendo el sujeto supuesto al saber. “Al que le supongo el saber lo amo” dice Lacan. El amor al superyó deja a quien lo sufre absolutamente cristalizado, fatalmente condenado, o mejor dicho auto-condenado: “Ningún dolor me es demasiado insufrible, ningún sacrificio demasiado grande como para impedirme cumplir con mi destino sagrado”, afirma Sabina.
Jung dirá que Sabina permanece en él como “una personalidad viva”. En una carta de mayo de 1908 le dice: “No me creería si le digo lo importante que es para mí la esperanza de amar a una persona a la que no tengo que condenar y que no se condena a sí misma al asfixiante mundo de la trivialidad cotidiana”, y también “mi desgracia consiste en que mi vida no puede prescindir de la felicidad del amor, del amor tormentoso y eternamente cambiante”. En el relato que Sabina hace para sí misma de los comienzos del amor con Jung, Sabina sitúa el exceso: “Nos conocimos y sin saber cómo, nos amamos. Era demasiado tarde para escapar. Varias veces nos ha sucedido encontrarnos envueltos en un abrazo apasionado. ¡Sí, era mucho! Nuestro amor nació sobre la base de la recíproca comprensión de nuestras almas y de los comunes intereses espirituales.”
Reciprocidad, comunión, espiritualidad, pasión, son los términos que se repiten a lo largo del diario y configuran el discurso amoroso de Sabina amparándose en el eco de las palabras del amado, a la vez que concilia ideas opuestas: “Deseo con toda mi alma que mi amigo me estime profundamente y que me ame, que sienta siempre el mismo amor que yo siento ahora. Podríamos volvernos peligrosos el uno para el otro”.
Sabina parte para Moscú en 1923. Lenin aún vive. Pero Stalin está preparándose para la sucesión y disputarle el poder a Trotski. En 1926 se registra la última aparición oficial de Sabina en un congreso de Psicoanálisis en la URSS. Así como no huye de Rusia en el momento final de su vida, tampoco lleva con ella a Rusia sus cartas y sus diarios en los que intentó anudar, escribiendo, ese destino de excepción que la movilizó durante toda su vida.
Hilda
Oh era justo,
aun cuando yo le arrojara sus palabras a la boca
me decía
“pronto estaré muerto,
debo aprender de los jóvenes”
H.D., “El maestro”
Para Hilda, los recuerdos no son posesiones muertas. En “Escrito en la pared” afirma: “No quiero dejarme arrastrar por la sucesión estrictamente histórica de los acontecimientos, quiero evocar las impresiones o más bien que las impresiones me evoquen a mí, dejemos que las impresiones vengan a su manera, que se ordenen a su modo”. Se trata de escribir como quien se analiza, siguiendo el hilo de las asociaciones que aparezcan, dejándose escribir por ellas. Y así, transformar un “síntoma peligroso”, aquella escritura en la pared que Freud recorta como síntoma, en una creación literaria.
A la manera del ensayo, Hilda echa mano a los fragmentos de su memoria para componer un orden nuevo, lejos del terror insoportable que la había llevado a Viena. El privilegio –dice ella‒ que le dona el hecho de trabajar con el Profesor, de ser “su estudiante” y haber vivido de modo singular los descubrimientos universales de Freud, le permite ensayar una escritura que se vuelve casi una poética de la transmisión.
“Hay cosas debajo de las cosas”, “cosas dentro de las cosas”, escribe Hilda al rememorar las sesiones con Freud. Metáfora del ensayista, pero también de lo que ocurre en la experiencia de un análisis. No se escribe para comprender.
“Escrito en la pared” es la oportunidad de no escribir la historia en el aire. Antes del encuentro con Freud, Hilda dice: “escribir acerca de las experiencias no había sido un buen modo para liberarme de ellas. Lo había intentado y era inútil contar la historia en el aire repetidamente.”
En el gesto de recomponer los fragmentos de un mundo en descomposición Hilda reconoce la importancia y la osadía del descubrimiento “universal” de Freud: “La pictografía, el jeroglífico del sueño, eran una propiedad común de toda la raza. En el sueño el hombre, como en el principio del tiempo, hablaba un lenguaje universal”.
Hilda se refiere a su análisis con Freud como un viaje, del mismo modo que piensa la escritura, la vida, la poesía; convirtiendo a la errancia en un punto de partida. El recorrido que propone supone idas y vueltas constantes, muchas veces simultáneas, recuerdos cuya insistencia configuran zonas de sentido que no terminan de afirmarse, pensamientos que se interrumpen para continuarse en relación con otros pensamientos a los que responderán poemas, canciones, citas, asociaciones en clave de poesía. De modo que la creación parece residir menos en lo que se narra o se evoca que en las relaciones que ella establece con los materiales que utiliza: recuerdos, símbolos, objetos, sueños, acontecimientos. “Síntoma o inspiración”, dirá Hilda. “La selva de lo desconocido nos rodeaba por todas partes. Yo podía, con la corriente que se tornaba cada vez más impetuosa, arrimarme a los bajíos antes de que fuera demasiado tarde. Hacer el inventario de mis modestas pertenencias de alma y de cuerpo, y pedir al viejo ermitaño que vivía en el límite de este vasto dominio que me dijera, que me hablara, y que diga cómo dirigir mi curso”.
Hilda destaca el hábito “encantador” de Freud de aceptar una idea, “de hacerle justicia, sin insistir en demasiados detalles carentes de importancia”, al mismo tiempo que señala cómo este se ubica en el buen lugar del amor, aquel en el que el amor no se vuelve deslumbrante: “Freud deploraba –al menos ante mí personalmente- la tendencia a fijar las ideas demasiado rígidamente como símbolos, o la tendencia a soltarlos inexorablemente.”
Ahora bien, lo que el diario aporta en su escritura cotidiana no es lo que llegará después, en su lectura, sino lo que se mantiene en ese presente de la anotación como lo que todavía no ha sido. Aún se trata en este diario de “cosas no nacidas”. Mientras se analiza, Hilda escribe lo que ocurre en sus sesiones, y fuera de ellas, en ese instante en el que se permite soñar sobre su cuaderno de notas.
La inclusión del diario en el testimonio alude a una forma de pensar la temporalidad y las transformaciones que sufre la palabra en análisis cuando es tocada por el amor. Freud señala repetidamente en su encuentro con Hilda la belleza con la que ella relata ciertos acontecimientos de su vida, se detiene en esos instantes en los que la palabra se aparta de la comunicación para convertirse en palabra poética. Por otra parte, en el momento de la escritura del diario Hilda señala varias veces la sugerencia de Freud de “no prepararse” para las sesiones, de interrumpir la escritura a favor de la espontaneidad de los pensamientos. Pero ella afirma que escribe para continuar. No aparece la posibilidad de interrumpir sin que esta interrupción sea a pura pérdida (en la vía de la “obsesión constante de que el análisis será interrumpido por la muerte”): “[Freud] repitió que no me preparara. No pude explicarle adecuadamente que no lo hacía. Aparentemente, no desea que yo tome notas, pero debo hacerlo”. (14/3, pp. 215-6). Freud intuye que las condiciones mismas en las que H.D. escribe su diario, esa soledad que es condición y recurso contra la soledad, lejos de sacudir las resistencias, las refuerzan.
Hilda aclara que no puede clasificar el contenido de las conversaciones que mantiene con Freud de una manera lógica, pues se trata de una “atmósfera”. Por eso es necesario, según ella, encontrar “palabras nuevas”, semejantes a las que encontró Freud para hablar de sus descubrimientos.
De lo que se trata es de cómo el encuentro con Freud conduce a HD a disponer su pasado de otra manera. “Sentí que encontrarlo a los 47 años, y ser aceptada por él como paciente o estudiante, parecía coronar todos mis otros vínculos y relaciones personales, justificar todas las espiraladas tortuosidades de mi mente y de mi cuerpo”. “Usted es poeta”, le dice Freud, y de este modo la llama a ocupar su lugar.
“No sé dónde ni cuándo hice esta transferencia” escribe Hilda, respecto del olvido de una botellita de sales aromáticas, símbolo delator de la transferencia, en el consultorio del Profesor. “En mis sueños, echo sal a mi máquina de escribir. De modo que presumo que querría salar mi escritura insípida con la sal de la tierra, la menor afirmación de Sigmund Freud”.
Élisabeth
No puedo anotar todo lo que pienso salvo esto:
que habrá un gran vacío ahora, hasta mi propia muerte.
Yo lo amaba y él también me amaba.
Nos encontramos y le debo un reconocimiento infinito.
É. Geblesco, “Un amor de transferencia.”
Élisabeth Geblesco escribía después de cada encuentro con Lacan, en el tren, o en la pocilga, esa escritura temblorosa, oscura, como segundo movimiento de ese encuentro siempre intenso que provocaba el encuentro con L. Pocos minutos de este encuentro le bastaron para desatar la escritura y el pensamiento.
Apenas comenzados sus encuentros con Lacan, ella afirma que está decidida a no tener transferencia con él pues ya había tenido un análisis y, además, era una ridiculez tener transferencia con alguien cuyo nombre se había vuelto un “adjetivo”. No hablar de su vida personal parece cobrar en esos encuentros un valor particular.
“Qué bueno que sea un control y no un análisis”, “yo no soportaría en absoluto un análisis con L debido al tiempo demasiado breve para mis estados de ánimo”, “¿qué pasa con un análisis en un control?”; Lacan no responde, afirma: “es formidable que usted se plantee esa pregunta”, anotación a la que siguen signos de admiración intercalados con signos de interrogación. El asombro se escribe. Y la que no estaba dispuesta a tener transferencia con Lacan se pregunta por ésta: “Hiervo de ideas acerca de la transferencia, sobre la diferencia entre análisis de control / personal. Releo a Platón (El banquete), los Seminarios. Mi transferencia anda mejor, todo se calma y vuelvo al orden.” “Hay algo específico del análisis que quisiera circunscribir conceptualmente. Es en verdad una cuestión de ontología (me lo hace repetir), no veo cómo podría decirse de otro modo, ya que es mi ser el que es modificado por el suyo ¿y cómo sucede, durante ese análisis en el cual no hablo de mí sino de otros? (forzosamente, ya sólo hablo de análisis, sin agregar ‘de control’, tal vez, después de todo, se trate de análisis sin más) ¿por medio de su escucha?”
Así, Élisabeth circunscribe los interrogantes acerca de su práctica, se pregunta qué sucede con el ser del analista, cómo interviene éste en un análisis, si es que hay una especificidad: “¿qué pasa con su ser, con usted en el análisis y conmigo que lo recibo?”
¿Alcanza con situar este Diario en el momento en que aconteció? Acaso lo que nos conmueve es la actualidad de sus planteos y la posición de Geblesco en ese amor, sus esfuerzos por testimoniar lo que es a su vez intestimoniable, pero no para redundar en esta evidencia sino para, como afirma Agamben (1995): “no confinarse en silencio a admirar aquello por lo que la palabra no pasa.” La misma Geblesco escribe para inscribir sus palabras y su experiencia en la historia del psicoanálisis –del pensamiento lacaniano en particular‒, preocupada por el lugar del mismo frente a la “noria neopositivista” de la época y el destino de su enseñanza.
Quizá se trate de recoger la invitación de Élisabeth a aventurarnos, como practicantes del psicoanálisis y como lectores, en esa transformación del ser de la que habla y que supone el riesgo de hablarle a Lacan, y en sus deslizamientos desde lo que llama “sesiones de control de casos”, “análisis de control” o “el autoanálisis que es este análisis de control”.
Acaso haya un “para mí” de la transferencia que salva a este Diario de cualquier intento clasificatorio, normativo, pedagógico. Un “para mí” que, como supone Barthes (1987b), pone en acto la intrusión del valor, distinto del discurso del saber, que se pregunta: ¿Qué es eso para mí que lo estoy leyendo/escuchando/escribiendo/analizando?
Lacan asiente, si bien la deja empantanarse. De la dificultad de hablarle a Lacan, ella extrae una utilidad, produce una diferencia en términos de creación. Escribir, transformar el sentimiento amoroso en una creación: “El esfuerzo que debo hacer para darles una forma clara, en el sentido de despojada, elegante, en el sentido de concisa, ‘clásica’ diría, en sentido raciniano, a mis fantasías, mis intuiciones, mis elaboraciones teóricas sobre mi trabajo, para hacérselas accesibles a Lacan, me resulta muy útil. Así que logré parir –ya que de eso se trata- la cuestión y la respuesta siguientes.”
A propósito de la transferencia, Élisabeth no deja de señalar lo repugnante y horrible que es –Lacan asiente–. Su análisis con Lacan será definido por ella misma como un autoanálisis, dado que es imposible considerar a Lacan como el sujeto supuesto saber y amarlo como tal. “Porque Ud. no sabe. Ud. busca y hace saber, que no es lo mismo”, escribe en su cuaderno. Sin embargo, la penosa transferencia se resuelve transformándose en amistad: “Ya no es el otro sino un viejo amigo muy querido, en todos los sentidos del término, cuyo mal humor en el fondo importa poco. Ya que, salvo a sus íntimos, no habla. ¿Qué importa que ya no me hable más a mí?”
Aunque Allouch (2009) cuestione los términos en los que ella plantea la resolución de la transferencia con Lacan, podríamos decir que ésta admite, tanto como él, haber jugado el juego del alumno y el maestro que Lacan proponía. Según Allouch eran los aduladores del maestro, los sumisos, quienes no toleraban la ausencia de Lacan, los que padecían sus desconexiones o sus locuras, precisamente porque estas atestiguaban que su presencia les era necesaria.
Élisabeth define el pensamiento de Lacan como una aventura intelectual, liberadora, cuyo alcance todavía está en progreso, precisamente porque Lacan hace brotar el saber donde no se lo espera: “Lo que me interesa son las ideas de Lacan aun cuando no las tiene. Porque es su búsqueda lo que me importa.” Es esa búsqueda lo que hace amar la palabra de Lacan más allá de conocerlo: “Nunca recorrí los 10 minutos que separan la calle de Verneuil de la calle Lille, aunque supiera que él vivía allí; ni lo pensaba (…) Pero amaba sus libros porque traían libertad. El hombre que es más fácilmente esclavo quizás busca la libertad del goce pero la mujer ama el goce de la libertad. Y esa libertad es traída por su ser”.
Del mismo modo, entrar en relación con esa libertad obliga al compromiso de no describir a Lacan, de no enseñarlo, de no constituirlo como un saber o como un discurso. No hacer de Lacan un sistema, porque “Lacan nos hace investigar”, escribe ella.
Con la muerte de Lacan, Élisabeth se pregunta: ¿cómo detener el silencio que viene de la palabra muerta, que no seguirá viva más que a través de la cita, en el mejor de los casos como inspiración, probablemente en su mayoría como glosa? ¿Cómo retener esa palabra en el horizonte de la vida cuando no se puede conjugar la idea de pensar en Jacques Lacan como un muerto? Quizá a modo de consuelo, al final de su Diario, la amiga escribe: “Tal vez en el crepúsculo de sus días descubra que sólo hay una cosa importante: amar y ser amado. O siempre lo supo, puesto que escribió acerca de la transferencia: el amor siempre es recíproco.”
Bibliografía
Agamben, G. (1995). Homo sacer. Madrid: Pre-textos.
Allouch, J. (2009). “La princesse, le savant et l’ analyse”. París: EPEL.
Barthes, R. (1987a). “La espera”. En Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires: Paidós.
Barthes, R. (1987b). “Las salidas del texto”. En El susurro del lenguaje. Buenos Aires: Paidós.
Carotenuto, A. (1984). Diario de una secreta simetría. Sabina Spielrein entre Freud y Jung. Barcelona: Gedisa.
Catelli, N. (2007). En la era de la intimidad. Rosario: Beatriz Viterbo.
Doolittle, H. (2002). Tributo a Freud. Buenos Aires: Schapiro
Freud, S. y Bleuler, J. (1992). Estudios sobre la histeria (1893-1895). En Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu, vol. II.
Geblesco, É. (2009). Un amor de transferencia. Diario de mi control con Lacan (1974-1981). Buenos Aires: El cuenco de Plata.
Lacan, J. (1987). “La significación del falo”. En Escritos 2. Buenos Aires: Siglo XXI.