1
Durante mucho tiempo me imaginé trabajando en un hospital psiquiátrico, hasta que el azar quiso hacer coincidir la realidad con lo que yo fantaseaba. Alguien me contó acerca de la convocatoria a concurso público para un puesto en “un hospital de salud mental” y, a pesar de la reticencia inicial y la poca expectativa, finalmente accedí a la evaluación.
Ahora heme aquí en el loquero, específicamente en el Servicio Ambulatorio de Asistencia en Adicciones. En un hospital psiquiátrico, los problemas relacionados con el consumo de drogas corresponden al 90% de los casos. Esto tiene su lógica: lo que no cubren las drogas legales, lo suple la farmacia negra, como si fuera una manera de autorregular el dolor, la desesperación y el aturdimiento. Las sustancias caen como insectos en el nido de las alucinaciones y delirios.
2
Los locos deambulan por los pasillos. Van y vienen, esperan. Hay algunas pocas banquetas de madera muy lustradas por el uso. Algunos aprovechan para recostarse y dormir una siesta, otros esperan interminables horas hasta que los atienden y otros andan por los pasillos de puerta en puerta, forzando los picaportes de los consultorios hasta ver si por casualidad algún profesional se olvidó de cerrar con llave y se abre alguna. Casi que lo hacen a su pesar y con escepticismo, ya que rara vez alguna puerta queda sin traba.
El consultorio donde trabajo está ubicado en el segundo piso, junto a otros consultorios y oficinas de puertas misteriosas. Hay un baño público que es un asco, y otro exclusivo para profesionales que no lo es tanto. Los grifos de los baños son hediondos. Parece que las canillas están a punto de largar chorros de mierda. El olor general, además del habitual a meo rancio, también incluye notas de Haloperidol, Benzodiacepinas, Quetiapina y estabilizadores del ánimo. El aroma del baño del psiquiátrico es como recibir cabezazos de podredumbre contra la nariz. Nunca hay papel higiénico, tampoco espejos (“por cuestiones de seguridad”, dicen). Lo único que sobrevive es una pieza de museo: un jabón de manos ovalado, rosáceo, cuarteado y empotrado en una vara de metal, como esos que había hace años atrás en los baños públicos de las estaciones de servicio. Siempre se ven manchitas de sangre.
3
Llego temprano por la mañana. Mientras espero al primer paciente leo un libro. En un momento mueven el picaporte de la puerta. Me levanto, abro, miro por el pasillo hacia ambos lados: nadie… Retomo la lectura. Tocan la puerta y salgo: nadie… Cierro, me vuelvo a sentar y nuevamente se reinician los golpecitos en la puerta. Me paro y abro: esta vez, un loco. Una suerte de niño enjaulado en un cuerpo de adulto con dientes de conejo y el pelo revuelto que, entre risas, me pide remedios.
—Yo no medico —le aclaro—, escucho.
—Entonces escuchate este —me dice—: ¿sabés en qué se parecen un golpe de Estado y un neumático?
—No.
—¡En que ambos revientan!
Y entonces él explota en carcajadas, echando su pituita en mi cara.
—Otro: ¿sabés que le dijo una puta a su hija?
—No.
—¡Andate a la puta que te parió!
Se aleja por los pasillos a las carcajadas, dando saltos y apretujándose los genitales mientras yo limpio de mi cara su saliva rancia de medicamentos.
4
Hoy veo por primera vez al director del hospital, huidizo por los pasillos. ¿A dónde va tan apurado? Es raro verlo por acá, por fuera de su oficina ubicada en la cúspide. A mí me causa regocijo verlo, aunque sea de pasada, como a la sombra de un fantasma. Siento una especie de júbilo al corroborar la existencia de algún personaje de fábula, esa extravagancia de oídas que alimenta nuestra imaginación, como en El maravilloso mago de Oz. Al final uno puede verificar que él existe de verdad, que no es una alucinación, y que otros también lo vieron, escoltado por sus secretarios y demás funcionarios subalternos. ¡El director, mago de este ozpital! Claro que no coincide exactamente con la representación idealizada que nos hacemos de él: elegante, seductor, sapiencial… La realidad, más bien, nos presenta a un ser malhumorado, ultrapetiso y cejudo que anda mascullando órdenes entre dientes. Con todo, si llegara a saludarme supongo que me abalanzaría a darle un abrazo y un beso de groupie como si fuera su Dorothy y, de llamarme por mi nombre, creo que hasta me orinaría encima. ¡Es que es casi imposible dar con el director! Por supuesto, él no está para asuntos menores. Es nuestro gurú de la cordura, nuestra reserva moral, un mago de la gestión institucional.
5
En el hospital la gestión lo es todo. Es la terapia de punta que viene a revolucionar la psiquiatría, así como antes lo hicieron el electroshock y, recientemente, el suministro masivo de psicofármacos que, a su vez, posibilitó el chaleco químico a cielo abierto. La novedad ingeniosa del último consistió en producir la alquimia de la libertad, haciendo que el encierro se transmute en afuera. Sin embargo, este método masivo de encierro al aire libre, gracias a las drogas químicas, produjo el efecto rebote de la sobremedicación y la conversión de millones en adictos a los fármacos, ocasionando más saturación en las instituciones, obstrucción y superpoblación en los pasillos y pabellones de los centros de salud mental, lo que añadió más confusión a la ya insondable burocracia. Entonces nace “la cura por gestión”, un engendro más de la división del trabajo, hija de la medicina y la política, mezcla de hipnotizador y community manager. Así como algunos médicos decimonónicos buscaban influir en sus pacientes mediante la hipnosis, ahora los expertos se dedican a curar a los “usuarios de salud” mediante la gerencia. Así como antes iban por la sugestión, ahora van por la cura-por-gestión. Para pasar de la sugestión a la cura por gestión la técnica consiste en intentar que se abra alguna bendita puerta de los servicios de salud para recibir o dar turno a aquellos errantes que deambulan de acá para allá en el limbo de las instituciones y, al mismo tiempo, evitar que otros hábiles gestores no saturen a la propia institución. Como un juego de descarte, gana el que se queda con menos puntos y logra colocar sus piezas en el campo rival. En limpio: sacarse de encima el mayor número de locos en el menor tiempo posible. Para la cura por gestión, el solo hecho de administrar la derivación de un paciente —también llamada enlace, vinculación, puente o coordinación— o de colocarlo siquiera en una base de datos, ya se considera un acierto y un principio de cura en sí mismo.
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