ELLAS ESCRIBEN CARTAS DE AMOR (Escrituras de la Transferencia) Parte I / Julieta Lopérgolo & Marité Colovini

Sin otra técnica que un corazón ligeramente corrompido

por las feroces garras de los años

por la tinta azul petrificada en las noches de espera

ellas escriben para convencer a alguien

para convencer a una sola persona

que tal vez no ha venido

o se ha perdido definitivamente

entre la multitud.



Reina María Rodríguez, “Ellas escriben cartas de amor”

Hace más de diez años, a propósito de la lectura de Diario de una secreta simetría. Sabina Spielrein entre Freud y Jung (a cargo de Aldo Carotenuto), Tributo a Freud, de Hilda Doolittle, y Un amor de transferencia. Diario de mi control con Lacan (1974-1981), de Élisabeth Geblesco, comenzamos a formularnos algunas preguntas acerca del nudo entre lo femenino, el amor y la pasión, y al que agregamos la escritura. Así surgió en aquel entonces un Seminario que llamamos Ellas escriben cartas de amor convocadas por las escrituras de tres mujeres: Sabina Spielrein, Hilda Doolittle y Élisabeth Geblesco.

De entrada nos topamos con algo inquietante en los relatos que ellas escriben acerca de sus respectivos análisis, de sus supervisiones y relaciones con Jung, Freud y Lacan. ¿Qué se juega, se asoma y se oculta en las imágenes que estas mujeres arman, desarman y rearman en sus relatos sabiendo que al escribir no se escribe para el otro, “que la escritura no compensa nada”? En la creación que constituye cada relato se cifra una apuesta central: llevar el psicoanálisis, mediante la escritura como efecto transferencial, hasta el límite, hasta donde es posible pensarlo, en singular, y sostener en esa soledad con otros las consecuencias de esta experiencia.

Convocar al trabajo con los textos en los que Sabina, Hilda y Élisabeth escribieron sobre sus amores nos permitió, además, trazar un recorrido singular por la historia del psicoanálisis. Sabina fue una de las primeras mujeres que ingresó en la Sociedad Psicoanalítica de Viena en 1912 y con quien Jung ensayó, por primera vez, de 1904 a 1907 el método psicoanalítico de Freud; Hilda fue analizante de Freud hacia el final de la vida del Profesor; y Élisabeth fue una de las últimas analistas que visitó regularmente a Lacan, hasta la muerte de éste, para trabajar con él en un análisis de control.

Así, la escritura de estas mujeres ofrece, sobre el fondo del amor de transferencia, un panorama para pensar los avatares institucionales del psicoanálisis a lo largo de su historia, las modificaciones en la “técnica”, el movimiento de la teoría, los dispositivos de trabajo entre analistas, al mismo tiempo que introduce la problemática del tiempo en la (re)escritura de la historia, crucial en la práctica analítica, y la cruza con el género testimonial.

Los escritos de Spielrein, Doolittle y Geblesco, a través del testimonio clínico, la carta, el poema, el homenaje, el diario íntimo (todos ellos géneros en los que la intimidad configura una poética), inauguran un territorio en el que puede pensarse la relación entre mujeres, escritura y transferencia de múltiples modos; abren un espacio en el que la escritura constituye, en sí misma, un verdadero problema crítico, puesto que señala el exceso y la pobreza del lenguaje ante el (des)borde del amor.

Sabina traza una equivalencia entre la poesía y el amor cuando escribe “hacer poesía” como metáfora de “hacer el amor”. Y es que ¿cómo se “hace el amor” si no es a través de las palabras de amor? Pero a la vez: ¿El amor logra “hacerse” a través del discurso? ¿La naturaleza del amor de transferencia hará que cuando se escribe sobre la transferencia se recurra a un género íntimo? La escritura, decía Freud, hacia el final de Estudios sobre la Histeria, depende de la naturaleza del objeto del que se trata, razón por la que leemos los historiales clínicos como si se tratara de “novelas breves” en lugar de escritos científicos.

Afrontando los efectos del lenguaje, unas veces advertidas, otras veces crédulas, vacilantes, enérgicas, estas mujeres sitúan la escritura amorosa en relación con el psicoanálisis de un modo revelador, pero convencidas de que “no se puede escribir sin pagar la deuda de la sinceridad”. Escribieron lo que sus amores de transferencia les dictaban. Las tres asumieron el riesgo de testimoniar sobre la experiencia de hablarle a otro en el marco del psicoanálisis. A primera vista, ninguna de ellas pensó en los lectores, pero cada una guardó sus manuscritos. 

A fines de 1977 llega a mano de Aldo Carotenuto, psicoanalista junguiano una serie de documentos “perdidos u olvidados” en el sótano del Instituto de Psicología de Ginebra. Se trataba nada menos que de la correspondencia entre Sabina y Jung: 46 cartas de Jung (que sus herederos no autorizaron a publicar) y 12 de Sabina; la correspondencia entre Sabina y Freud: 21 cartas de Freud y 2 de Sabina; el Diario de Sabina (de 1909 a 1912); y un conjunto de cartas de Bleuler, Rank y Steckel, entre otros.

En 1948 Hilda publica Tributo a Freud, compuesto por “Escrito en la pared”, de 1944, “Advenimiento”, diario de sus sesiones de análisis con Freud en Viena en 1933-34, y un puñado de cartas (9) que Freud le escribiera entre 1933 y 1937. Cuando Hilda escribe la Memoria de ese análisis, en 1944, no tenía con ella los cuadernos en los que había anotado sus sesiones. Los había dejado en Suiza.

Aunque nunca ocultó que llevaba un diario de sus encuentros con Lacan, Élisabeth Geblesco decidió no publicarlos en vida. Será su hermana la que encontrará esos cuadernos en la biblioteca de Élisabeth luego de su muerte. Sin embargo, en ellos ya está presente la intuición acerca del valor que tendrá su registro del análisis de control con Lacan, de su pensamiento y su amistad, para la historia del psicoanálisis: “Me obligo [a escribir] porque pienso que el solo hecho de que todas las entrevistas sean anotadas le da un valor a lo que escribí hasta ahora, que algún día se insertará en la historia del psicoanálisis, no por mí misma, sino por lo que se podrá leer más tarde sobre Lacan, en intersección con otras opiniones.”

El 17 de agosto de 1904 Sabina Spielrein (Rostov, 1885-1942) fue llevada por sus padres al Hospital Burghölzli, en Suiza, en medio de una gran crisis. Tenía 18 años. Allí se encuentra con Jung, quien había comenzado a trabajar en la institución en 1900 e influido por las ideas de Freud, denomina a Sabina “su caso psicoanalítico”. Ella fue la primera paciente a la que trató aplicando el método psicoanalítico. En octubre de 1905, Bleuler, director del establecimiento, escribe a la familia de Sabina, para transmitirle la agradable noticia de que “la señorita Spielrein” había decidido comenzar a estudiar medicina en la universidad de Zurich. En 1910 presenta su tesis doctoral: “Sobre el contenido psicológico de un caso de esquizofrenia”. El 11 de octubre de 1911 se consuma uno de sus grandes deseos. Sabina es elegida miembro de la Asociación Psicoanalítica de Viena, con motivo de su disertación: “La destrucción como causa del devenir” en el que adelanta lo que Freud desarrollaría en 1920 a propósito de la pulsión de muerte: “Considero sin embargo que mis ejemplos demuestran con bastante claridad que, tal como prueban algunos hechos biológicos, el instinto de reproducción, también desde el punto de vista psicológico, está constituido por dos componentes antagónicos y por eso es además un instinto tanto de nacimiento como de destrucción.”En la misma sesión en la que es admitida Sabina, Freud fuerza la expulsión de “toda la pandilla adleriana”, entre ellas Margarethe Hilferding. Por lo tanto, Sabina Spielrein queda como la única mujer en la Asociación.

Hilda Doolittle, más conocida como H.D., fue una de las principales representantes del movimiento poético imaginista. Nació en Bethlehem, Pennsylvania, y vivió en Inglaterra a partir de 1913. Comenzó sus intentos psicoterapéuticos conversando informalmente con Haverlock Ellis, en Brixton, al final de la primera guerra mundial. Luego, en 1931 intentó un análisis con Mary Chadwick, en Londres, que duró 24 sesiones. Poco después tuvo algunas sesiones con Hans Sachs en Berlín y éste le sugirió que fuera a ver a Freud. En 1933 viaja a Viena para encontrarse con Freud y analizarse a un ritmo de cuatro sesiones semanales durante cuatro meses. Al año siguiente volvió a Viena para ver nuevamente al Profesor. El análisis duró poco más de un mes.

Cuando Hilda va a ver a Freud el terror de la guerra le impedía escribir lo que se le imponía: sus experiencias del horror, sus pérdidas y los acontecimientos que rodearon esas pérdidas. Un proyecto de novela se encuentra en el mismo estado de inminencia. Hilda llega a Freud con su nombre inventado y su éxito “pequeño y especializado”, un breve pero intenso pasado imagista del que intentaba desprenderse una vez que se produjo la ruptura del círculo de Londres que la había empujado a ese lugar de cerrada perfección de su poesía.

Cuando se encuentra con Freud en Viena Hilda había perdido a su primer hijo –según ella, como consecuencia del hundimiento del RSM Lusitania, en el que había muerto su hermano (un tiempo después también moriría el padre de Hilda, debido a la impresión que le produjo la muerte de su hijo). Se había divorciado, y se había disuelto el grupo literario formado en torno a D. H. Lawrence, de quien estuvo perdidamente enamorada. Todo esto transcurrió entre 1915 y 1920, lapso en el que estalló la primera guerra mundial. En 1919, embarazada de su segundo hijo, cae enferma en una epidemia de gripe (la misma que mató a Sofía, la hija de Freud) y corre serio peligro de vida tanto ella como su hijo, ya que la gripe se complicó en una pulmonía doble. Poco después del nacimiento de su hija se separa de su marido.

En el período de 1920 a 1930 Hilda comienza a sospechar que se avecinaría otra guerra. La visita a Freud pretendía que el análisis le enseñase a no sufrir ante lo que se aproximaba. En “Escrito en la pared”, no sólo evoca ese análisis con Freud. Recordar a Freud tenía sentido porque equivalía a recordar lo que había recordado con él, e incluso era la ocasión para destinarle las palabras que entonces no pudo decirle.

Élisabeth Geblesco, fue una psicoanalista rumana, miembro de la Escuela Freudiana/ de París y luego de la Escuela de la Causa Freudiana, escritora, crítica literaria. Enseñó en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de Niza, donde dirigió a partir de 1977 un Seminario de Investigaciones psicoanalíticas al que invita a importantes personalidades del campo del pensamiento contemporáneo. En 1971 fundó en Niza un grupo de trabajo dedicado al estudio del pensamiento de Jacques Lacan e invitó a Lacan a tomar contacto con ese círculo.

En Niza, a 25 km de Mónaco, en la Costa Azul del Mediterráneo, recibía pacientes como analista y dictaba seminarios, tenía grupos de investigación, organizaba jornadas. Viajaba de Mónaco a Niza y de Niza a Mónaco cotidianamente. Un amor de transferencia. Diario de mi control con Lacan (1974-1981) cubre los últimos siete años de la vida de Lacan. Los dos primeros, que ocupan los tres primeros cuadernos, estuvieron destinados a controlar su práctica analítica. En los dos cuadernos restantes asistimos al intercambio intelectual con Lacan en torno a los seminarios de éste y al grupo fundado por Geblesco en Niza, y el período final, el de la enfermedad y la muerte de Lacan. Élisabeth se encontraba con él. Para eso recorría cada vez 900 km en tren desde Mónaco a París. De regreso en el tren, tomaba nota de lo sucedido durante el encuentro con Lacan.

Desde comienzos del siglo XX, hasta ya sus postrimerías, los escritos de estas tres mujeres nos permiten situar hitos, períodos, contextos, situaciones, de la práctica del análisis. Jung con la alegría de su primer “caso psicoanalítico”, y con un método que recién se iniciaba, a tanteos, mezclando intervenciones, pero dando lugar a lo que luego Freud teorizará como principal resistencia y motor de la cura: la transferencia. Freud, en el análisis de H.D., en sus últimos años de vida, habiendo ya escrito Más allá del principio del placer, texto anticipado por Sabina Spielrein en 1911, y pudiendo soportar un modo de la transferencia que había rechazado en sus primeros años de psicoanalista. Lacan, en los años en los cuales ya se hablaba de un “fenómeno lacaniano”, fiel a los principios con los que fundó su Escuela, promoviendo la iniciativa del analista por sobre cualquier identificación o mimesis y ubicando la posición femenina a partir de la disipación del velo que el amor al padre oculta en la histeria, entreviendo así  un más allá que Freud no pudo teorizar al enfrentarse con la roca viva de la castración.

Discípulo y maestro, analista y analizante, avatares de la transferencia que revelan un engaño: el amor como estructura que hace al lazo que se instala a través de la palabra y donde se sostiene al Otro como terceridad necesaria, en tanto “el dos se regocija por ser impar”, donde hay un real que escapa al atrapamiento simbólico anudándose a partir del imaginario que juega su partida amorosa. Real que desborda y que exige la escritura. Experiencia del límite, dimensión surrealista, divertida o mística de lo cotidiano, la escritura de lo íntimo en donde el yo se busca, se desdobla y se revela, es un “un invento de mujeres”. Porque la imposibilidad de la identidad tiene su forma de encarnación: la femineidad.

Lo femenino inefable, indecible, innombrable, se encarna en una mujer como metáfora del Otro que hace hablar (territorio en el que resta la marca de la barradura y al que es posible destinarle cartas de amor). La femineidad no puede designarse sino por medio del semblante, en amistad con el vacío. Afuera del lenguaje, una mujer se ve llevada a comprender que “es por lo que no es por lo que pretende ser deseada al mismo tiempo que amada.” (Lacan, 1987).

Si acordamos con Nora Catelli (2007) en considerar que la posición del sujeto en la escritura de la intimidad es una posición femenina, también en concordancia con ella manifestamos que “posición femenina” no alude ni a una cuestión vinculada con la anatomía ni a una supuesta esencia femenina. Entendemos femenino y masculino como posiciones móviles y no identidades o extensiones de diferencias anatómicas. Femenino y masculino son entonces significantes, y como tales, lugares vacíos (aunque no del todo) que dependen de una operación simbólica.

Entonces: ni biología ni esencia, ni anatomía ni ontología. Se tratará de situaciones de escritura, de recursos del sujeto ante la angustia de haber abandonado el Universal. Leeremos la posición femenina tanto en hombres como en mujeres, que, al escribir, echan mano a un recurso valiosísimo para escapar del abismo y del exilio y para darle forma a lo informe y aterrante de los “demonios interiorizados”.

Leemos las escrituras de Sabina, Hilda y Élisabeth como cartas de amor dirigidas a un doble destinatario: Freud, Jung, Lacan, en cada caso, y nosotros, los lectores. Cartas de amor, llamados que configuran un espacio en el que es posible rodear la ausencia, hacer con la espera de la correspondencia imposible. Donde hay espera hay transferencia, afirma Barthes, pues en la transferencia se espera siempre, puesto que “dependo de una presencia que se divide y que pone tiempo a su darse; como si tratase de hacer desear mi deseo, de agotar mi necesidad” (Barthes, 1987a).

La ausencia amorosa sólo puede suponerse a partir de quien se queda. Ellas escriben cartas de amor al mismo tiempo que las escrituras adquieren la forma, la voz, del testimonio, como si la carta de amor y el testimonio fueran las dos caras de un mismo gesto que desafía la tentación de hablar de lo que se ama en la intimidad de sus escritos. Ahí la función de borde de la escritura, de límite en el que la ausencia deviene creación. ¿Qué pasa entonces con el amor que desborda el discurso y con las palabras dedicadas al otro cuando caen en la escritura? ¿Qué transformaciones se operan? ¿Qué pasa con ese amor al escribirlo? El amor está en el centro, “es” el análisis, dice Geblesco en una de las entradas de su diario.

Ilustración: Santiago Grunfeld

Continúa en el próximo número:

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